jueves, 2 de septiembre de 2010

"Lugares sombríos" de Thomas H. Cook

Novelista de ya amplia ejecutoria del cual hasta ahora, como de tantos otros, solo poseía muy imprecisas referencias (más que nada de índole visual: su presencia en las mesas de novedades en la librería o en los anaqueles de las bibliotecas destinados a la novela negra o a la de intriga; una presencia, de todos modos, muy marginal y fugaz en mi campo de interés), de Thomas H. Cook no había tenido la curiosidad de concretarlas hasta que, debo reconocerlo, mi errático, decididamente arbitrario y confesadamente desidioso foco de atención se fijó en una nota elogiosa que su último libro había recibido de esa abrumadora fábrica de escritura que tiene por nombre Joyce Carol Oates.

Y es verdad que, por lo menos este Lugares sombríos (publicada hace ya diez años), resulta una novela curiosa y atractiva, de la que se podría decir aquello tan manoseado en contraportadas y reseñas de que desborda los cauces genéricos en que se inscribe, y a pesar de la urticaria que nos pueda producir el uso del cliché, no deja de ser pertinente a la hora de situar su ubicación discursiva por cuanto, junto a las estrategias propias de la novela de intriga (la investigación de un caso de asesinato constituye la falsilla sobre la que se apoya el despliegue de la trama, que se bifurca básicamente en dos tiempos narrativos: el pasado, que conduce al agujero negro del asesinato, y un presente cuya devastación deriva de ese punto traumático en cuyo esclarecimiento se empeña el narrador, hermano del muerto), el autor apela explícitamente a una tradición de la novela americana que tiene en Hawthorne quizá su máximo exponente y se manifiesta en la densidad de su registro simbólico, un trazado fatalista dominado por el peso sofocante de la culpa, los espacios físicos como proyecciones de los anímicos y el espesor de sus atmósferas sombrías. Podríamos hablar de gótico americano, pero matizado por un melodramatismo de tonos febriles, que no deja de incurrir en alguna estampa convencional.

Aunque cabría reprocharle el esquematismo de ciertos caracteres o que el conflicto dramático se atiene a una lógica en exceso visible y predeterminada (se diría que hegeliana en la suerte de síntesis final que se alcanza finalmente a partir del antagonismo entre pasión y racionalismo que encarnan sus personajes principales), no son pocos los atractivos que ofrece la novela: desde la destreza mostrada en la combinatoria de los tiempos narrativos hasta la agudeza en el trazo con que acierta a delinear en ocasiones a sus personajes (Parecía admirablemente tranquila, en paz […] como si inevitablemente se sintiera más segura y menos expuesta en mundos creados por otros, particularmente en los imaginarios, donde nada real podía incomodarla ni cogerla por sorpresa), todo ello sostenido en una dicción sobria que no excluye los acentos poderosos (Parecía temer que cualquier especulación menos mística podría superarle, obligarle a marchar a una tierra baldía donde hasta las referencias clásicas y bíblicas que por tanto tiempo le habían sostenido no resultarían más que paja que dispersa el viento). Razones suficientes, en todo caso, para no considerar su lectura una pérdida de tiempo y apetecer posteriores acercamientos al autor.