viernes, 4 de diciembre de 2009

"Invisible" de Paul Auster: los fantasmas del escritor



1. En un pasaje de Invisible se describe la isla donde transcurrirá la última parte de la novela como un "laboratorio de posibilidades humanas". Difícilmente el lector dejará de ser consciente de que se trata en realidad de una (auto)referencia a la propia concepción novelesca. Un sintagma cuyos dos términos sintetizan la apuesta en que está empeñado Paul Auster desde los inicios de su carrera. Laboratorio: lugar de experimentación y ensayo donde jugar a la combinatoria alquímica de las diversas formalizaciones literarias. Posibilidades humanas: ese universo huidizo y pasional cuyas turbulencias (en las que fermentan viejos temas y motivos: aprendizaje del dolor y culpa, memoria y conciencia de mortalidad, lenguaje e identidad) arrastran a los personajes hasta la extenuación.
Nihil novum sub sole austeriano. O, como diría un desafecto, la misma papilla con los mismos grumos. Sí, tal vez, pero eso no lo es todo.

2. Aunque a muchos pueda parecer que en la tersura y compacidad de su potencia fabuladora reside lo mejor de Auster, lo cierto es que desde siempre la tramoya metatextual ha constituido un elemento definitorio de su poética. Otra cosa es que consideremos que la exacerbación apreciable en algunas de sus últimas obras cae directamente bajo el rubro de una retórica obstructiva e inane, cuando no coartada encubridora de una alarmante fatiga imaginativa.

3. Invisible no se sustrae a esta marca de fábrica y en ella Auster vuelve a elaborar un complejo artefacto textual donde poner en espejo la actividad y el trabajo de la escritura. El desdoblamiento de la instancia enunciativa, al recurrir al procedimiento del manuscrito recibido, permite la incorporación de una mirada crítica en el interior de la ficción mediante la que se desvela el utillaje retórico-constructivo que sirve para sostener la ilusión representativa (aquella en la que tan cómodamente inmersos nos sentíamos) y, en último término, añade una sombra de sospecha a la fiabilidad del narrador, condenando todo el relato enmarcado a una irresoluble ambigüedad.
Después de todo, nada que no hubiera hecho Cervantes hace cuatrocientos años.

4. Yendo a la articulación concreta en la novela, tenemos en primer término un manuscrito en el que se sustancia la confesión autobiográfica que, desde un presente marcado por la condena de una leucemia terminal, hace Adam Walker (nombre cuya resonancia simbólica puede ser un eco irónico de la alegoría fundacional puritana de The Pilgrim's Progress y parece querer alzarse a una especie de representatividad universal: hay ciertamente en Invisible un tono parabólico, pero desde luego desde una perspectiva profana y decididamente irónica) de las experiencias que vivió cuatro decenios atrás, concretamente en 1967, año que da título al manuscrito. El relato se estructura en tres partes: en la primera Adam, brillante universitario y aprendiz de poeta, relata en primera persona su encuentro en Nueva York con una enigmática pareja de franceses, Rudolf Born y Margot. Si con esta última mantendrá una intensa relación sexual, Born obrará como una suerte de padre oscuro y perverso y conducirá a Adam a una revelación dolorosa y traumática tanto sobre aquel como sobre él mismo. En la parte central se narra en segunda persona (esa voz esquizofrénica en la que el yo desdoblado se enfrenta a sí mismo en el espejo) la pasión incestuosa que arrebata a Adam y a su hermana Gwyn y en la última se nos cuenta en tercera persona (consumada la enajenación de la voz narradora) el plan que Adam idea para vengarse de Born.
Tríptico confesional cuya secuencia se ordena, por tanto, así: encuentro traumático con lo real que destruye la integridad imaginaria del sujeto; repliegue narcisista a un universo íntimo e irreal, a resguardo de las inclemencias del exterior; expulsión del paraíso e intento de expiación del sujeto a través de una idea obsesiva de retribución, como si así pudiese recuperar todo lo que le fue arrebatado.

5. El destinatario del manuscrito, e intermediario con el lector, su amigo y escritor James Freeman, recibirá el manuscrito en sus tres partes sucesivas e incluso aconsejará a Adam, bloqueado en la escritura del segundo tramo, sobre la necesidad de un cambio de enfoque. La última parte, sin embargo, solo podrá obtenerla de la hijastra de Adam, pues este acaba de fallecer, apenas con tiempo para pergeñar un boceto a contrarreloj de la conclusión de la historia. Es, pues, un muerto quien nos habla y ello no puede sino retrotraernos a aquellas otras Memorias de ultratumba de Chateaubriand o Memorias de un muerto, como quería titularlas David Zimmer, el protagonista del Libro de las ilusiones.
La obra literaria como restitución de la voz de los muertos y en cuyo hechizo pueda darse el milagro de la resurrección, sentir “como si hubiera resucitado, como si hubiera vuelto momentáneamente a la vida”. Y nosotros, los lectores, sus custodios.

6. La idea de la (imposible) resurrección no sólo constituye el marco de la historia, sino que se erige en el eje vertebrador del propio relato autobiográfico. Ya he dicho que puede ser leído como una tentativa (digámoslo ya, fracasada, por lo menos en el límite temporal señalado por las memorias: esta concluye con el personaje “expulsado, humillado, proscrito de por vida”) de reconstrucción de un sujeto desarbolado. Pero es en la segunda parte cuando comparece argumentalmente una doble ceremonia de resurrección: una literal, aquella cuya contemplación conmociona al narrador en la película Ordet, y otra simbólica, la que Adam y Gwyn realizan todos los años en su aniversario para conmemorar a Andy, el hermano pequeño que murió ahogado años atrás.
Esta última es un ritual tripartito y mórbido en el cual el hermano muerto es rememorado en pasado, imaginado en presente (como “un fantasma que ha crecido en otra dimensión, invisible pero respirando”) y conjeturado en un futuro dolorosamente imposible: “Es demasiado tiempo. El espacio sigue ensanchándose. El tiempo continúa abriéndose, y a cada momento se va alejando un poco más de nosotros. Adiós, Andy”.

7. Ceremonia del adiós que repetirá Adam al final del relato enmarcado: “Adiós, Margot. Adiós, Cécile. Adiós, Hélène. Cuarenta años después poseen la misma realidad que los fantasmas. No son ya más que fantasmas, y W. pronto andará entre ellos”. Adiós, pudiéramos añadir, a la propia novela, cuyo aliento (y el del sujeto que la sostiene) apenas alcanza a concluir en un esbozo apresurado e insuficiente –desde una determinada concepción de lo que debe ser una novela- todos los hilos que se han ido tendiendo en las páginas anteriores.
La novela, también, como cadáver que velamos desde hace tantos años y cuyo tenaz fantasma sobreviviente no cesa de atormentarnos desde el mismo instante en que certificamos su defunción.

8. Una tercera voz narradora será convocada para bajar el telón de la obra: la novia frustrada de París, Cécile Juin, novia-hermana (reverso de Gwyn, la hermana-novia) que años después recogerá en su diario la visita a Rudolf Born en su isla-montaña, enloquecido y decadente demiurgo recluido en un mundo a su imagen y semejanza, muerto y desierto. Tras una última revelación, un giro final, acaso previsible pero efectivo, Cécile es testigo, antes de abandonar la isla, de cómo en un campo desolado y abarrotado de pedruscos, cincuenta o sesenta hombres y mujeres de color golpean, machacan y trituran las piedras hasta convertirlas en gravilla.
"La música de las piedras era ampulosa e increíble, un rumor de cincuenta o sesenta martillos tintineantes, cada uno moviéndose a su propio ritmo, atrapado en su propia cadencia, y conjuntamente formaban una armonía indisciplinada, majestuosa, un sonido que se me metió en la piel y permaneció en mi interior mucho después de marcharme de allí, e incluso ahora, sentada en el avión que cruza el océano, sigo oyendo en mi cabeza el tintineo de aquellos martillos. Ese sonido vivirá siempre en mí. Durante el resto de mi vida, esté donde esté, haga lo que haga, irá siempre conmigo."

9. La música de las piedras. O el rumor de infinitas palabras enunciando historias que son la misma historia, tamizando incansablemente la realidad, dando cuenta una y otra vez de su íntima incomprensibilidad. O como nos dice Paul Auster que dijo George Oppen: Imposible poner el mundo en duda: se ve / y como es irrevocable / no puede entenderse, y ese mero hecho es mortal.