sábado, 27 de noviembre de 2010

En torno a "Blanco nocturno" de Ricardo Piglia



Como de esta espléndida novela se ha escrito bastante (y más que se escribirá), propongo aquí un breve merodeo en torno a algunos ángulos de reflexión que me parecen poco explorados hasta ahora, por lo menos por las catas un tanto atropelladas que he hecho en esa Cosa inmensurable que llamamos internet.



(1. ¿Pato o conejo?)
Hacia la mitad de la novela el comisario Croce, uno de sus personajes centrales, enuncia con limpieza y espíritu juguetón lo que podríamos considerar una clave epistemológica fundamental. Partiendo del dibujo de una de esas ilusiones ópticas en el que pueden reconocerse tanto un pato como un conejo, se formula esa especie de platonismo gnoseológico que sostiene teóricamente el argumento policial de la novela (en cuyo disparadero está el asesinato de Tony Durán, el forastero portorriqueño que agita con su llegada las enrarecidas aguas de la comunidad provinciana de la Pampa argentina en la que transcurre la novela):
Todo es según lo que sabemos antes de ver. […] Vemos las cosas según las interpretamos. Lo llamamos previsión: saber de antemano, estar prevenidos. […] Hay que tener una base y luego hay que inferir y deducir. Entonces -concluyó- uno ve lo que sabe y no puede ver si no sabe… […] Comprender -dijo cuando salió de ahí- no es descubrir hechos, ni extraer inferencias lógicas, ni menos todavía construir teorías, es sólo adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad. (p. 43)
(2. La política de la verdad)
De esa deriva narrativa en la que se hace depender la comprensión de la elección del punto de vista, podríamos hacer una lectura “liberal” y posmoderna que consagraría un relativismo epistemológico, una equivalencia axiológica de los diversos enunciados que pueden afirmarse sobre una situación. Creo, sin embargo, que lo que aquí se explicita es una denegación del positivismo del saber convencional, de la lógica de la inducción y deducción, en favor del carácter performativo de la verdad, dependiente en último término de una decisión no razonada, abismal, del sujeto involucrado. La verdad no se disuelve en la proliferación de los puntos de vista, sino que surge –o más bien  irrumpe- del compromiso del sujeto que la sostiene, de esa torsión perceptiva a partir de la cual todos los elementos de una situación se reordenan para ser objeto de una inédita legibilidad que funciona como una auténtica re-velación (y las connotaciones religiosas del término no son casuales).

(3.La novela mutante)
De hecho, la estructura de la novela se resuelve en un deslizamiento de modelos discursivos y de capas concéntricas que en el movimiento de aproximación a su centro de imantación (el ingeniero Luca Belladona, el germen inicial del proyecto de Piglia) parece comportarse casi como un tránsito hacia una revelación de contornos mesiánicos. Hay, en primer lugar, una mutación de la crónica social, de esa trama de saberes movilizados tras el asesinato de Tony Durán en pos de sus huellas inciertas, a la crónica policial (cuyo eje es el comisario Croce) en la que se evidencian las inconsistencias de la historia oficial que se quiere imponer sobre el crimen. El auténtico quiebro se produce, sin embargo, con la irrupción intrusiva (escandalosa, diríamos) del discurso visionario de Luca Belladona, ese constructor de prodigios o “creacionista” industrial, que nos confronta inopinadamente con un acontecimiento-verdad (en el sentido que tiene el término en Badiou; es el mismo territorio al que se hace referencia en la nota 18 del libro: la segunda ética lukacsiana, esa ética trascendente que lleva, en palabras de Kierkegaard, “al crimen, a la locura y al absurdo”) que debela la lógica social en la que hasta entonces nos movíamos e impone una tensión utópica que la maquinaria judicial y política tratará por todos los medios de sofocar.

(4. Los iniciados)
El carácter revolucionario de esa irrupción se concreta en el texto a partir de su matriz teológica: así, la figura de Cristo y sus apóstoles se convierten en el germen de toda vanguardia política (“sólo un pequeño grupo de iniciados, una extrema minoría, puede guiarnos a las altas verdades ocultas”) y es en su ejemplo que puede elaborarse una política de la verdad:
“Y dijo Jesús: «Para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad, todo aquel que pertenece a la verdad, escuchará mi voz.» Y le contestó Poncio Pilatos: «¿Qué es la verdad? ¿De qué verdad hablas?» Y luego se dirigió a los jueces y a los sacerdotes: «Yo no veo en este hombre ningún delito.»” - Schultz alzó la cara del libro-. Luca vivió en la verdad y en la busca de la verdad, no era un hombre religioso pero fue un hombre que supo vivir religiosamente. La pregunta de nuestro tiempo tiene su origen en la réplica de Pilatos. Esa pregunta sostiene, implícita, el triste relativismo de una cultura que desconoce la presencia de lo que es cierto. La vida de Luca fue una buena vida y debemos despedirlo con la certeza de que lo iluminó la esperanza de alcanzar el sentido en sus obras. (p. 293)
Pero esa comunidad excéntrica está inficionada desde el origen por la sospecha de la traición, que dispara una lógica de la paranoia trágicamente común a tantas experiencias revolucionarias:
Pero ese círculo iniciático de conspiradores –que comparten el gran secreto- actúa con la convicción de que hay un traidor entre ellos y por lo tanto dice lo que dice y hace lo que hace sabiendo que va a ser traicionado. Lo que dice puede ser descifrado de múltiples formas, incluso el traidor desconfía del sentido expreso y no sabe bien qué decir o qué delatar. (pp.229-230)
El recorrido trágico de la novela se cumple en el destino de Luca, devorado al fin por la trama a la que se enfrentó con obcecación suicida, incapaz de asumir la traición que él mismo se infligió al verse obligado a sacrificar una víctima para la prosecución de su proyecto:
Los vecinos lo miraban cruzar, en silencio, el pasillo, eran sus viejos conocidos, y estaban tranquilos y parecían magnánimos porque al hacer lo que Luca había hecho –luego de años y años de lucha imposible, sostenido en un orgullo demoníaco- el pueblo había logrado que tuviera que capitular y ahora se podía decir que era igual a todos”. (pp.280-281)
(5. Lo imaginario y lo irreal)

Esta verdad en la que vivió Luca (la persecución insomne de sus sueños) desvela a contraluz la falsedad de un sistema social, político y económico que funciona como una maquinaria de producción de irrealidades. La distinción que se hace en el texto entre la dimensión imaginaria y la abstracción de lo irreal es iluminadora:
Lo acusaban de ser irreal, de no tener los pies en la tierra. Pero había estado pensando, lo imaginario no era lo irreal. Lo imaginario era lo posible, lo que todavía no es, y en la proyección al futuro estaba, al mismo tiempo, lo que existe y lo que no existe. Estos dos polos se intercambian continuamente. Y lo imaginario es ese intercambio. Había estado pensando. (pp. 232-3)
A lo imaginario que sostiene el impulso utópico y construye objetos soñados (realiza los sueños), se enfrenta lo irreal de un sistema económico edificado sobre la especulación financiera y sus operaciones abstractas, cuyo objetivo es la autorreplicación vacía de lo mismo, un flujo exponencial monetario en que se sustancia ilusoriamente el intercambio espectral de la globalización digital. Se puede intuir aquí la proposición de una identidad especulativa entre la irrealidad del capitalismo transnacional y la autorreproducción de la naturaleza, allí “donde los productos no son productos sino una réplica natural de objetos anteriores que se reproducen igual una y otra vez”. En todo caso, la relación explícita que se establece entre la reaccionaria mitología del gaucho (esa arcadia pastoril y patriarcal que alimentó buena parte de la literatura argentina del siglo pasado) y el expolio del campo argentino por la clase propietaria en el ámbito de la globalización neocapitalista es una de esas intuiciones cuya agudeza sólo es comparable a su efecto corrosivo:
El viejo [el padre de Luca] quería que todo siguiera igual, el campo argentino, los gauchos de a caballo, aunque él también por supuesto había empezado a girar los dividendos al exterior y a especular con sus inversiones, ninguno de los terratenientes era un caído del catre, tenían sus asesores, sus brokers, sus agentes de bolsa, iban donde los llevaba el capital pero nunca dejaron de añorar la calma patricia, las tranquilas costumbres pastoriles, las relaciones paternales con la peonada. (pp. 89-90)
(6. La máquina polifacética)

Podríamos (deberíamos) extendernos mucho más en torno a esta “máquina polifacética” de narrar en múltiples registros y niveles, combinatoria de géneros y discursos (el policial, la novela familiar, la tragedia griega, el ensayo, la novela política…). Podríamos (deberíamos) hablar de los ecos de Faulkner y las indeterminaciones en la textura de su registro oral, de El sueño de eterno de Raymond Chandler como origen para la configuración de la situación familiar de los Belladona, de las resonancias de Bernhardt en el discurso alucinatorio de Luca (¿no es posible rastrear ahí también una referencia al Adrian Leverkühn de Mann?). Podríamos (deberíamos) hablar de los personajes construidos sobre la dualidad y la fractura (ahí el modelo es el de las gemelas Belladona, en cuya trayectoria podemos leer la aspiración desesperada a suturar la escisión e invertir el desdoblamiento de una identidad mítica e imposible), exiliados todos ellos –Tony, Yoshio, Croce, Luca, también Renzi, al alter ego de Piglia y testigo de las sucesivas derrotas- en un mundo del que nunca pudieron dejar de sentirse forasteros.
Tal vez otro día.