lunes, 29 de marzo de 2010

"El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan" de Patricio Pron



En la entrada que escribí hace unos meses sobre El comienzo de la primavera decía que Patricio Pron concebía “la Historia […] como el territorio de un horror cuya emergencia puede irrumpir en el presente inopinada y brutalmente”. En la misma estela discursiva, varios relatos de este volumen que ahora comentamos parecen constituirse en variaciones sobre la forma que el presente tiene de negociar, encarar, renegar o ser absorbido por la imantación obsesiva de ese horror que en Alemania (el paisaje omnipresente de los cuentos) tiene el nombre preciso e ineludible de nazismo, pero que en otras partes adopta otros nombres y uniformes. La muerte (la muerte masiva e industrial del lager, la fabricación en serie de cadáveres) no es únicamente “un maestro de Alemania”, sino un trauma presente en las sociedades cuyo pasado totalitario (encarnado en el gulag, las desapariciones argentinas o las cunetas españolas sembradas de cadáveres anónimos) retorna como herida no cicatrizada en unos regímenes democráticos incapaces de dar una respuesta adecuada a las demandas de esos muertos todavía presentes.
La muerte como núcleo íntimo (o propiamente éxtimo, como se diría en dialecto lacaniano, aquello que es íntimo y ajeno al mismo tiempo) del sujeto –y de la realidad simbólica en la que se inscribe- se apunta en la cita de Rilke que encabeza el libro: “No somos más que un cáliz y una hoja. / Cada uno lleva dentro de sí la Muerte. / Es el fruto alrededor del cual todo gira.” Pero Rilke diferenciaba entre la muerte propia e impropia: la primera era la muerte que se preparaba, que se daba en sazón como un fruto maduro de la propia vida y dentro de un contexto que le daba un sentido de acabamiento en la doble acepción de término y culminación, mientras que la segunda es la que corresponde a los hombres perdidos en las grandes ciudades y en una modernidad incapaz de proveer de sentido a la vida y, en consecuencia, a la propia muerte (que, por ello mismo, deja de ser propia). La impugnación rilkeana tiene un evidente cariz conservador y tradicionalista, pero posee la virtud de señalar como uno de los rasgos constitutivos de la modernidad su impotencia para encontrarle a la muerte su lugar adecuado. Ya dijo Žižek que si hay un fenómeno que merezca llamarse fantasma fundamental de la cultura de masas contemporánea es el del retorno del muerto viviente. Y, siguiendo con el esloveno, si un muerto regresa es porque no ha sido enterrado adecuadamente. De fantasmas que vuelven o que nunca se han ido y de la (no)memoria del horror tratan estos relatos. Pero también, entre otras cosas, del exilio y del (no)lugar del escritor en la sociedad de masas contemporánea (o del escritor como muerto viviente en tiempos que se quieren poshistóricos).
Las ideas, relato inaugural de potente pegada, define ya la manera oblicua que tiene Pron de abordar la materia y la ambigüedad radical de una mirada que se resiste a ser ubicada en los encuadramientos discursivos habituales. Los hechos transcurren en un pueblo de la “así llamada” República democrática de Alemania, estado dedicado a “la administración de las ruinas […] desde su creación hasta su derrumbe”: la desaparición del niño Peter Möhlendorf o “Peter el negro” suscita la búsqueda del padre y los vecinos, cuyas pesquisas se centrarán en el bosque de las afueras, “oscuro y denso, la clase de bosque que inspira cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen y veneran”. A esta desaparición siguen otras de niños de la localidad y todas ellas, así como su posterior regreso, restan inexplicables, representación misma de lo incomprensible: en un momento dado, el narrador observa en la distancia a Peter y, aunque no puede ver su rostro, cree recordar “que sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada”. Esta opacidad interpretativa hay que ponerla en relación con las palabras que, justo antes de la aparición de Peter, le dice al narrador su hijo: “todos los hijos, imaginarios o no, eran sólo una idea de los padres y, como las ideas, podían olvidarse o ser dejadas de lado cuando otra idea mejor llegaba”. El emboscamiento de los hijos, su resistencia a convertirse en "una idea de los padres", implica una brecha en la cadena de transmisión simbólica paterno-filial, pero también puede ser leído en clave metatextual como la rebeldía del propio discurso aquí propuesto a ser integrado en una determinada genealogía literaria y la ruptura generacional que pretende representar. No es menos cierto, sin embargo, que sirve igualmente para refractar el derrumbe de un régimen que encarnaba una idea ya olvidada de redención histórica sobre el trasfondo ominoso de un horror incancelable. Esta triple lectura que el texto permite puede servir de modelo hermenéutico aplicable al resto de relatos: capas de significados en torno a una fisura central, una suspensión del sentido (“su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada”) que pone en movimiento un mecanismo interpretativo sujeto a la incertidumbre y a una apertura permanentemente irresuelta.
En Un cuervo sobre la nieve, la proliferación de cuervos en el espacio urbano y el trastorno obsesivo que induce en el narrador (uno de los muchos trasterrados, exiliados o desplazados que pueblan estas páginas, trasuntos de la experiencia del autor) vienen a funcionar como síntomas de un trauma ocluido al que el sujeto deniega un cauce de expresión: incapaz de imaginar que su cuerpo pueda albergar vísceras, “imaginaba que tenía solo carne, carne por todas partes y en algún sitio un órgano que era el órgano de la memoria , y, agregó, si pudiese quitárselo, si hubiese una operación que apartase de un paciente su memoria pero no para destruirla sino para conservarla como recuerdo y enseñanza para otros, él se entregaría gustoso a ella”. En el cuento termina por cumplirse un cierto tránsito que va de los cuervos reales a su metaforización final (“Ella entrecerró los ojos sin dejar de mirarlo y apoyó su mano sobre la de él, como un cuervo que, tras un corto vuelo, se dejase caer sobre la nieve”), pero ello solo es posible tras la apertura de un espacio interior donde acomodar los fantasmas con que carga el sujeto. La necesidad de ese espacio se pone de manifiesto en el relato de la compañera de piso del amigo, en el cual, durante el rito funerario mágico, un muerto vuelve a buscar la ayuda de la esposa (la propia narradora) para encontrar la paz en el otro mundo; más tarde, preguntado por la naturaleza de ese otro mundo, responderá: “Si miras al pescado no puedes imaginar que tenga espinas, pero si lo abres comprendes que sin las espinas no podría sostener su carne reunida; así es el otro mundo”. ¿Qué es el otro mundo sino la “otra escena”, ese espacio excedente, fantasmático, de la ficción que permite articular el trauma y evitar la caída psicótica en lo real?
En Una de las últimas cosas que me dijo mi padre la memoria de la guerra retorna a través de la cicatriz que el progenitor se acaricia una y otra vez. La alternativa a esa circularidad obsesiva de la culpa es aquí el presente vacío y lobotomizado de la narcolepsia televisiva y la desmemoria radical inducida por el alzhéimer. Dice el padre: “Un tiempo más y seré como una especie de planta […]. ¿Y sabes qué? Me gustará porque borrará la mierda con la que he tenido que vivir todos estos años”. En Dos huérfanos la conciencia de vivir en un país que ha dado la espalda con indiferencia al horror que lo habitó (y al que él se aferra metonímicamente a través de una escena de la que fue testigo durante uno de los bombardeos sobre Dresde: la agonía de un perro acribillado por un oficial nazi) lleva al protagonista al otro extremo del mundo, a la provincia argentina de Santa Fe. Sin embargo, la estructura circular del relato certifica la imposibilidad del olvido de ese país que ya no es el suyo y sella la implacabilidad de su destino alemán.
Otro grupo de cuentos tematizan el hecho literario y la posición del escritor en el campo literario. A pesar de ser a mi juicio uno de los relatos menos convincentes, Contribución breve a un diccionario del expresionismo parece apuntar reveladoramente a un desplazamiento de coordenadas literarias. La entrada inicial del poeta Balduin Bählamm, un personaje ficticio elaborado a partir de una figura creada por el poeta y humorista alemán Wilhelm Busch (Balduin Bählamm, der verhinderte Dichter, es decir, el poeta frustrado), ejecuta una versión del Menard borgiano a la sombra de Bolaño, tal vez la presencia tutelar más notoria del libro. La obsesión de Bählamm por escribir el Fausto de Goethe, aunque lo aleja de la camarilla expresionista, lo lanza “al fondo del abismo de la literatura, que es el abismo al que ningún escritor respetable se ha asomado nunca y que los expresionistas quizá intuyeron y tal vez desearon y en el que se precipitaron sin remedio”. Los versos que dejó tras su muerte en la Primera Guerra Mundial, el matadero de tantos expresionistas, aun siendo iguales a los de Goethe, son mucho más valiosos porque “surgen de la imposibilidad y de la desesperación, que son el punto de partida de todo escritor verdadero y el sitio hacia el que muchos irrevocablemente se dirigen”.
Es el realismo articula, a través de las trayectorias divergentes de sus protagonistas, una devastadora ironía sobre el mundo literario en su más obscena materialidad de favores y adulaciones. Si el novelista consagrado y exitoso es el perfecto ejemplar de arribista cuya carrera ascendente revela los entresijos clientelistas mediante los cuales se forja una reputación literaria, el escritor P. inicia en el exilio una suerte de itinerario inverso de despojamiento que lo conduce al alejamiento y al silencio, no como derrota sino como liberación. En la escena final P. abandona al novelista en el museo del Louvre (“no tiene que mirar los museos con criterios estéticos; los museos son solo el pasado”) y “se siente, por una vez, atravesado por la manifestación de una vida que no puede ser descrita con palabras, sobre la que nada se puede escribir realmente, y que le arrastra con ella hacia la salida”. Feroz sátira del tribalismo de la institución literaria, hay en este relato no tanto –o no sólo- una despedida, como el apunte de un posible (anti)manifiesto programático sobre el lugar extraterritorial de una escritura que se arriesgue a hablar a partir de ese silencio.