martes, 26 de abril de 2011

"Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra" de Domenico Losurdo



No es este libro del filósofo italiano ni una biografía ni, mucho menos, una hagiografía del más importante dirigente en la historia de la URSS, sino justamente lo que anuncia el subtítulo elegido con claridad académica: un desmontaje paciente y minucioso, hecho con inobjetable rigor histórico y documental, de la demonizadora trama mitológica que alrededor de aquel se tejiera, bien desde la opuesta trinchera geopolítica, bien en el interior fracturado de su propio ámbito ideológico. Fue en este precisamente, más allá del encarnizamiento cainita que opuso a trotskistas y estalinistas, donde se produjo el punto de inflexión más determinante en la demolición del “titanismo” de su figura, no otro que el famoso Informe secreto de Kruschov, leído en el XX Congreso del PCUS de 1956 y desde entonces pieza de convicción imprescindible en el juicio histórico de su predecesor. Los términos inapelablemente derogatorios del informe excluían cualquier atisbo de templanza ponderativa y lo condenaban a los infiernos de la inanidad militar, la arbitrariedad política y la locura homicida, apreciaciones estas cuando menos sorprendentes, sobre todo si tenemos en cuenta que su destinatario era el mismo al que en el anterior Congreso le había atribuido Nikita Kruschov todo el mérito de la potencia social, económica y militar de la URSS, “nuestro querido líder y maestro, el camarada Stalin”. Losurdo muestra la clara falsedad de algunas afirmaciones y la inverosimilitud de otras, cuestionando severamente la entera fiabilidad del informe, oportunista herramienta estratégica en la enconada lucha por el poder que en aquellos momentos se libraba en el Politburó.
No se trata aquí de blanquear la ejecutoria de Stalin, de negar la represión feroz que desató en determinados momentos contra sus adversarios políticos, de ocultar los terribles sacrificios que impuso a la población en los procesos de colectivización forzosa e industrialización acelerada de los años treinta o de suavizar el perfil autocrático con que tuvo que revestirse en defensa de una determinada línea de acción, sino de contextualizar sus decisiones en un preciso marco histórico, dentro de una guerra civil que desangró a la Unión Soviética durante dos décadas (primero enfrentando a bolcheviques y contrarrevolucionarios y luego entre facciones del PCUS) y a las puertas de una conflagración mundial en la que Stalin jugó un papel decisivo en la derrota de la Alemania nazi. Aunque el objetivo del libro no sea trazar un retrato del líder soviético sino mostrar las inconsistencias de su leyenda negra, en su transcurso terminan por dibujarse, como en huecograbado, los contornos de una figura alejada del monocromatismo (generalmente en negro) habitual, enriquecida con los tonos, las luces y las sombras del periodo de extraordinarias transformaciones sociales, políticas y económicas que vivió la URSS en esos años, una experiencia revolucionaria (también dictatorial) que movilizó las energías de la ciudadanía en un frenético dinamismo constructivo que no dejará de asombrarnos: "Son los decenios en que se despliega una dictadura desarrollista: tiene al mismo tiempo una andadura tumultuosa y despiadada y está caracterizada por la «fe furiosa» de la que se nutren grupos sociales y étnicos que ven allanado el camino para un gran ascenso y que consiguen el reconocimiento que hasta aquel momento se les había negado".

No entraré a analizar en detalle el exhaustivo recorrido que esta obra necesaria y valiente hace por las falacias, manipulaciones, medias verdades y descontextualizaciones en que el sectarismo partidario, la desidia intelectual o el cinismo político han incurrido a la hora de perfilar la imagen deformada de ese “enorme, siniestro, caprichoso y degenerado monstruo humano” (en palabras de un conspicuo trotskista). Me limitaré a señalar dos de los aspectos a mi juicio más productivos del análisis de Losurdo: la pamema del presunto paralelismo que la filosofía política liberal (con Hanna Arendt a la cabeza) establece entre los regímenes fascistas y comunistas como totalitarismos simétricos y la tendencia de cierta historiografía poco seria a analizar decisiones y acontecimientos políticos desde la supuesta psicopatología que aquejaría a determinados líderes, con Stalin en una peana privilegiada de ese panteón de la demencia vesánica.

Sobre el primer punto hay que ser claro: el nazismo llevaba inscrito en su genoma ideológico la aniquilación del comunismo, objetivo prioritario desde sus inicios. Nada más alejado de aquel que la impugnación absoluta que el comunismo hace de cualquier teoría racialista y si alguna filiación cabe establecer es precisamente con las prácticas políticas de las potencias coloniales que se reclamaban dentro del liberalismo. Losurdo es tajante: “El nazismo hunde su raíces en un periodo histórico en que la «evidencia» en su favor está constituida acaso por la jerarquización de las razas y por un expansionismo colonial tras el que se ocultan a menudo prácticas genocidas”. El nazismo las radicaliza, “pero se trata de un desarrollo, no una creación desde cero” y, en todo caso, el modelo manifiesto es el del expansionismo colonial de Occidente. En cuanto a la equiparación entre Gulag y Lager, caben varias y pertinentes puntualizaciones, que no pretenden dulcificar la realidad muchas veces atroz del universo concentracionario soviético ni mucho menos justificarlo, pero que sirven para delimitar dos concepciones diametralmente antagónicas. En primer lugar, la inspiración del Gulag jamás fue, ni siquiera en aquellos periodos de mayor crueldad, la voluntad exterminadora que guiaba el Lager alemán, sino que se caracterizó por una obsesión por la productividad (la que impulsaba a toda la URSS aquellos años) y la reeducación ideológica. Los detenidos no dejarán de ser potenciales “compañeros” o, en todo caso, “ciudadanos”, aunque sean posibles “enemigos del pueblo”. Por otro lado, el universo concentracionario soviético surge de un agudo estado de excepción, como respuesta a una guerra civil prolongada y a la necesidad del poder bolchevique de alcanzar el pleno control del territorio y del aparato estatal, algo que solo se conseguirá mediante la autocracia. La diferencia con el Tercer Reich no puede ser mayor, pues este cuenta desde el principio con el dominio territorial y estatal, eficientemente administrado a través de una extensa red burocrática: aquí sí, por tanto, el campo de concentración emana de un proyecto político que desde sus inicios lo instituyó como un elemento central de represión y terror dentro de una visión ideológica totalitaria y racista, alimentada en último término por una voluntad claramente exterminadora. Pero hay otra consideración no menos importante que se suele obviar, y es que esta voluntad exterminadora, ausente del Gulag (por lo menos en la teoría que lo inspira), sí que comparece en el universo concentracionario que atraviesa la tradición colonial de Occidente, el “Tercero ausente de la comparativa hoy de moda”, en palabras del autor. Una voluntad homicida que aparece en los “campos de trabajo militarizados” de la India colonial de 1877, en los campos de concentración en los que la Italia liberal encerró a los libios o en la “solución final” que se impuso a los indios de Canadá o Estados Unidos: toda una genealogía del genocidio a la que explícitamente se remite el propio Hitler y de la que se muestra ufano heredero.

Sobre el segundo punto, la psicopatología criminal aplicada a la historia, dejemos la palabra a Domenico Losurdo, cuyas lúcidas consideraciones finales me permito reproducir:
Tal modo de proceder es inconcluyente y engañoso, también en lo que respecta al Tercer Reich (que además dura apenas 12 años y consigue ejercer cierta atracción solamente en el ámbito de la «raza de los señores»). Es demasiado cómodo imputar las ignominias del nazismo exclusivamente a Hitler, ocultando el hecho de que él tomó del mundo que le precedió, radicalizándolos, dos elementos centrales de su ideología: la celebración de la misión colonizadora de la raza blanca y de Occidente, llamados ahora a extender su dominio también en Europa oriental; y la lectura de la Revolución de octubre como complot judeo-bolchevique que, estimulando la revuelta de los pueblos coloniales y minando la jerarquía natural de las razas -y más en general infectando cual agente patógeno el organismo de la sociedad-, constituye una amenaza terrible para la civilización, que debe ser afrontada a cualquier precio, incluida la «solución final». Por lo tanto, comprender la génesis del horror del Tercer Reich no es cuestión de reconstruir la infancia o adolescencia de Hitler; así como no tiene sentido partir de los comienzos de Stalin para analizar una institución (el Gulag) que hunde sus raíces en la historia de la Rusia zarista y a la que, de modos distintos en cada ocasión, han recurrido también los países del Occidente liberal, tanto en el transcurso de su expansión colonial como en ocasión del estado de excepción provocado por la Segunda guerra de los treinta años [de 1914 a 1945]. Igualmente engañoso sería querer explicar la esclavización y el exterminio de los pieles rojas partiendo en primer lugar de las características individuales de los Padres fundadores de los EEUU, o querer deducir los bombardeos estratégicos y atómicos que se emplean contra las ciudades alemanas y japonesas remitiendo a la naturaleza perversa de Churchill, F. D. Roosevelt y Truman. Así como sería igualmente insensato querer explicar el horror de Guantánamo y Abu Ghraib a partir de la adolescencia o infancia de Bush jr.
Pero volvamos a Stalin. ¿Rechazar el enfoque que interpreta todo en clave de crímenes o locura criminal, así como de traición de los ideales originarios, es sinónimo de embotamiento moral? Los historiadores actuales discuten todavía sobre personalidades y acontecimientos que remiten casi a hace dos milenios: ¿tendríamos que suscribir sin dudarlo el retrato siniestro que la aristocracia senatorial por un lado, y los cristianos por el otro, han contribuido a trazar de Nerón? En especial: ¿tenemos que considerar indudable la propaganda cristiana que acusaba al emperador romano de haber provocado un incendio en Roma para culpar y perseguir a los inocentes seguidores de la nueva religión, o quizás -como sugieren algunos investigadores- en el ámbito del primer cristianismo latían corrientes apocalípticas y fundamentalistas, que aspiraban a ver reducido a cenizas el lugar por excelencia de la superstición y el pecado, y deseaban acelerar el cumplimiento de sus ansias teológico-escatológicas ? Hagamos un salto hacia adelante de varios siglos. Respecto a la gran persecución anticristiana desencadenada por Diocleciano, los historiadores continúan preguntándose: ¿era sólo el resultado de un odio teológico inexplicable y ajeno a las tradiciones romanas, o jugó un papel importante la preocupación real por el futuro del Estado, cuya fuerza militar se veía minada por la agitación pacifista cristiana, precisamente en el momento en el que más amenazador era el peligro de las invasiones bárbaras? Los historiadores que se plantean estas preguntas difícilmente son acusados de querer minimizar la persecución sufrida por los cristianos o de querer devolver a estos últimos a las fieras y a los tormentos más atroces.
Desgraciadamente, analizar críticamente la historia sagrada del cristianismo es más fácil que expresar dudas sobre el aura sagrada que tiende a envolver la historia de Occidente y del país que lo lidera; a causa de la distancia temporal bastante más grande y del impacto más reducido sobre los intereses y las pasiones del presente, es más fácil comprender las razones de aquellos que han sido arrollados por el cristianismo que buscar aclarar las razones de aquellos cuya derrota ha allanado el camino para el triunfo del «siglo americano». Esto explica el peso que demonización y hagiografía continúan ejerciendo en la lectura del siglo veinte y la persistente suerte de la que goza el culto negativo de los héroes.

martes, 5 de abril de 2011

Formas de la felicidad

Ver, por ejemplo, a Anna Karina (y Claude Brasseur y Sami Frey) en Bande à part, en ese momento en que nada todavía declina, nada se degrada, nada decepciona.


Café! Dance scene from Bande à Part (1964)
Arthur sigue mirándose los pies, pero su mente está en la boca de Odile y sus románticos besos.
Odile se pregunta si los chicos notan sus pechos moviéndose bajo su suéter.
Franz piensa en todo y en nada. Se pregunta si el mundo está convirtiéndose en un sueño o el sueño... en el mundo.