martes, 24 de febrero de 2009

"La tercera virgen" de Fred Vargas



Imagino la extrañeza (no sé si hostil o hechizada) que un lector primerizo e inadvertido pueda experimentar al abrir esta novela y verse obligado a familiarizarse con un elenco de personajes cuya ubicación dentro de los lindes de la rareza y singularidad más extremadas es la primera consideración que le asalta con ineludible obviedad. Ahí es nada, por ejemplo, encontrarse a un comisario que, tras la muerte de su padre, se dedica a recoger guijarros de un río para regalárselos a cada uno de los integrantes de su brigada criminal; a un comandante de policía cuya abrumadora erudición le permite dar, sin vacilaciones y con rigor enciclopédico, la definición del opus piscatum; a un “prehistoriador” que se sujeta los pantalones con un cordel y sabe interpretar como nadie el canto de la tierra o a un teniente que improvisa alejandrinos con sorprendente soltura... Que estos personajes no se hubiesen llamado Adamsberg, Danglard o Mathias (protagonistas de otras novelas de la escritora francesa) no habría impedido al lector de Fred Vargas reconocer los perfiles de un territorio tan singular como fascinante: ese universo un tanto desquiciado e irreal (o acaso cabría decir para-real) en que la lógica nebulosa y la más exasperada racionalidad, el psicoanálisis moderno y la simbología medieval, la tragedia neoclásica de Racine y los fastos sórdidos del goticismo se cruzan y fecundan mutuamente en tan gozosa como altamente improbable interpenetración.
Lo cierto es que la densidad referencial y especulativa es de tal magnitud que es difícil hallar las claves que permiten a la autora encontrar ese equilibrio casi milagroso entre el espesor reflexivo (que apunta, en último término, a una meditación sobre la muerte, el ansia de inmortalidad y la pervivencia contemporánea de zonas culturales y psíquicas inaccesibles a la racionalidad moderna, no en vano las pesquisas se centran en la persecución de La Sombra, entidad de contornos indefinidos que aspira a la inmortalidad mediante un conjuro ritual medieval) y la alacridad narrativa de una trama que va disponiendo sus materiales según un método compositivo cuya formidable precisión se disfraza de errática andadura. Tal procedimiento parece estar compuesto a la medida del funcionamiento mental del protagonista de esta y otras novelas de Vargas, el inefable comisario Adamsberg, descrito en significativo párrafo como un mapa mudo, un magma en que nada llegaba a aislarse, a identificarse como idea. Todo parecía siempre poder conectarse con todo, por atajos en que se enmarañaban ruidos, palabras, fulgores, recuerdos, imágenes, ecos, partículas de polvo. Es esa proliferante y enmarañada red textual donde se interrelacionan los más dispares elementos (desde la neurosis hasta las pociones mágicas, de las cuernas de los ciervos a los pensamientos inconscientes) la que, aparentemente desparramada en una masa caótica, termina sin embargo por constituir una resonante estructura reticular en que cada elemento encuentra su lugar y enriquece su sentido en la reverberación con el resto de nódulos del tejido.
Esta polifonía y esta resonancia estructurales se ordenan según pautas de arquitectura musical cuya (más que conjeturable) explicitación metatextual la hallamos en una escena decisiva. En ella, el comisario es testigo (y luego partícipe) de una tertulia de paisanos normandos en un bar de la región. Al margen de que la subtrama que ahí se inicia tendrá una relevancia determinante en el desarrollo del relato, lo que ahora nos interesan son las reflexiones que el desarrollo de la reunión de esos hombres suscita en Adamsberg:

[...]la hora de la majestuosa reunión de los hombres cuando suena el angelus en el pueblo, la hora de las sentencias y los asentimientos, la hora de la retórica rural, augusta e irrisoria. Adamsberg se lo sabía de memoria. Había nacido con su estribillo, había crecido con su música solemne, conocía su ritmo y sus temas, sus variaciones y contrapuntos, conocía a sus protagonistas. Robert acababa de tocar las primeras notas de violín, y cada instrumento se colocaba en su sitio según un orden inmutable.

No de otro modo se disponen temas y motivos narrativos, según una falsilla de progresión rítmica sustentada en las variaciones y el contrapunto, y sería ciertamente fascinante y aleccionador realizar un detenido análisis de cómo se introducen dichos temas y motivos, cómo van evolucionando y cómo se contrapuntean y entrelazan en líneas melódicas cuyas disonancias y convergencias trazan un arabesco narrativo de rara perfección e inaudita complejidad. (Para un excelente artículo sobre la relación entre música y narrativa remito a esta entrada del muy recomendable blog de Ismael Piñera).
Fijémonos, por ejemplo, el motivo de los guijarros o piedras: de los que Adamsberg recolecta a la orilla del río, en peculiar rito tras la muerte del padre, con objeto de regalarlos a sus subordinados, a los que, hallados inverosímilmente a la puerta de cierto bar donde estuvieron los dos jóvenes degollados que abren la novela, conducirán la investigación a un cementerio en cuyo espacio mortuorio se verá irremediablemente enviscada. En esta línea melódica aparecen enlazados a los temas mayores de la muerte y los rituales (y un posterior asesinato se verificará por medio de una piedra de mayores dimensiones), tanto en cuanto elementos materiales ligados al poder inapelable de aquella como en calidad de amuletos que sirvan de algún modo para conjurar su funesta gravitación. Pero las piedras remiten también al motivo dominante y recurrente del muro como materialidad de la fractura psíquica, de la disociación de personalidad, de la sombra que en todos habita, que es el otro gran tema de la obra y, a su vez, se constituyen en uno de los dos términos metafóricos que sirven para figurar la dualidad que atraviesa al grupo investigador y lo divide en dos grupos enfrentados en la manera de encarar la investigación: el de los positivistas empíricos y el de los especulativos o paleadores de nubes. Es decir, la piedra frente al agua. Y además, en un bucle nuevamente metatextual, los guijarros son las piedras de los cuentos de hadas que conducen a la guarida del Ogro, introduciendo así una pertinente referencia genérica para valorar adecuadamente la novela.
No estoy seguro de haber agotado, ni muchísimo menos, la riqueza referencial del elemento “guijarro/piedra”, pero baste lo anterior para hacernos una idea del funcionamiento proliferante y rizomático del texto: cada uno de sus articulaciones, aun las aparentemente más nimias, se expanden en círculos concéntricos, reverberan unas en otras, se funden o contaminan, se confrontan especularmente o convergen en haces concordantes, reflejando la totalidad en una espiral vertiginosa de sombras y fulgores discursivos.
Es en esta explosión controlada, en estos deslizamientos sinuosos, donde hay que buscar la extrañeza genérica de una obra que, situada en una tierra de nadie entre el humor surreal, el apólogo moral, la narración policíaca y el relato de fantasmas, nos interpela al final (o al principio) con inocultable y sombría crudeza existencial:

Cuando Danglard estaba mal, la Pregunta sin Respuesta del cosmos infinito volvía a atormentarlo, junto a la de la explosión del sol dentro de cuatro mil años y la del miserable y terrorífico azar que constituía la humanidad colocada sobre una bola de tierra extraviada.