miércoles, 29 de julio de 2009

Luciano Canfora o la lucidez

En ocasiones, cuando la inteligencia y el rigor analíticos se engranan en el aliento sostenido de una dicción prístina y de raigambre clásica, se produce el milagro de una prosa cuya precisión penetra la conciencia con el filo insobornable de un pensar irrestricto. A eso, para abreviar, lo llamamos lucidez. Que esa voz nos hable desde la periferia (por no decir las catacumbas) pertenece al signo de unos tiempos en cuya deriva reaccionaria Europa desangra sus energías críticas y transformadoras. Que en su irradiación nos hagamos más sabios pertenece a su naturaleza luminosa.

De Crítica de la retórica democrática (2002):

La experiencia del siglo que acaba de finalizar podría resumirse en una frase: ganan las oligarquías vinculadas a la riqueza, pierden las ideológicas.

Eppur si muove.

La historia humana es, en mi opinión, como la de un cuerpo que, si se observa diariamente, siempre parece igual al del día anterior y, no obstante, desde un punto de vista molecular cambia sin cesar. En el cuerpo este proceso sólo se capta con el paso del tiempo. En la historia, ni siquiera un siglo es a veces un período significativo. Sin embargo, si me preguntaran en qué ha cambiado el mundo, respondería, con las palabras que utiliza Gaetano Mosca en la recensión de la obra de Michels: en una mayor conciencia de la necesidad de igualdad. Tocqueville lo había descrito perfectamente en las páginas finales del Ancien Régime.

Los filósofos imaginaron alguna vez que era posible lograr de inmediato una igualdad, tal vez reservada solamente a los más preparados (Platón), o fruto de una inminente y filosóficamente necesaria subversión de clases en el mundo industrial (Marx). Los seres humanos, en cambio, quieren que esta igualdad sea para todos. De ahí que el camino que queda por recorrer sea muy largo. Y han fracasado, a pesar de sus muchos actos heroicos, aquellos regímenes que mezclaron empíricamente un poco de Marx y un poco de Platón.

Hubo un tiempo en que las clases se podían tocar, se podían ver. No sólo en las ciudades antiguas o medievales, sino incluso en Turín, en una época que tal vez algunos todavía recuerdan. Hoy en día las clases (no se me ocurre otra manera de denominarlas) están incluso separadas en continentes distintos. En el quartier latin se puede imaginar Somalia. Y el que tiene la suerte de nacer en el lugar adecuado afirma que ya no existen clases. […]

Puesto que cualquier pensamiento político ha de medirse forzosamente con las grandes pruebas y las duras lecciones del siglo pasado, comenzaré estas últimas consideraciones reflexionando sobre la noción de «pasado que todavía divide» (o, si se prefiere, de «pasado aún presente»). Ese pasado es de extensión variable y necesariamente tiene un punto de partida móvil. Se desplaza, o debería desplazarse, a medida que el tiempo histórico se va prolongando. Pero algunas veces queda bloqueado, por así decirlo, en determinados acontecimientos que tienen la capacidad de mantenerse como punto de partida, a pesar del transcurso natural del tiempo. Esto es lo que ha ocurrido, en nuestra opinión, con la Revolución francesa (considerada, por supuesto, no sólo en relación con el país donde se produjo, sino en relación con la humanidad en su conjunto): evidentemente porque los problemas que plantea siguen siendo aún vigentes para el género humano y porque, además, encierra como en un microcosmos anticipativo, en los veinticinco años que van desde la Bastilla hasta el Congreso de Viena, toda la historia posterior no resuelta.

Años después, cuando ya parecía no sólo concluida sino sepultada y condenada, se fue desarrollando, en un período de tiempo mucho más largo, de casi dos siglos, todo el ciclo que en su momento había estado comprendido en aquellos veinticinco años. Hasta el derrumbamiento de la URSS, que supuso el inicio de un nuevo y al parecer mucho más cruento «Congreso de Viena». Pero si los problemas que entonces se planteaban siguen aún sin resolver (y no creo que nadie pueda negarlo viendo el espectáculo de creciente desigualdad que el mundo nos ofrece todos los días), cabe plantearse la cuestión que antes mencionábamos, esto es, si no ha comenzado tal vez un nuevo «ciclo», quizá mucho más largo y más traumático todavía, que arranca precisamente de la virulencia y de los chirridos de esta nueva y armadísima Restauración que empezó hace apenas un decenio. Un ciclo cuya duración y crueldad nadie es capaz de imaginar.

Una historia iraquí

"Otro hecho inquietante fue revelado el 24 de octubre de 2005, cuando los comandos del SRR (Régimen Especial de Reconocimiento del ejercito británico) se dirigían a una manifestación convocada en Basora, Iraq, disfrazados de árabes (con pelucas negras y ropas propias del ejército Mehadi del clérigo chiíta Al Sader) y armados con explosivos y detonadores de control remoto. Una vez en su destino, abrieron fuego contra la policía y los asistentes. Tras una persecución, la policía iraquí les detuvo y les llevó a prisión. La televisión árabe mostró a los espectadores de todo el mundo a esos hombres, heridos, con vendajes en sus cabezas, junto a su enorme colección de armas. Pocos días después, los mandos británicos enviaron sus tanques para destruir los muros de la prisión y poner en libertad a estos presos. Para colmo de manipulación mediática, el consecuente motín de los iraquíes contra la sede del batallón británico se presentará ante la opinión pública occidental como una manifestación del apoyo iraquí al terrorismo de Al Qaeda. Quienes dudan de la versión oficial de los hechos consideran que se trató de un suceso calculado para provocar una guerra civil y así justificar la continuidad de la ocupación de los aliados. «Si nos vamos, se matarán entre ellos», dicen, y muchos les creyeron."

Nazanín Amiriam y Martha Zein

El islam sin velo, Ed. Bronce

jueves, 2 de julio de 2009

"La mujer de Wakefield" de Eduardo Berti


1. En 1837 Nathaniel Hawthorne publicó un volumen de relatos, Twice-Told Tales, que contenía, entre otras piezas memorables, Wakefield, probablemente la fábula más inquietante que concibiera su fértil y perturbadora imaginación. Su narrador recuerda un caso curioso leído en los periódicos sobre un personaje londinense (“llamémosle Wakefield”) que abandonó a su esposa y se alojó en una calle cercana a su propia casa donde residió de incógnito más de veinte años. Al cabo de ese tiempo entró por la puerta de su casa, “como tras un día de ausencia, y se convirtió hasta su muerte en un marido amante”. A partir de este esbozo recordado, la voz narradora especula sobre el carácter del personaje y nos invita a su recreación conjetural de los hechos, manteniendo en todo momento esa dimensión metanarrativa que, en un gesto de indudable modernidad literaria, desvela y tematiza los propios mecanismos de producción del relato.

De hecho, hay en su sustancia narrativa un elemento que lo vincula con una de las obsesiones medulares de la modernidad y que hace de Wakefield relato un lúcido precursor y de Wakefield personaje un hombre radicalmente moderno: él es ya el hombre de la multitud con el que Poe tituló cuatro años después (en 1840) uno de sus cuentos más decisivos, que convertía en tema central a esa masa cambiante y amorfa que puebla la metrópolis con su fisonomía versátil e inapresable. La agudeza profética de Hawthorne lo emparenta, se ha dicho ya varias veces, con la elusiva poética Kafka y en la descripción de Wakefield se anticipan rasgos con los que sesenta años después Durkheim elaboraría el concepto de anomia, uno de los de más feliz recorrido de la sociología contemporánea.

En todo caso, Wakefield también se lee como una historia de fantasmas cuyo protagonista “había logrado –más bien: le había sucedido- separarse del mundo, desvanecerse, renunciar a su lugar y privilegio entre los vivos sin ser admitido entre los muertos”. De nuevo Hawthorne se adelantó aquí en muchos años a James Joyce, cuya célebre definición de fantasma recoge el Ulises: “¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.”

Acaso la única debilidad de esta epopeya de la desposesión sea la servidumbre ejemplificadora con la que no puede evitar concluir la historia, suerte de ancla lanzada al lector, que encuentra así un apoyo familiar y reconocible en el reino de la extrañeza por el que había transitado: “En medio de la aparente confusión de nuestro mundo misterioso, los individuos se hallan tan exactamente ajustados al sistema [...] que con sólo apartarse un instante el hombre se expone al terrible riesgo de perder su lugar para siempre. Como Wakefield, puede convertirse, por así decirlo, en el Paria del Universo”.



2. En 1999 un joven escritor argentino, Eduardo Berti, publica una novela titulada La mujer de Wakefield. En ella retoma la historia de Hawthorne y opera sobre ella una serie de transformaciones cuya productividad estética no se agota en la mera relectura posmoderna. La validez de ese conjunto de transformaciones, lo que lo eleva por encima del ingenioso juego académico o de la simple inversión ideológica, involucra una doble y simultánea estrategia de apropiación/enajenación de la obra original, accediendo primero a su lógica profunda para desde allí ejercer la torsión significante que abre la posibilidad de una verdadera autonomía estética. No otra metodología rige el juego tensional entre tradición e innovación que constituye la historia de la literatura.

Incluso podíamos decir que el relato de Hawthorne invitaba a esa reescritura desde su propia estructura narrativa, al poner en primer plano, como ya he apuntado, la fisura entre la figura del narrador y la materia narrada y el propio proceso constructivo de la imaginación. Esa autoconsciencia del relato se mantiene en la novela de Berti a través de las frecuentes intervenciones de una voz narrativa que no deja de apelar al lector, mantiene en todo momento una distancia que no excluye la ironía y culmina con una coda en la que se hace explícita referencia al modelo original, aunque situándolo en un tiempo futuro, y a la calidad de palimpsesto del hecho literario: “Alguien dirá otras tantas cosas, casi las mismas pero diferentes, porque si toda historia –incluso la ya escrita- todavía está por escribirse, la que acaba de ocupar este libro muy pronto ha de tornarse –si no ha ocurrido ya- en una historia dos veces contada.”

Ya desde el título elegido sabemos que la principal transformación la constituye el desplazamiento de punto de vista. Si el original se centraba en el personaje masculino, quedando reducida la esposa a encarnación de la viudez respetable y resignada, apenas una silueta iluminada por las llamas del hogar, en tanto guardiana de ese recinto sagrado al que Charles Wakefield ha renunciado, Berti decide dotar de espesor y de conciencia a esa sombra convencional. En breve, se trataría de la historización de un símbolo, del mismo modo que la metamorfosis genérica (el paso de cuento a novela) implica un desarrollo contextual histórico ausente del original, completamente centrado en la potencialidad simbólica de la historia.

El recorrido novelesco no solo acompaña a una conciencia que va aquilatando poco a poco el tamaño de su soledad, sino también su inmersión en la situación social y política, pública, de la que hasta ese momento había sido excluida. En Wakefield el marido observaba desde la calle el hogar que le había pertenecido, esa esfera de domesticidad íntima dominada por la figura inconsciente de la esposa. En La mujer de Wakefield, la esposa termina también por salir a la calle y, mezclada entre la muchedumbre, persigue al marido en sus vagabundeos erráticos por la ciudad y observa su espionaje del antiguo hogar. Este ha quedado, por tanto, vacío, desactivándose la oposición original entre calle (Charles Wakefield) y hogar (Elizabeth Wakefield). Un mismo espacio los unifica: la intemperie de la ciudad, ese territorio de la multitud anónima, de la historia y del conflicto. El dominio de la tradición representado por la esposa, y que radicaba precisamente en su inocencia ahistórica, ha sido destruido o, por lo menos, neutralizado.

No por casualidad, una de las principales aportaciones de la novela es la adición del conflicto social a través de la figura de Franklin, sirviente de Wakefield que se une al movimiento de los luditas, opuestos a la transformación oligárquica y al deterioro de las condiciones obreras que suponía la introducción del maquinismo en el proceso industrial. El campo social se presenta, así, atravesado por el conflicto y la oposición (las anotaciones más frecuentes del diario de la mujer se refieren a la división de las personas en dos grupos según su carácter o la forma de encarar diversas situaciones cotidianas), constituyendo el género y la clase las dos brechas fundamentales que fracturan la sociedad. Este aprendizaje del conflicto es uno de los jalones principales en la trayectoria de la conciencia de Elizabeth Wakefield.

En este sentido es relevante que su marido trabaje en el despacho de un procurador y constituya el tipo acabado del leguleyo, tan presente en la novela decimonónica (la referencia dickensiana es casi ineludible): al abandonar su trabajo y despojarse de la investidura que le procuraba la Ley, renuncia a ese lugar privilegiado desde donde se normalizan las desigualdades sociales y económicas y se naturalizan los roles sociales. Su condición impuesta y artificial es puesta entonces de manifiesto y el desamparo se convierte en requisito imprescindible de la búsqueda, acaso inconsciente y dolorosa, de un espacio de libertad. Si al principio veíamos a ambos apresados en los nichos que les habían correspondido en el régimen sociosimbólico imperante (“Desde el exacto día de su boda, entre Charles y Elizabeth Wakefield ha quedado establecido algo así como un pacto implícito: ella nada pregunta acerca del trabajo, él nada acerca de los quehaceres domésticos.”), con el gesto de rechazo de Charles -esa oscura e inasible negativa que prefigura al Bartleby melvilleano-, se inaugura un tiempo diferente que, surgido en la confluencia, vulnerable pero necesaria, de desarraigo y libertad, redefine para sus protagonistas las condiciones mismas del orden social.

Que el precio de esa nueva conciencia y de ese conocimiento –la soledad y la incertidumbre a que se ha visto abocada- haya merecido la pena, es algo que habrá que dejar al arbitrio de la señora Wakefield. Y que “el lector medite por su cuenta” (Hawthorne dixit).