El western, literario o cinematográfico, se
configuró desde sus orígenes como el escenario de una deriva conflictiva entre
mito e historia. La llamada “conquista del Oeste” –dinámica de expansión del
capitalismo norteamericano del XIX sobre los territorios vírgenes del
continente, depredadora de pueblos y ecosistemas- sirvió a la construcción de una
mitología cuya falsilla estructural descansaba sobre oposiciones binarias (orden/caos, civilización/barbarie, cultura/naturaleza, individuo/comunidad…) articuladas en torno a
la charnela lábil y movediza del concepto de “frontera”. Sin embargo, el ímpetu civilizatorio y la dimensión
épica sustentadoras de este relato mítico no dejarán de ser, en el interior del
propio género, objeto de corrosión por parte de
discursos críticos de signo diverso, pero que tienen en común su pretensión de desvelar su carácter
apologético y enmascarador. Es en este
abanico plural de mutaciones revisionistas del western donde debemos situar la
extraordinaria Butcher’s Crossing,
novela de John Williams publicada en 1960, aunque habría que buscar lo
distintivo de su identidad filosófica y estética en su severa interpelación a
la tradición del panteísmo emersoniano, en el diálogo que establece con
determinadas obras marcadas por una
dialéctica convulsa entre individuo y naturaleza (pienso en Moby Dick o en El corazón de las tinieblas) o en su indagación del desarraigo bajo
la égida del existencialismo.
Año
1873. Will Andrews, joven bostoniano, hijo de un pastor de la iglesia unitaria,
universitario y lector de Emerson, llega al pueblo de Butcher’s Crossing en el
estado de Kansas, asentamiento de cazadores y centro de distribución del pujante
comercio de pieles de bisonte. Lo que lo mueve en su viaje al oeste es una quête imprecisa, entre el deseo de
aventura y la aspiración mística. En realidad, su alusión a la búsqueda de “lo
salvaje” como origen de su inquietud, hay que vincularla con el pensamiento
trascendentalista de Emerson y su voluntad de acceder sin mediaciones a una naturaleza
todavía no domesticada, en cuya sustancia efusiva la conciencia se abra a la
presencia de lo trascendente.
Butcher’s
Crossing no es propiamente una comunidad, sino un precario y transitorio
coágulo en el que se superponen los intereses de los comerciantes, cazadores y
prostitutas que conforman el grueso de su sociedad. Con uno de los cazadores,
Miller, acordará la financiación y
participación en una partida de caza en una remota región de las Montañas Rocosas
de Colorado, que todavía mantiene una reserva intocada de esos bisontes cuyo
extermino se consumó en apenas unas décadas. Son los avatares de esa expedición
los que sostienen el núcleo dramático del relato, conjugado siempre desde el
punto de vista -que no la voz- del protagonista.
Su
inmersión en este nuevo mundo supone el abandono de toda idea preconcebida y se
declina estilísticamente en la desnuda e hiriente fisicidad de un minucioso registro sensorial:
el chasquido del cuero o el crujido de los arneses, la respiración de las
monturas, el brillo blanquecino de los huesos de bisonte, el hedor de la carne
putrefacta… Fragmentos o esquirlas de lo real que en su prolija otredad golpean
a la conciencia sin llegar a constituirse jamás en una totalidad armónica. Hay
una pulsión fetichista en la mirada, que descompone gestos y movimientos o fija
la materialidad de los objetos con restallante concreción, pero no puede
integrarlos en una trama de sentido o en un orden superior de significado.
El
viaje de descubrimiento se convierte en un itinerario sujeto a una ritualidad
cada vez más fútil en su repetición constante, pero necesaria para defenderse
del vértigo impersonal de la pradera inmensa y monótona (“se sentía como la
tierra que pisaba, algo carente de identidad o de forma”). Irónicamente, la transformación a la que
aspiraba Will Andrews en contacto con una naturaleza primitiva se produce bajo
la forma de una metamorfosis física por sustracción: despojado de todas sus
“ilusorias capas superpuestas de piel suave, blanca y blanda”, su cuerpo va
mutando dolorosamente en un instrumento más eficaz de supervivencia.
Lo que el protagonista descubrirá es que, a diferencia de lo proclamado por Emerson, en
el corazón de este mundo salvaje no palpita ningún impulso vivificador y divino, sino un ciego mecanismo destructor al que se entregan con
estolidez de autómatas (“acabó viendo la matanza como una fría y ciega
respuesta a la vida […], se miraba y no era capaz de reconocerse ni de entender
qué hacía allí”), y la anhelada fusión de alma y naturaleza deviene alienante absorción
de una conciencia vacía en un universo opaco e inerte. No hay, por tanto, saber místico ni
revelación final, salvo el reconocimiento de la pertenencia a lo común de la
especie en su iniciación a un mundo en el que sexualidad y muerte se unifican
bajo el signo de su radical extrañeza.
Más allá de lo atractivo de sus experimentos de intersección
genérica (un Bildungsroman irónico y atroz, una novela de aventuras
filosófica, un western existencialista), la fascinación que más de
cincuenta años después de su publicación nos sigue produciendo Butcher’s Crossing
responde en gran parte a su exploración antisentimental e intransigente del
territorio literario abierto por El extranjero. En la incertidumbre de
su final, tras la locura, la incomprensión y el fuego, queda, por decirlo con Albert
Camus, una suerte de “tregua melancólica”. Apenas esto: el gesto remoto e indiferente
de un universo que tenazmente nos ignora.