No hay duda de que el nombre de
Thomas Bernhard está asociado en la conciencia del lector, por lo menos en el
ámbito hispánico de recepción, a su portentoso ciclo autobiográfico y a sus
novelas largas, de Helada a Extinción. Se ha dicho alguna vez que el
austriaco es sobre todo una voz y es tal la potencia singular, devastadora, de
su dicción en estos textos de caza mayor,
que parece comprensible que haya sofocado la resonancia no solo de otras piezas
narrativas menores (así, ese centenar largo de prosas breves que con el título
de El imitador de voces abre el
volumen que reseñamos), sino también de sus incursiones en otros géneros,
considerados irreflexivamente a la sombra de sus logros novelescos. En
el caso de su amplia producción teatral constituye una notoria injusticia, puesto que -al margen de que haya sido
decisiva en la conformación de esa figura pública “escandalosa” que cultivó, o
a la que fue condenado, en su tierra natal- se inscribe por derecho propio en
la centralidad de su poética. La reedición conjunta, pues, de El imitador de voces y de tres obras de
sus inicios teatrales en los primeros años setenta ofrece la posibilidad,
nuevamente, de corregir y ampliar la perspectiva sobre una obra a la que
conviene no dejar de regresar.
De El imitador de voces se ha afirmado que es un “Bernhard para
principiantes”; prefiero considerar que es un Bernhard ciertamente poco
bernhardiano, lo que tal vez podrá hacerlo más tolerable “para los que odian a Thomas Bernhard”, por citar
un paratexto editorial. Veamos. Para una percepción extendida, Bernhard es sin
duda el escritor que se deleita en las diatribas más acerbas de la
institucionalidad política y cultural de su época, el que mortifica las
certezas vitales más asentadas o quien excava en el sótano para iluminar los
cadáveres enterrados bajo un presente pulcramente aséptico. Pero esa condición
de portador de malas noticias es indisociable de la monodia obsesiva e
irrestricta de esa prosa en que un racionalismo exasperado y antinómico termina
autoaniquilándose (y aniquilando de paso el mundo) en las espirales de un
discurso regido por los principios musicales de la variación, el contrapunto y
la iteración. La destrucción como, ante todo, una cuestión de estilo.
Así que, aunque en El imitador de voces no lleguemos a oír
las modulaciones incansables de ese pensamiento salvaje, sí se puede leer como
un catálogo apresurado de motivos temáticos del autor o, si se quiere, un
mapa de su territorio en el que se han señalado con flechas rojas las zonas más
sensibles y convulsas: sabemos que aquí ha detenido su mirada y ha levantado
acta. El tono, en muchos casos, se acerca al de la crónica judicial o al
informe policial, mientras que en otros adopta el aire de la anécdota informal
o el rumor oído. A lo que se presta atención es a las diversas modalidades de
la fractura (social, existencial, ontológica), a través de las cuales
certificar la precariedad misma de la realidad: suicidios, asesinatos,
accidentes, azar o locura son algunos de los modos en que se manifiesta la
emergencia de ese magma pulsional que es nuestro íntimo fundamento, la materia
cruda de lo real. El contraste entre la displicente objetividad del enfoque
elegido (con la reiteración del sintagma “como es natural” casi como un
estribillo) y el desfile teratológico, sufriente y absurdo al que se aplica, no
trata de convencer, sino que simplemente admite con resignación que así es la
naturaleza del mundo: un mundo en el que un juez, después de anunciar que “iba
a hacer un escarmiento”, se dispara un tiro en la sien en la sala del tribunal;
en el que un querido padre de familia mata a cuatro de sus seis hijos porque de
pronto se había sentido harto de ellos o en el que un grupo de cámara de música
antigua tiene el mayor éxito de su vida en un establecimiento de sordomudos. Y
un artista que aquí juega a esconderse y a intercambiar las máscaras de lo
siniestro y lo ridículo, de lo cómico y lo trágico, con el ademán impasible y
críptico del prestidigitador.
Este solapamiento genérico es
también uno de los sellos distintivos de su teatro: como afirma uno de los
personajes de La partida de caza, “si
se trata de una tragedia / pretende / que es una comedia / y si es una comedia
/ pretende / que es una tragedia”. Habría que diferenciar, en todo caso, las inflexiones
tonales de esta misma obra, en la que el peso del contexto histórico de la
posguerra y la culpa asociada al pasado nazi determinan su decantación hacia un realismo
deformado por la sátira y el esperpento (con la sombra chejoviana de El jardín de los cerezos como referencia
parodiada), de las de las otras dos piezas (El
ignorante y el demente y La fuerza de
la costumbre), encapsuladas en universos cerrados –la ópera y el circo,
respectivamente- y construidas como abstractos dispositivos cómico-siniestros
sobre la futilidad del artista en la búsqueda de la perfección.
No hay en estas obras,
propiamente, una progresión dramática, sino una circularidad reiterativa de
motivos e imágenes en torno a las ideas de la muerte, la enfermedad, el fracaso
o la locura. Las acciones de los personajes se engranan en rituales vacíos o se
empeñan en esfuerzos conducentes a la inanidad, asediados por una sofocante
atmósfera de frustración y desánimo. Las palabras reverberan como conchas
huecas que apelan a una trascendencia de la que nadie tiene noticia. Que de tanta
ruina y agotamiento surja muchas veces una risa honda, visceral e ingobernable
es, tal vez, el secreto por el que volvemos una y otra vez a la literatura de
Thomas Bernhard.
Publicado en El Cuaderno, nº 52 (enero de 2014)