sábado, 15 de junio de 2013

Tan original como hermosa: otra melancólica historia de amor de Walter Benjamin (fragmento de "El Pañuelo")



¿No fueron ejemplares en este aspecto los antiguos que, por decirlo de alguna manera, drenaban los hechos desde el momento en que los despojaban de toda fundamentación psicológica, de cualquier opinión? Habría que reconocer al menos que sus historias estaban libres de explicaciones superfluas sin que, a mi modo de ver, perdiesen por ello su jugo. Las ha habido memorables, pero ninguna que demostrase ser tan original como la historia que sigue, una historia que hallaría aquella misma tarde en el muelle de Barcelona la más sorprendente de las conclusiones.
«Ocurrió hace muchos años, durante uno de mis primeros viajes a América cuando era guardiamarina —me había contado el capitán cuando navegábamos a la altura de Cádiz. Llevábamos siete días de viaje y el martes siguiente debíamos anclar en Bremenhaven. Hice a su debido tiempo mi ronda por la cubierta de paseo, intercambiando acá y allá algunas palabras corteses con los pasajeros, cuando, de pronto, reparé en que la sexta hamaca de la fila estaba vacía. Me invadió una sensación de angustia que puedo asegurar fue mucho más acusada que los días anteriores cuando dirigía un mudo saludo a la joven señora que solía estar echada en esa misma hamaca —con las manos entrelazadas en la nuca y la mirada perdida. Era muy hermosa, pero tanto o más que su belleza destacaban su comedimiento y reserva, que llegaban al extremo de que raramente se oía su voz —la voz más fascinante que recuerdo— frágil y vaporosa, oscura y metálica.
»Una vez, al recoger del suelo su pañuelo —todavía hoy recuerdo lo que me chocó su anagrama, un escudo con tres estrellas en cada cuartel—, escuché un “gracias” pronunciado con igual entonación que si le acabase de salvar la vida. Aquella vez terminé mi ronda y estaba punto de dirigirme al médico de a bordo para saber de una vez por todas si la dama estaba enferma, cuando me rozó un remolino de blancas gasas. Alcé los ojos y vi que la que suponía desaparecida, apoyada sobre la borda de la toldilla de popa, seguía con la vista un enjambre de pedacitos de papel con los que jugaban el viento y las olas. Al día siguiente, cuando estaba de servicio en cubierta vigilando la maniobra de atraque, crucé de nuevo la mirada con la desconocida que pasaba de largo. El barco estaba a punto de atracar y se aproximaba lentamente al muelle junto al que habíamos soltado el ancla. Se distinguían con claridad las siluetas de las personas que esperaban y la desconocida parecía sofocada. El deslizamiento de la cadena del ancla concentraba mi atención, cuando súbitamente se alzó un clamor; me volví y comprobé que la desconocida había desaparecido. Las gesticulaciones de los presentes daban a entender que se había precipitado en el vacío y que sería inútil cualquier intento de salvarla, pues, aunque se hubiesen parado las máquinas instantáneamente, el casco del barco estaba ya a menos de tres metros del malecón y la inercia lo empujaba —quien cayese entre ambos estaba perdido. Entonces ocurrió lo increíble. Había alguien dispuesto a intentar salvarla a toda costa, y todos pudieron ver sus músculos en tensión y las cejas fruncidas como si pretendiese saltar por la borda. Instantes después, mientras el barco se desplazaba sobre el costado de estribor, por la banda de babor, tan desierta que al principio nadie reparó en ello, apareció —para asombro de los presentes— aquel hombre con la muchacha en brazos. Su hazaña, en efecto, había consistido en caer con todo su peso sobre la muchacha, arrastrándola bajo la quilla del barco hasta salir buceando por el costado opuesto.»
—Cuando la llevaba en brazos —me contó más tarde— musitó un «gracias» tal que no parecía sino que le acabase de recoger el pañuelo.
Todavía sonaban en mis oídos las últimas palabras del narrador y quise estrecharle nuevamente la mano, para lo que no quedaba tiempo que perder. Me disponía a bajar por la escala, cuando observé cómo se alejaban lentamente los tinglados del puerto, los almacenes y las grúas. Estábamos en ruta. Mirando a través de los prismáticos, desfiló ante mis ojos por última vez Barcelona. Los fui bajando lentamente hasta enfocar el muelle, y allí estaba entre la gente el capitán, que debió verme también, pues levantó la mano en un saludo al que correspondí moviendo la mía. Cuando enfoqué mejor los prismáticos, vi que había desplegado un pañuelo y lo agitaba al viento. Pude distinguir claramente el dibujo que había en uno de sus ángulos: un escudo con tres estrellas en cada blasón.
Walter Benjamin
El Pañuelo 

"El palacio D... y" de Walter Benjamin

"Si en los años que van desde 1875 a 1885 el barón X llamaba la atención en el Café de París y se le repu­taba por uno de los clientes más distinguidos, inmedia­tamente después del conde de Caylus, el mariscal Fécamts y el caballero Raymond Grivier, no era en razón de su elegancia, su abolengo, o sus indiscutibles méritos depor­tivos, sino que se trataba sencillamente del reconocimien­to, más todavía, la admiración que despertaba la fideli­dad que durante tantos años había guardado hacia el établissement. Sentido de la fidelidad que posteriormen­te habría de demostrar también en un caso bien diferen­te, insólito, pero conmovedor. De ello trata esta historia...

Que se inicia —para ser exactos— con la herencia que durante treinta años esperó el barón que llegara a sus ma­nos y con la que se hizo, por fin, en septiembre de 1884. El heredero rondaba casi la cincuentena y hacía ya tiem­po que había dejado de ser un viveur. Pero, ¿lo fue algu­na vez? Lo cierto es que la pregunta llegó a plantearse. Si bien por una parte podía afirmarse que su nombre no había aparecido ni una sola vez en las crónicas scandaleuses de París, que nunca estuvo en boca de contertu­lios deslenguados y ni siquiera las cocottes más audaces se permitiesen aludirlo en lo más mínimo, tampoco po­día negarse, por otra parte, que el barón, con sus panta­lones de raso y su hinchada corbata Lavalliere, era algo más que un figurín elegante. Su rostro lo surcaban unas arrugas que delataban a las claras a cualquier entendido en mujeres que había pagado con creces sus saberes. En fin, que el barón seguía siendo un enigma y que el hecho de ver en sus manos la considerable herencia tan larga­mente esperada despertaba en sus amigos junto a un afec­to exento de envidia, la más discreta y maliciosa de las curiosidades. Todos confiaban en que esta repentina ri­queza revelaría lo que ni las largas veladas de charla frente a la chimenea, ni las muchas botellas de borgoña habían conseguido: desvelar el secreto de su vida.

Sin embargo, pasados dos, tres meses, todos coinci­dían también en que la decepción no podía ser mayor. Nada —ni el atuendo, ni el humor ni la rutina, ni siquie­ra el presupuesto o la residencia del barón experimenta­ron el menor cambio. Seguía siendo el elegante poltrón cuyo tiempo parecía tan lleno como un buzón de recla­maciones. Cuando abandonaba el club, se dirigía a la garçonnière de la avenida de Víctor Hugo, y ni uno solo de los amigos que por la noche pretendieron acompañarle a casa, puede decir que no fuera despedido con uno u otro pretexto banal. Lo que ocurría era sencillamente que hasta las cinco de la mañana, e incluso hasta más tarde, el señor de la casa ponía la banca en una mesa verde si­tuada en el recibidor, precisamente en el lugar que antes ocupara un magnífico armario chippendale. Al barón le gustaba jugar, lo que se adivinaba por las contadas ve­ces en que demoró su incorporación a la partida. Ni los jugadores más veteranos recordaban una racha de suerte como la que les deparó el invierno de 1884. Se mantuvo los primeros meses del año y duró hasta que el verano extendió su torrente de sombras sobre los bulevares. ¿Cómo se explica entonces que el barón fuese ya pobre en septiembre? Quizá no pobre del todo, pero tan en el aire, en una situación tan imprecisa entre pobre y rico como antes, y apenas más pobre que cuando estaba a la espera de la gran herencia. El caso es que empezó a reducir gastos y sólo se acercaba por el club para tomar una taza de té o jugar una partida de ajedrez. Nadie se atrevió a preguntarle nada al respecto. Por otra parte, qué tenía de particular una existencia que a ojos de to­dos transcurría en un ambiente cerrado y elegante, desde el matinal paseo a caballo, la hora de florete y el lunch, hasta que, al sonar las campanadas de las seis menos cuar­to, el barón abandonaba el Café de París, para dos ho­ras más tarde cenar en Delaborde. Entre tanto no tocaba un naipe y, sin embargo, fueron justamente esas dos ho­ras diarias las que le despojaron de toda su fortuna.

Lo que en verdad sucedió no se supo en París hasta pasados varios años, cuando el barón se retiró quién sabe adónde —¿qué ganaríamos sacando a relucir aquí el nom­bre de algún lejano señorío rural en Lituania?— y una mañana lluviosa, uno de sus amigos, callejeando sin rum­bo fijo, quedó atónito, sin saber en un primer momento si lo que le hizo estremecer fue la escena o su mera apari­ción. En realidad ambas cosas, porque el monstruo que bajaba tambaleante las escalinatas del palacio D... ya hombros de tres mozos de cuerda, no era otro que aquel valioso mueble chippendale que un día cediese su puesto a la venturosa mesa de juego. Era un armario magnífi­co, inconfundible. Pero aquel viejo amigo no lo recono­ció sólo por ello. En otra ocasión se entrevieron igual­mente vacilantes y temblorosas las anchas espaldas de su propietario cuando, para la despedida, se asomó por úl­tima vez al umbral y desapareció.

El desconocido apremió con brusquedad a los mozos que bajaban los últimos escalones, franqueó la cancela que estaba abierta y quedó en pie, turbado, en el enorme y desnudo vestíbulo. Frente a él subía hasta el primer piso una escalera en espiral, cuya rampa no era sino un único e ininterrumpido relieve marmóreo. Faunos, ninfas; nin­fas, sátiros; sátiros, faunos. El recién llegado procuró se­renarse y exploró las salas, los distintos recintos. Por to­das partes se abrían ante él paredes vacías. Ni rastro de persona alguna, hasta que llegó a un boudoir igualmente solitario pero atestado de pieles y cojines, figuras de jade e incensarios, suntuosos jarrones y tapices gobelinos; pero todo cubierto por una fina capa de polvo. La habitación no invitaba a entrar, por lo que el visitante se disponía a continuar sus indagaciones, cuando, a sus espaldas, apa­reció una muchacha hermosa y todavía joven, con uni­forme de sirvienta, quien, como única conocedora de lo que sucedía, le contó que hacía ya un año que el barón había alquilado el palacio por una elevadísima cantidad a su propietario, un duque montenegrino, y cómo ella se incorporó al servicio el mismo día en que entraba en vigor el contrato; que durante dos semanas su trabajo ha­bía consistido en supervisar a los operarios que remoza­ban el edificio y recibir los suministros; que a esto siguie­ron nuevas instrucciones, órdenes escuetas pero estrictas que en su mayor parte se referían al cuidado de las flo­res, cuyo aroma aún era perceptible en la habitación don­de ambos se encontraban. Aparte de todo esto, sólo re­cibió una última indicación, precisamente la que parecía justificar la fabulosa retribución que se le había asigna­do. Día tras día, ni un minuto antes, ni un minuto des­pués de las seis —prosiguió—, el barón aparecía al pie de la escalinata y subía despaciosamente hasta la puerta. Llevaba siempre un ramillete de flores, aunque parecía un secreto el orden que guardaban en su aparición or­quídeas, lilas, azaleas y crisantemos, así como su rela­ción con las estaciones del año. Tiraba de la campanilla, se abría la puerta y la sirvienta —precisamente la que nos relata los hechos— se presentaba para recoger las flores y responder a la pregunta que constituía la clave de su discretísimo trabajo. «¿Está la señora en casa?» «Lo sien­to —contestaba la doncella—, acaba de marcharse.» A continuación, el enamorado volvía, ensimismado, so­bre sus pasos, para al día siguiente repetir su protocola­ria aparición en el solitario palacio.

Y así se llegó a saber cómo las riquezas, que con tan­ta frecuencia atienden a la vulgar finalidad de atizar pa­siones ajenas, en este único caso se aplicaron a mantener encendidos los últimos rescoldos de un viejo amor."