lunes, 28 de noviembre de 2011

"El hermano de las moscas" de Jon Bilbao

Orden y caos
El objetivo último de la literatura fantástica es cuestionar la percepción común de la realidad en la que se inscribe, pero para ello ha de declinar primero las formas realistas y sujetarse a una severa exigencia de verosimilitud en la consecución de un convincente efecto de realidad. Aunque la metodología de ese conflicto suele desplegarse en una gradación progresiva de signos e indicios, que van preparando el terreno a la aparición del elemento inexplicable o sobrenatural, este procedimiento tradicional de puesta en escena de lo fantástico se invierte de manera drástica en La transformación de Kafka, obra en la que el autor checo desplazó la emergencia de lo imposible al inicio mismo del relato y convirtió a este en el espacio donde lo sobrenatural se naturaliza sin aspavientos ni explicaciones. Como decía Camus, “nunca nos asombraremos lo suficiente de esta falta de asombro”.
En esa estela kafkiana, Jon Bilbao decide en El hermano de las moscas, novela de 2008 que reedita Salto de Página, situar abruptamente el horror en el pórtico de la narración: un personaje de nombre transparentemente alusivo, Grego, regresa por unos días de Tailandia para visitar a su hermano Héctor, ejecutivo en una refinería de petróleo cuya mujer (Sara) acaba de dar a luz su primera hija, y se instala en el cuarto de invitados. A su regreso del hospital, Héctor y Sara encuentran la habitación ocupada por un enjambre de moscas. Grego ha desaparecido. Un hiato monstruoso, una brecha insalvable, se ha introducido en la trama compacta del mundo y en la continuidad lógica de las causas y los efectos. En torno a este vórtice impensable habrá de reacomodarse una realidad trastornada y la novela puede leerse como la crónica de las negociaciones entre lo cotidiano y la imposibilidad que se ha alojado en su seno. Los personajes, incluido el propio Grego tras su reintegración a la normalidad, no dejarán de seguir con sus vidas (la metamorfosis aparenta guiarse por unas pautas temporales regulares que permiten crear la ilusión de su manejabilidad), aunque todos ellos se hayan convertido en merodeadores de un abismo.
En la novela se superponen y permean diversos espacios narrativos: el laboral y el familiar, el humano y el animal, el civilizado y el salvaje. En el centro de sus intersecciones, los dos hermanos articulan una polaridad elemental. Si Grego es una figura marcada por el desorden, la errancia y la inestabilidad tanto económica como sentimental (de hecho, sus transformaciones / desapariciones pueden entenderse como una metáfora extrema de su condición huidiza), Héctor, que asume la responsabilidad de establecer unos protocolos de actuación para gestionar las metamorfosis del hermano, está anclado en un orden social y familiar del cual se convierte en garante. Sin embargo, esta rígida asignación de roles se enriquece (al tiempo que la relación se enturbia) con ocultos flujos y recíprocas envidias: si uno aspirará a construir una vida armada con los mimbres de la convencionalidad, el otro no dejará de albergar una secreta necesidad de huida.
Con inflexiones entre Carver y Ballard, el drama dirimido entre los hermanos se inserta en un retrato de ambición totalizante: el entorno hipertecnificado de la refinería puede inopinadamente convertirse en un territorio en el que el fuego esculpe formas dalinianas; una mujer enloquece y previene a gritos contra los ectoplasmas; la inauguración de un centro comercial es interrumpida y arrasada por una feroz tormenta de granizo; una excavadora es tragada por la tierra en los trabajos de limpieza de un bosque. Pequeñas cifras del caos, la muerte o la locura, a través de cuya acumulación podemos atisbar la figura en crisis de un mundo violentado, aparentemente sólido y estable, pero siempre al borde del colapso.
No hay, en todo caso, declaraciones ni sentencias autorales sino las que se desprenden de los mecanismos de la ficción. Una compleja maquinaria vehicula los diferentes puntos de vista a través de un narrador que distribuye la información en un inteligente juego de ocultación y desvelamiento, iluminando unas zonas y opacando otras, deslizando eficazmente el foco narrativo para generar una tensión productiva entre lo que sucede en primer plano y lo que se mantiene en el fondo. Las secuencias se dilatan en sugerencias que trascienden los significados explícitos y, más allá de la denotación narrativa, el sentido surge de la fricción entre distintos planos. En una escena modélica en su construcción vemos a Héctor limpiar y montar con precisa e implacable parsimonia las piezas de una escopeta. En un segundo plano se oye apenas el murmullo de las voces y las risas de Grego y Sara en la habitación vecina. Héctor acciona los gatillos. Silencio. También Jon Bilbao ha montado con metódica y sugestiva precisión un arma letal: un refinado dispositivo que apunta (y dispara) al corazón vulnerable de los vínculos y certezas que sustentan nuestra identidad.