martes, 24 de marzo de 2009

Las ranas, por la tarde

Roncas eran las voces

de las ranillas al atardecer

allí donde el agua de la alberca, que manaba sin ruido,

relucía en la hierba.


Y rojo estaba el cielo

en los vasos vacíos,

todo un río la luna

en la mesa terrestre.


La tomaran o no nuestras manos,

idéntica abundancia.

Tuviéramos abiertos o cerrados los ojos,

idéntica la luz.

Yves Bonnefoy, Las tablas curvas (Trad. de Jesús Munárriz)


No sé bien por qué me gustó especialmente este poema desde que lo leí por vez primera, tal vez por su tono de depurada nostalgia del instante o por mostrar la plenitud sin alzar la voz, sostenida en su sencilla simetría compositiva y en esa trama sinestésica que nos apresa y nos excluye al mismo tiempo. O por la elegancia de ese decir lírico que cancela al sujeto justo después de haber sido convocado. Sea como sea, en francés debe de sonar aún mejor:


Rauques étaient les voix

Des rainettes le soir,

Là où l’eau du bassin, courant sans bruit,

Brillait dans l’herbe.


Et rouge était le ciel

Dans les verres vides,

Tout un fleuve la lune

Sur la table terrestre.


Prenaient ou non nos mains

La même abondance.

Ouvert ou clos nos yeux,

La mème lumière.


domingo, 22 de marzo de 2009

"El lémur" de Benjamin Black


Tercera incursión que el irlandés John Banville, con el diáfano seudónimo de Benjamin Black, hace en el territorio del género negro, El lémur, que fue en origen un folletín por entregas publicado por el New York Times, ofrece significativas diferencias con respecto a sus dos predecesoras, las estupendas El secreto de Christine y El otro nombre de Laura. Si en aquellas el escenario era el brumoso Dublín de los años 50 y su protagonista el desencantado forense Quirke, esta última traslada la acción al vibrante Nueva York actual y su peso recae en John Glass, antiguo reportero comprometido e irlandés exiliado en la vertiginosa metrópoli norteamericana, casado con Louise, hija del ex-agente de la CIA y millonario Bill Mulholland. Cuando John acepta el encargo de su suegro de convertirse en su biógrafo oficial, entrará en contacto con el joven investigador Dylan Riley (el lémur  que da título a la novela), cuyos descubrimientos en torno al magnate conducirán imprevistamente a su asesinato.
El método compositivo de que hace uso aquí Black/Banville es menos complejo y la andadura narrativa mucho más leve y ágil, como si se hubiese decantado más por el boceto rápido que por la minuciosa recreación al óleo (atmosférica, social y dramática) de las dos primeras novelas. Ligereza que, en todo caso, no debemos confundir con superficialidad: aunque en este caso los personajes carezcan de una amplitud de desarrollo semejante, adquieren un relieve extraordinario a través del matiz y el sombreado, del trazo que introduce profundidad y sugiere volumen, algo que sin duda debe considerarse un logro remarcable.
Así, sobre Louis, John Glass y los restos de su matrimonio:
Un buen día, más o menos a la vez que renunció a su profesión de periodista, todo cuanto había sentido por ella, toda la pasión desvalida, a medias atormentada, descendió al grado cero. Era como si la mujer de carne y hueso, igual que una princesa hechizada en un cuento de hadas, se hubiese vuelto de piedra cada vez que la estrechaba entre sus brazos. Allí seguía, donde siempre había estado: una belleza matizada, esbelta, broncínea, ante la mera visión de la cual en otros tiempos algo clamaba en su interior pidiendo clemencia, una suerte de angustia feliz, cuya presencia ahora solo despertaba en él una melancolía tenue y desdibujada.
O en la misma escena, con sutileza "insondable" a lo Henry James, después de que él hubiese declarado su incapacidad para escribir en su casa:
-¿Es por la casa? –el silencio que siguió a su pregunta fue un abismo al que ambos se asomaron un momento antes de dar un rápido paso atrás.
Lo cierto es que no cabe decir más (y mejor) con menos palabras.
Sobre John Glass y su amante Alison:
A su manera la amaba, y creía que ella le amaba a él, aunque por alguna razón que a ambos escapaba no era ninguno de los dos capaz de aferrar al otro con fuerza suficiente. Era posible que para él y para ella, fuese una manera que no llegaba a ser suficientemente directa, y por eso era como si ambos se esquivasen mutuamente dando bruscos volantazos.
O cómo una frase retrata, y sentencia, a un personaje, en este caso su hijastro David Sinclair: "El joven tenía tantas personalidades como vestimentas."
Pero es al ajustar su foco sobre el centro de gravedad del relato, no otro que Mulholland, el Gran Bill, donde Black/Banville muestra sus auténticos poderes como metteur en scène. Aludido desde el primer capítulo, no es hasta el décimo que hace su aparición, minuciosamente anticipada por los escorzos que desde ángulos diversos se han hecho de su figura: valedor de la transparencia democrática en su oficio de espía, personaje capaz de aplicar una rígida moral católica a su vida privada y familiar o arrogante representante del poder económico cuyas dobleces esperan ser desveladas por una mirada inquisitiva. Su simple presencia transforma el espacio, convertido en un escenario cuyas luces realzan los contornos y magnifican -al tiempo que velan- su silueta:
En el ambiente ocurría algo cuando el Gran Bill Mulholland ocupaba una parte del espacio […] todas las lámparas apantalladas proyectaban una luminosidad matizada y descendente, como en un gesto de deferencia ante la presencia del gran hombre.
El narrador se hace eco de “su apostura imposible”, pero también menciona su único defecto: sus ojos "se hallaban demasiado juntos, lo cual le daba el aire de hallarse perpetua, mezquinamente sumido en algún cálculo complejísimo, artero, maligno."
Esa tara, esa resquebrajadura del espejo, nos hace asomarnos, siquiera brevemente, a una profundidad en cuyas temblorosas refracciones su imagen quedará apresada definitivamente bajo el signo de la dualidad y la sospecha, que no hará sino adensarse progresivamente:
Tenía un aspecto espectral, de pie con la mitad superior del cuerpo envuelta en la penumbra, por encima de las luces, como si fuese un individuo trunco.
El espesor escénico, la destreza en la distribución de luces y sombras y en la composición del cuadro, apuntan al corazón mismo de la ficción: la representación y el engaño como atmósfera existencial de los personajes y signo definitorio de su identidad, una de las recurrencias temáticas de Banville. Pareciera, tanto en esta como en otras novelas (y podríamos citar El intocable, Eclipse, Imposturas o El mar), que la elaborada mise en scène de los personajes tuviera como único objetivo encubrir y proteger el dolor por la pérdida o la conciencia aguda del fracaso, aunque ninguna máscara es perfecta y en sus grietas y desajustes hurga su deslumbrante prosa.
No hay en el fondo tanta distancia entre las densas y enrarecidas indagaciones existenciales de John Banville y los relatos de género de Benjamin Black. Si en las primeras una conciencia fracturada se interna en los laberintos fantasmales de la memoria para diluirse entre sus reflejos, en los segundos las revelaciones guardan siempre dobles o triples fondos en los que terminan por sumirse perplejos y afligidos sus personajes, incapaces de soportar el peso abrumador de la culpa. La felicidad, si la hubo, ocurrió en el pasado y apenas alcanzamos a ver un vislumbre difuso:

Los recuerdos que tenía de aquellos tiempos estaban todos desdibujados, desvaídos tras una bruma de felicidad, como si los contemplase a través de un cristal que alguien hubiera empañado de tanto reír.
Solo el brillo metafórico del estilo, su nitidez iridiscente (parece querer decirnos, con mirada penetrante y media sonrisa irónica, Black o Banville), resplandecen entre las cenizas de un presente condenado.

viernes, 13 de marzo de 2009

"La séptima cruz" de Anna Seghers


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Si en 1942, año de su publicación, La séptima cruz tuvo que percutir en la conciencia de sus lectores con la imperativa urgencia de un llamado a la acción y la solidaridad, enarbolando la bandera resistente de la lucha antifascista, leída casi setenta años después, la admiración que provoca no deja de asentar en su fondo un inevitable poso melancólico. Melancolía (y admiración) provocadas por unas formas que parecen casi irrecuperables: el modo en que el discurso político se desprende con naturalidad de su movimiento narrativo; la habilidad de afrontar sin ambigüedades, con hiriente inmediatez testimonial pero sin asomos de panfleto, un asunto tan proclive, más en el momento de su escritura, al sectarismo de la soflama o la limpieza con que racionalidad y emoción se imbrican en una mirada capaz de apelar sin recovecos irónicos a un resto de esperanza. Esa aleación de lúcido humanismo y combativa conciencia política, que ha sido prácticamente desterrada del escenario contemporáneo por lo que podríamos llamar el nihilismo posmoderno, hace doblemente agradecida y reveladora la lectura de una novela como esta.
La línea narrativa que sostiene la base de su entramado jamás decae en su tensión: la crónica de la fuga y persecución de siete evadidos del campo de concentración de Westhofen a finales del año 37, focalizada en uno de ellos, el militante comunista Georg Heisler. A medida que los demás compañeros van siendo apresados, todas las esperanzas de abrir un hueco en la trama de terror que el régimen nazi había impuesto sobre la sociedad alemana se concentrarán en su figura. A diferencia de otras novelas de huida y persecución (y se me ocurre en estos momentos un título tan atractivo como Animal acorralado de Geoffrey Household, de la cual hizo una versión fílmica Fritz Lang en 1941), en que la acción se centra casi exclusivamente en las circunstancias inmediatas de la fuga y en la épica individual que enfrenta al sujeto inerme ante un poder tentacular, el relato de Anna Seghers abre el foco y multiplica las perspectivas para ofrecernos el retrato coral, amplio y penetrante, de una comunidad en que el totalitarismo se despliega invasivo por todos sus rincones mediante la coacción, la brutalidad o el soborno, pero también gracias a la creciente complicidad de sus habitantes.
En ese medio tan enrarecido, que pareciera impermeable a toda manifestación ajena al poder, la autora ilumina los nódulos y espacios de resistencia que todavía se mantienen en pie, una red capilar que subtiende los dispersos puntos focales y que trazará una ruta secreta que permitirá la evasión del perseguido y la persistencia de la lucha. En ese itinerario invisible y subterráneo de la esperanza no sólo participarán los compañeros del partido sino también personas de la calle, no militantes (un médico judío, un joven aprendiz, una modista, un amigo de la infancia, etc.), cuya conciencia –esta es una novela, también, sobre tomas de conciencia, expresión que hoy nos suena antigua- no les permitirá, a pesar del miedo, el desistimiento ante la injusticia.
Relacionado con este tema, hay un aspecto que se hace evidente desde el título mismo y es el de su simbología cristiana o, para ser más precisos, la utilización que se hace de símbolos y figuras del cristianismo en una operación de traslación semántica e ideológica de la esfera religiosa a la política. Detengámonos unos momentos: el título alude a las siete cruces que el comandante del campo del concentración ha ordenado levantar en el recinto para clavar a los fugitivos y la séptima, la que permanecerá vacante, simbolizará con su vacío, al igual que el del sepulcro de Jesucristo, la fe en la victoria sobre el poder de la muerte, aquí sobre el terror nazi. Pero las concomitancias se multiplican en el texto, permitiendo una interpretación de la militancia comunista clandestina (aunque el nombre del partido no se menciona, tal vez por no querer reducir el alcance de la novela o por su carácter de impronunciable, de indecible, bajo el nazismo) a la luz de la persecución del cristianismo primitivo. De hecho, es muy similar el nacimiento de la conciencia militante y el de la vocación religiosa. Como le dice Georg a su amigo Paul, su militancia derivó de "algo más fuerte que todo lo demás". ¿No vemos aquí la intervención de una fuerza, de una gracia o llamada irresistible que sobreviene y nos interpela, antes que un producto de la reflexión racional y deliberativa del sujeto?
Es muy reveladora de estos paralelismos la escena que se desarrolla en la catedral de Maguncia, en la que el Georg Heisler permanecerá escondido una noche entera. En un principio se nos presenta como un simple lugar de acogida que le permitirá refugiarse y descansar, sin descubrir su carácter hasta la aparición del sacristán:
Mas pensó de pronto que en un edificio tan grande no faltarían sillas donde sentarse. [...] Se dejó caer en el extremo de un banco. “Aquí puedo descansar.” Lanzó una ojeada a su alrededor. Nunca se había visto tan pequeño bajo el ancho cielo. [...] pero lo más sorprendente de todo fue que se olvidó por un momento de sí mismo.

Una vez que ha logrado escapar a la vigilancia del sacristán y quedarse solo, se enfrentará a las figuras sombrías y amenazantes que pueblan el ámbito que le rodea, representantes de un poder similar al que le persigue:
A cinco metros de distancia, desde la columna, le fulminó la mirada de un hombre que se recostaba con báculo y mitra en la losa sepulcral. [...] Atravesó la nave lateral bajo la mirada de seis archicancilleres del Sacro Imperio, con una mano rajada como un perro que se ha lastimado la pata.

Sin embargo, frente a la pesantez muerta y ominosa de la piedra, frente a la gelidez del espacio catedralicio (“Un mundo gélido, como si nunca lo hubiera tocado una mano humana ni un pensamiento humano. Como si estuviera atrapado en un glaciar”), se despliega una luz cuyas traslúcidas y vivas imágenes relatan una historia original distinta a la genealogía mitrada del poder eclesial:
Por la nave lateral corría el reflejo de una vidriera [...]: un enorme tapiz multicolor desplegado de pronto en la oscuridad, extendido cada noche y para nadie por las losas de la catedral vacía [...] Aquella luz exterior, que sirvió quizá para tranquilizar a un niño enfermo o para despedir a una persona, despertó también, mientras siguió brillando, todas las imágenes de la vida. “Sí –pensó Georg-, esos deben ser la pareja expulsada del paraíso. Y eso, las cabezas de las vacas que miran el pesebre donde yace el niño que no halló otro refugio. Y eso, la cena del Señor, cuando sabía que iba a ser traicionado. Y eso, el soldado que le traspasó con la lanza cuando ya pendía de la cruz”. [...] No solo lo que otros sufren en el presente puede consolar, sino también lo que sufrieron en el pasado.

Es la identidad en el sufrimiento y la persecución lo que Seghers pone de relieve. Despojado de su lectura trascendente, el relato crístico aparece como una matriz cultural y simbólica del extrañamiento y la soledad del sujeto, pero también de ese fuste insobornable, de esa sustancia íntima de que están hechas todas las resistencias frente al poder:
Todos sentimos hasta qué punto, qué atrozmente, pueden penetrar los poderes externos en el hombre, en su ser más íntimo; pero sentimos también algo que había en la intimidad que era inaccesible e invulnerable.

domingo, 8 de marzo de 2009

"Tránsito" de Anna Seghers



Ya en el primer párrafo de esta excelente novela se nos instala abruptamente en el clima de atroz insensatez moral y política en el que habremos de internarnos (los lectores acompañando en su desolado tránsito a los desamparados personajes) a lo largo de sus páginas. Allí se menciona a esos barcos que se prefirió dejar arder en alta mar antes de permitirles echar el ancla sólo porque los documentos de los pasajeros habían expirado un día antes, suceso que nos golpea con la lógica diamantina e inabordable de una despiadada y demente burocracia. De esa lógica impenetrable y circular, de sus vericuetos sinuosos e inverosímiles, de su realidad incontestable, nos habla, entre otras cosas, Tránsito de la escritora alemana Anna Seghers (1900-1983), relato que recoge sus propios esfuerzos (por fortuna, exitosos) en Marsella en el año 1940 para tratar de romper ese muro de papeles, visados y firmas que se interponía entre su familia y la necesidad perentoria de huir de una Francia ocupada o colaboracionista, ya decididamente inhabitable para una autora comunista y de significado pasado antifascista.

El título alude precisamente a uno de los certificados que se le exigen al refugiado para abandonar el país (el tránsito por los países que se atravesarán en la huida), aunque el término irradia una carga semántica que enriquece con sus significados el alcance de la novela. Sirve, en primer lugar, para definir el estado de indeterminación legal de esos refugiados que, arrebatados de su suelo natal, se aferran a la esperanza que puede reportarles un barco como único medio de huida de una Europa transformada en campo de batalla o de concentración. Pero el narrador, un refugiado alemán fugado de un campo nazi, no tiene dudas sobre su índole de almas en pena que tratan de ocultar su condición y hacerse los vivos con sus planes, sellos y visados. El tránsito se revela así, no como el paso entre un punto de llegada y otro de destino, ni siquiera como una circunstancia jurídica, sino como una situación existencial definida por la espera e identificada expresamente con el infierno en una parábola de inequívoco aroma kafkiano:

Quizá conozca usted el cuento del muerto. Esperó toda una eternidad ver qué había decidido el Señor sobre él. Esperó y esperó, un año, diez años, cien años. Luego, imploró su sentencia. Ya no podía soportar la espera. Le respondieron: “¿Qué estás esperando? Hace mucho que estás en el infierno”. Porque eso era: una estúpida espera de la nada.

En última instancia, sin embargo, tránsito hace referencia al proceso de evolución de la conciencia del narrador: del individualismo desarraigado del principio, de su “vacío” que atraviesa incólume la corriente de aquellos con los que comparte, siquiera fugazmente, un mismo destino, a una trascendencia social que, alejada de toda aspiración de carácter religioso, supone la apertura a un horizonte de pertenencia colectiva sustentada en la solidaridad.

Antes de culminar ese proceso el narrador se convertirá en el inesperado legatario del testamento literario de un escritor suicida, en el usurpador de su identidad legal ante las diferentes autoridades consulares y en su rival por el amor de su viuda que, desconocedora de la muerte del marido, será la protagonista de una trama pasional de cuyas cenizas emergerá esa nueva conciencia social. De hecho, solo a través de la narración hiriente y sombría de ese fracaso amoroso podrá el narrador cerrar esa herida, pues, como él mismo dice a propósito de otro relato, únicamente “lo que se cuenta termina”.

Pero detengámonos un momento en la figura del escritor muerto Weidel (de su fantasma) y en su relación con el narrador. Es este, de hecho, el único que llegará a conocer su suicidio en París ante la inminente llegada de las tropas alemanas (cuyas circunstancias trasuntan las de Ernst Weiss, amigo de Anna Seghers y novelista alemán, autor de Testigo ocular), convirtiéndose en el depositario del maletín que contiene su última novela inacabada y la carta de despedida de su mujer. La lectura de la primera supone un reencuentro con esas “palabras de la tribu” prostituidas por el lenguaje del poder y, por lo tanto, un primer anclaje para su sensibilidad desenraizada:

A medida que leía, línea tras línea, sentía que esa era mi lengua, mi lengua materna, que me sentaba como la leche a un bebé. No chirriaba ni crujía como la lengua que salía de las gargantas de los nazis en órdenes criminales, en repugnantes protestas de obediencia, en nauseabundas fanfarronadas; era seria y tranquila. Era como volver estar a solas con los míos.

Una vez en Marsella conocerá y se enamorará de la esposa de Weidel, Marie, silueta vulnerable de contornos trágicos, cuyo destino, desde que la descubre en su ronda desesperada en busca del marido (a cuya muerte -que, recordemos, ella desconoce- contribuyó inadvertidamente con su rechazo a continuar con él) hasta que la abandona en un barco de refugiados rumbo a Martinica, se hila al trasluz desesperado de tantas otras personas, sombras como ella, lastradas por un equipaje irredento de culpa y abandonos, aferradas a una última posibilidad de recuperar su humillada dignidad o, sencillamente, un lugar entre los vivos. Se dibuja de este modo una sutil geometría amorosa, uno de cuyos vértices es la figura de un fantasma a cuya gravitación terminará por ser arrastrada la mujer. Antes de esa derrota ante su esposa, el narrador había tenido la oportunidad, al serle denegado el tránsito por España por culpa del testimonio escrito que Weidel había hecho de un episodio de la barbarie franquista, de ser testigo del poder de las palabras del escritor y de su perduración en la memoria de la lucha antifascista:

Aún quedaba algo lo suficientemente vivo, lo suficientemente temido, como para que se le cierren las puertas, como para que se le cierren países. [...] Me imaginé un fantasmagórico recorrido: de noche, por el país que nunca en mi vida había pisado. Y por donde él pasaba se agitaban sombras en los campos, en los pueblos, en el pavimento de carreteras desconocidas. Muertos mal enterrados, que se agitan un poco ante su paso porque al menos hizo algo por ellos. Sólo un poco, unas cuantas líneas provocadas por la necesidad [...].

No es esta la menor de las enseñanzas de una novela cuya sabiduría narrativa (en el modo en que sus dos tramas, la amorosa y la política, se contrapesan y necesitan mutuamente, en la forma de enriquecer su composición realista con las sombras –en el sentido pictórico del término- del mito y la parábola o en la capacidad de restituirnos con trazos restallantes el dolor, al tiempo individual y compartido, de tantas almas en pena) nos emplaza a reconocer, en vibrante épica de resistencia popular, nuestra inserción en un destino común, atemporal, basso ostinato de la historia que ha sobrevivido y sobrevivirá a la destrucción y ferocidad de todas las hordas armadas:

El chico de los periódicos, las mujeres de los pescadores en la Belsunce, las tenderas que abrían sus tiendas, los obreros camino del primer turno, todos ellos formaban parte de la muchedumbre de los que nunca se van, pase lo que pase. La idea de marcharse se les ocurre tan poco como a un árbol o un matojo de hierba. Y aunque se les ocurriera, no hay billetes para ellos. Las guerras han pasado sobre ellos, y los incendios y la venganza de los poderosos. ¡Qué habría sido de mí, el refugiado, en todas esas ciudades, si ellos no se hubieran quedado! Para mí, el huérfano, ellos eran padres y madres, para mí, sin hermanos, hermanos y hermanas.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El corrector

Sobre la última novela de Ricardo Menéndez Salmón ha escrito un extenso y recomendable comentario mi compañero Ismael Piñera. Perspicazmente se detiene a considerar las consecuencias del pasaje de la omnisciencia atronadora de novelas anteriores a la óptica subjetiva presente en esta, así como la valentía de una mirada que no se arredra en abordar sin censura ni pudores, con una voluntad analítica que en ocasiones parece querer despojarse de toda sofisticación, un suceso (el 11-M) sobre el que desde hace más de cuatro años se han elaborado miles de discursos. Coincido con estas y otras apreciaciones de Ismael, pero me temo que no soy tan generoso como él en cuanto a la valoración última del relato.

Lo cierto es que a lo largo de su lectura me vino a la cabeza varias veces un demoledor artículo que hace ya algunos años escribió el gran Santiago Alba sobre la curiosa y reaccionaria figura de Gabriel Albiac. Salvando todas las distancias que es necesario salvar (y que son muchas, todas a favor de Menéndez Salmón: las ideológicas y las de la calidad literaria) y al margen de otras consideraciones en las que se internaba y que aquí no son en absoluto pertinentes, Santiago Alba desarrollaba una lúcida teoría sobre el estilo literario que no deja de ser oportuna para enjuiciar el “alto voltaje estilístico” (en sintagma de un reseñista de la obra) que ostenta la novela. Entresaco el grueso de la reflexión:

[...]estilo, como nos recuerda Barrett, es siempre un "egoísmo". Pertenece al espacio privado, a ese atadillo de gestos personales, siempre un poco obscenos, que las convenciones, la buena educación y el respeto de uno mismo nos imponen ocultar. Uno tiene un estilo como tiene un lobanillo -y una forma de rascárselo. Tenemos siempre un estilo propio para lavarnos los dientes, para quitarnos la ropa, para comernos el pescado, para hacer de vientre, para enjabonarnos, para meternos en la cama. [...] Todo ahí es tan privado, tan particular, tan propio, que te quedas atrapado en cada una de las frases, atontado por un tufo íntimo e inconfundible.[...] Por eso resulta tan fatigoso, tan empalagoso, leerlo.

He despojado la cita de las expresiones más hirientes porque, aparte de no venir al caso ni ser aplicables al novelista asturiano, me interesa sobre todo el fondo del asunto: el estilo como una pantalla o coraza que aísla narcisistamente de la realidad, el estilo como una sustancia algo viscosa e íntima que obscenamente se exhibe, el estilo como un pedestal o columna (στῦλος) desde la que proclamar, arengar y pontificar. He de reconocer que más de una vez imaginé al corrector de la novela (con los rasgos de Menéndez Salmón, claro está) encaramado en alguna plataforma (caja de cerveza o peana, tanto da) pregonando sus filias y sus fobias (con las que puedo estar plenamente de acuerdo, pero no se trata aquí de discutir la cercanía o lejanía ideológica).

La fatiga de ese estilo rezumante proviene de la monótona implacabilidad del ritmo ternario de sus periodos (“la sucia realidad era aquel boquete aterrador[... ] aquella mujer[...] aquel pandemonio”, “cómo maltrataron el lenguaje, cómo engañaron a sus usuarios, cómo sentenciaron a muerte” “¿Admiré un rubor especial[...] una particular nobleza[...] una vergüenza contenida?”, etc.), del énfasis apodíctico con que el discurso nos golpea impiadosamente (“Nadie, desde que existen ágoras, ha mentido tanto como los políticos [...] nadie, como el político, ha pervertido tanto el sentido de las palabras, de todas las palabras”, “es uno de esos raros ejemplos de obra humana destinada a perdurar cuando todos nosotros, sus lectores, nos hallamos [sic: se ve que el corrector de El corrector se quedó un poco dormido, y perdón por el chiste fácil] extinguido”, etc.) o del talante un tanto ampuloso de las imágenes (“me sentía como un príncipe en un exilio dorado que huele a rosas de Colonia”, “somos poco, muy poco, un hilo entre dos tinieblas”). Y es bastante paradójico que tal alarde estilístico concluya con la consagración de un “pequeño gesto” frente a “todas las grandes, bellas, inútiles palabras” (la inutilidad del arte frente a la vida es unos de sus temas esenciales), pero también en ese final le traiciona la retórica, el énfasis algo trivial... y la inevitable trinidad adjetiva.

No quisiera terminar sin matizar un poco un juicio que hasta aquí parece absolutamente derogatorio. Pasajes de un lirismo justo y medido, escenas donde un agradecible humor se adueña de la situación (sobre todo aquellas en que intervienen los padres) o reflexiones de una agudeza incontestable también comparecen en el transcurso de la nouvelle, pero en mi opinión empastados en un discurso que adolece de esa irreprimible tendencia escénica, exhibicionista, que he tratado de describir.

martes, 3 de marzo de 2009

"Elegía para un americano" de Siri Hustvedt



En un párrafo de obertura que es casi una declaración de intenciones, el narrador da así inicio al relato:
Mi hermana decía que fue “la época de los secretos”, pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que lo importante de aquellos años no era lo que había sino lo que faltaba. En una ocasión una de mis pacientes dijo: “Tengo fantasmas que deambulan dentro de mí, pero no siempre hablan. A veces no tienen nada que decir.” Sarah solí entrecerrar los ojos o mantenerlos casi siempre cerrados porque temía que la luz la cegara. Creo que todos llevamos fantasmas dentro y que es preferible que hablen a que no lo hagan. Una vez muerto mi padre, ya no pude volver a conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi mente. No dejaba de verlo en sueños ni de oír sus palabras. Sin embargo, lo que habría de mantenerme ocupado durante un largo periodo de mi vida fue lo que nunca nos dijo, lo que nunca nos contó. Al final resultó que él no era la única persona que guardaba secretos.

Se fijan de este modo, en un tono cuya transparencia expositiva no excluye el difuminado ni el enigma, las coordenadas temáticas por las que habrá de transitar el resto de la novela: la gestión íntima del necesario duelo por la muerte del padre, las deudas y culpas a que nos condena la desaparición de los seres queridos, los secretos que todos guardamos y que definen nuestras relaciones con los demás, la soledad en que nos encastillamos, los fantasmas que nos habitan y cuyo murmullo a veces nos ahoga, las zonas de silencio, traumáticas, a las que hemos de dar voz... Que la autora haya elegido a un psicoanalista como narrador es algo que, a la vista de semejante empeño discursivo, parece desprenderse de forma casi natural. Este personaje (Erik Davidsen) se sitúa en una posición de privilegiada centralidad con respecto a las tres tramas principales: la que le afecta en relación a la muerte de su padre y su condición de custodio de su legado memorialístico, la que concierne a su hermana Inga (escritora y ensayista) con respecto a su marido, el novelista de culto Max Blastein, muerto años atrás, y a la hija de aquella, Sonia, testigo cercano del atentado de las Torres Gemelas y, por último, la centrada en sus inquilinas, una joven negra de origen jamaicano (Miranda) por la que se siente atraído y su hija pequeña Eggy, asediadas por el padre de esta última, un fotógrafo de nombre Jeffrey Lane. Además, a lo largo de la narración se van insertando fragmentos de diversas historias clínicas de pacientes suyos que establecen paralelismos y rimas significativas con las tramas anteriores.
En todos los personajes se esconden secretos voluntarios e involuntarios, espacios a resguardo de las miradas ajenas y áreas psíquicas asoladas -rodeadas de un silencio tenso y vibrante como una alambrada- que traumas públicos y privados han excavado en las conciencias heridas. Hay un trasfondo lancinante de dolor, devastaciones e incendios reales y metafóricos que desde la caída de las Torres Gemelas hasta las experiencias terribles de la Segunda Guerra Mundial, pasando por la Gran Depresión o la muerte inasimilable de los seres queridos, acechan y condicionan la fragilidad de unos personajes que parecen, en muchas ocasiones, incapaces de soportar el peso de la angustia. De ahí la relevancia narrativa y reflexiva que cobra la expresión de los sueños, pues solo ellos pueden otorgar cauce enunciativo a tanto dolor enmudecido.
En este sentido, la propuesta de Hustvedt es tan clara como ambiciosa: el novelista es aquel que ha de enfrentarse con el/los silencio/s (el de la impotencia y de la afasia traumáticas) para nombrarlo(s) y articularlo(s) discursivamente en un entramado narrativo y simbólico, en un relato coherente que dé cuenta de la realidad sin mutilaciones ni distorsiones. La equivalencia con la práctica analítica se manifiesta tanto en el contenido (el material inestable e incandescente que late bajo la superficie de las conciencias) como en las herramientas (la palabra y el discurso narrativo) y su objetivo terapéutico final (dar voz al silencio, integrar el magma de lo real traumático en el régimen simbólico o, en palabras de Hans Loewald citadas en la novela, "transformar los fantasmas en antepasados").
Pero si significativo es que el narrador sea un analista, no lo es menos que su hermana Inga haya escrito un libro en el que analiza la fraudulenta elaboración social de una serie de ficciones y narrativas heroicas para enfrentarse al horror del magno atentado neoyorquino. El peligro de caer en las manipulaciones patrióticas se convirtió, inmediatamente después de los primeros momentos de desvalido estupor, en una temible realidad que condujo por rutas consabidas a la iniquidad de la invasión de Irak: la reproducción del horror y del sufrimiento a escala aún mayor. Estado Unidos transformó así, lo mismo que alguna de las pacientes de Erik, en agresividad ciega y obtusa la herida que se le había infligido, tras haber asumido sin matices un discurso puramente vengativo y demonizador del otro. El riesgo de la distorsión y del aislamiento vindicativo y narcisista amenaza, pues, a las narrativas públicas y privadas, a las construcciones de la identidad social o íntima que se creen en posesión de una verdad última e incontestable. Frente a ella se erige un saber crítico y antidogmático, que construye su verdad en la interrogación y la escucha incesantes del otro, sometida permanentemente a provisionalidad, ajustes y dudas, alejada por igual del cientifismo y del prejuicio. Un saber, por tanto, dialógico y una verdad negociada que encuentran su más (in)confortable acomodo en las prácticas coincidentes del psicoanálisis y de la novela.
Es esta lucidez la que, en definitiva, conduce a una clarividente refutación de todo monolitismo de la conciencia:
A menudo he pensado que ninguno de nosotros somos quienes creemos ser, que cada uno concilia la terrible extrañeza que nos produce nuestra vida interior con todo tipo de mentiras que puedan convenirnos. No es que quisiera engañarme a mí mismo, pero comprendí que, bajo la persona que creía ser, había otra que vagaba por un mundo paralelo, un mundo del que Miranda me había hablado, por unas calles y entre unos edificios que no reconocía.

Y en un grand finale sinfónico que retrotrae a la epifánica conclusión de Los muertos (si bien la simultaneidad lírica y melancólica del final joyceano es sustituida aquí por una ronda vertiginosa en que son convocados para su despedida personajes, instantes y situaciones), la contemplación de la caída de la nieve convierte a la conciencia del narrador en una bóveda vibrante de ecos y reflejos, un teatro donde se difuminan las fronteras de lo interior y lo exterior y donde presente y pasado, presencias y ausencias, vivos y muertos, se reúnen en una totalidad efímera e instantánea, reencarnada (“no después de la muerte, sino aquí, mientras estamos vivos”), al fin absuelta de culpa y liberada de angustia.