lunes, 31 de octubre de 2011

"El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia " de Patricio Pron


En El comienzo de la primavera, la novela que dio a conocer a Patricio Pron en España hace un par de años, se encauzaba la búsqueda que un profesor argentino realizaba del rastro de Hollenbach, un pensador alemán afín al totalitarismo nazi, hacia una reflexión que partía de los inciertos contornos de una memoria enterrada para abocar escépticamente a la dilución de conceptos como sujeto o Historia, perdidos en un laberinto textual de huellas borrosas. Una ficción que parecía presidida por aquel ángel de la historia, al que el pasado se le manifiesta como “una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina”. El deseo quimérico que inmediatamente le atribuyese Walter Benjamin de “detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”, bien pudiera definir el horizonte imposible de esta nueva novela.
El narrador, el propio Patricio Pron, después de ocho años en Alemania, emprende el viaje de regreso a la Argentina al saber del ingreso de su padre en el hospital. Un padre cuya relación con el hijo siempre estuvo sellada por el silencio y el misterio. También aquí hay una búsqueda perturbadora en los fantasmas del pasado personal y familiar que se origina, sin embargo, en la necesidad de recomponer una memoria hasta entonces voluntariamente eclipsada, diríamos que arrasada, en la deriva fugitiva de su vida anterior en que el personaje ha convertido sus años alemanes. Así se nos presenta el narrador: bajo el signo de la desposesión, del extrañamiento, de lo transitorio (“yo, simplemente, estaba de paso”). Conocer de qué o quiénes huye, y por qué, es uno de los propósitos de su vuelta.
Esta búsqueda del padre por el hijo se desdobla en otra: a través de la documentación recopilada por el progenitor se nos da a conocer la investigación que este realizó de las circunstancias de la desaparición de un vecino de su localidad natal, Alberto José Burdisso, víctima de un asesinato de perfiles sórdidos y motivación económica, personaje cuya ingenuidad lo hizo presa fácil de un entorno lumpen y predatorio. En un último círculo concéntrico, este crimen nos conduce a otro: la desaparición de la hermana, Alicia Burdisso, militante comunista y amiga del padre del narrador, devorada treinta años atrás, como tantos otros miles, por la maquinaria represiva de la dictadura militar. En las ciegas reverberaciones de esta ausencia traumática, metonimia del horror que asoló la historia argentina, se teje una historia de miedo, culpa, derrota y olvido, un bosque tenebroso donde se perderán padres e hijos y cuyo “fondo de terror” (que engulló a los desaparecidos y mutiló a los sobrevivientes) es necesario explorar y nombrar para afrontar el presente. Es de la memoria de aquel horror y de su transmisión, entonces, de lo que hablamos. Y del legado de una generación cuya lucha “por verdad y por justicia y por luz” interpela a los hijos con un mandato de perduración, incluso cuando ya todos los rostros se hayan desdibujado en las fotografías.
La apuesta del novelista para dar forma a la emergencia de ese pasado reprimido pasa por el rechazo de los códigos y el protagonismo del fragmento. El uso de la primera persona, la identificación entre narrador y autor y su declaración de que los hechos relatados son principalmente reales, aunque haya introducido elementos de ficción por necesidades dramáticas, nos sitúa en el cada vez más frecuentado y problemático territorio de la autoficción, lejos, eso sí, de cualquier asomo de solipsismo. Importan sobre todo las intersecciones, las fricciones, las resonancias. Entre introspección y documento, entre autobiografía y ficción, entre memoria personal y pública. Este testimonio subjetivo y parcial, pero con una manifiesta dimensión generacional, pretende distanciarse de los géneros al uso, cuyo estatuto codificado es explícitamente identificado con las convenciones sociales. De ese carácter constrictivo y conciliador con el orden vigente se aparta conscientemente una escritura que se cuestiona permanentemente a sí misma en una mise en abyme que convierte en novela el propio proyecto y su proceso constructivo. Este bucle autorreferencial no desemboca, empero, en un metafísico juego de espejos en el Museo de la Literatura, sino que termina por conformar una suerte de poética de la intemperie, animada por una casi dolorosa voluntad de despojamiento y desnudez. Lo que tenemos son los planos de construcción, las vigas y andamios: el esqueleto desguarnecido de una novela potencial que el autor no ha querido escribir, aunque tampoco la echamos en falta. Nos basta esta suma incompleta y contingente de fragmentos y murmullos, este “montón de imágenes rotas”, por decirlo con Eliot, para apresar en sus reflejos movedizos las convulsas irradiaciones de un tiempo atroz.