domingo, 16 de enero de 2011

"Moonrise" de Frank Borzage

La oportunidad de ver Moonrise de Borzage (un descubrimiento para mí comparable al que en su momento –ay, ya bastante lejano- supusieron obras como Retorno al pasado o La noche del cazador, por recordar dos películas que me vinieron a la memoria en más de una ocasión a partir de determinadas atmósferas y aislados rasgos temáticos) permite enriquecer con inesperados ángulos visuales y genéricos la idea que habitualmente se tiene de su director, responsable de algunos de los melodramas más inspirados del cine de Hollywood. Hay melodrama, desde luego, en Moonrise, pero injertado en una estructura narrativa asimilable al film noir, que despliega su impronta fatalista y su nítido recorrido moral en el opresivo ambiente de una comunidad sureña en la que los fantasmas de viejas damas deslizan todavía sus polvorientos miriñaques por los salones de abandonadas y ruinosas mansiones.
Una breve secuencia puede darnos una idea de la riqueza visual y de significados, de la sobrecogedora fascinación.



Se abre con uno de los motivos recurrentes de la película, el plano de unas piernas caminando, que remite a uno de los temas mayores del film, el de la “maldición de la sangre” (la película comienza con los pasos hacia el patíbulo del padre del protagonista, ejecutado en la horca por asesinato, condena que la sociedad proyecta sobre el hijo en forma de continuos recordatorios a través de las burlas y agresiones de sus compañeros de escuela, herencia maldita que Daniel Hawkins arrastrará a lo largo de los años), pero en esta ocasión pertenecen, no al protagonista, sino a un conmovedor personaje secundario, Billy Scripture, joven deficiente y sordomudo al que Daniel siempre ha protegido de la crueldad de su entorno y cuyo aislamiento sensorial y afectivo es un eco punzante del aislamiento social del protagonista.
El momento en que Billy coloca los pies en las huellas que él mismo había dejado sobre el cemento fresco en su infancia es un ejemplo de sutil escritura dramática en el que su conciencia se ve confrontada inopinadamente con el misterio del crecimiento y del cambio, un hecho que en el presente perpetuo en el que vive no puede ser considerado sino un enigma irresoluble y cuya concomitancia con el destino del protagonista es clara: también él vive en el “eterno retorno” de la condena del padre y solo podrá crecer cuando se libere de la sombra paterna (literalmente, pues en la escena inicial las sombras de la ejecución del padre se transforman sin solución de continuidad en la sombra de un muñeco cuyo movimiento pendular sobre la cuna aterroriza al hijo que en ella dormía). Esta liberación únicamente tendrá lugar una vez que el padre deje de ser un contorno fantasmal y asuma un rostro real, el de un hombre que tomó sus propias decisiones y se responsabilizó de las consecuencias, al igual que deberá hacer el hijo.
El resto de la secuencia me parece antológico (aclaremos simplemente que Daniel quiere recuperar una navaja incriminatoria que ahora está en posesión de Billy): el juego de luces y sombras y la planificación -ese primer plano que nos golpea con furia concentrada- recrean un escenario turbulento de vaivenes dramáticos en el que la desesperación y el remordimiento de uno, frente al desvalimiento y perplejidad del otro, ejecutan una frenética contradanza de claroscuros emocionales pautados con una maestría cuyo secreto el cine americano parece haber perdido hace ya muchos años.