sábado, 28 de agosto de 2010

Infancia y agonía de la señora Bracey

“Al final de aquella serie de recuerdos, aparecía la imagen de una Nochebuena, en la que ella, una niña pequeña, se encontraba en una tienda en penumbra con la intención de comprar una camisa incandescente para el gas. La tienda olía a parafina, a madera alquitranada para quemar y a velas. De repente, mientras hacía girar la moneda entre sus dedos, la invadió una sensación de completa felicidad, una felicidad tan intensa que ni siquiera el día de Navidad podía superar, porque era una dicha perfecta. «Duró toda una vida», pensó. «Cuando pienso en la infancia, pienso en mí, en aquella tarde, en aquella tienda, mientras anochecía rápidamente y un chorro de gas, como la cola de un pez o una flor -un lirio- oscilaba y siseaba en lo alto. Ha durado toda la vida, pero ya no puede durar más. Cuando yo muera, morirá también, y entonces será como si nunca hubiera sucedido.»

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Sabía que nadie podía llegar hasta ella y en ese convencimiento residía toda su impotencia y su terror. Iba deslizándose lejos del alcance de los demás, hacia la total oscuridad, tal como su marido otrora se apartara de ella. Aunque estrechó las manos de su marido con fuerza, los lazos se aflojaron y se alejó de ella y de su vida. «Para reunirse con Nuestro Señor», pensó ella entonces; pero su sentimiento religioso había sido siempre una cuestión de palabras, de frases pegadizas, y ahora no tenía fuerzas para pronunciar una palabra o construir una frase consoladora. Sólo le quedaba aquella extraña sensación de estar flotando, mientras su mano era sólo algo que la gente cogía y tocaba para intentar confortarla. Pero hicieran lo que hiciesen, no podían penetrar en el pequeño núcleo de temor que en aquel momento constituía su única realidad. Todo lo demás había desaparecido: su infancia, su vida de casada, los triunfos de los nacimientos, las penas de la muerte, el bien, el mal, la ambición, el amor; no quedaba más que el pequeño punto de temor en el cuerpo amorfo que flotaba en la cama, sin peso, sin dolor, sin anclaje.

Empezó a respirar por la boca rápidamente y Bertram, al verlo, movió despacio la cabeza mirando a Maisie, se levantó y empezó a caminar por la habitación. Iris se sentó en el borde de una silla, con una mano sobre la boca y los ojos muy abiertos.

En el exterior, los turistas pasaban por la acera y, cuando algunos empezaron a cantar, Maisie se dirigió hacia la ventana y la cerró, considerando que ya no era necesario seguir la indicación del doctor Cazabon. A partir de aquel momento, sólo se oyó el sonido de la respiración de la señora Bracey, áspera e irregular, junto con el suave crujido de las tablas del suelo mientras Bertram caminaba de un lado a otro.”

Elizabeth Taylor

Una vista del puerto