miércoles, 13 de noviembre de 2013

"Butcher’s Crossing" de John Williams



El western, literario o cinematográfico, se configuró desde sus orígenes como el escenario de una deriva conflictiva entre mito e historia. La llamada “conquista del Oeste” –dinámica de expansión del capitalismo norteamericano del XIX sobre los territorios vírgenes del continente, depredadora de pueblos y ecosistemas- sirvió a la construcción de una mitología cuya falsilla estructural descansaba sobre oposiciones binarias  (orden/caos, civilización/barbarie, cultura/naturaleza,  individuo/comunidad…) articuladas en torno a la charnela lábil y movediza del concepto de “frontera”.  Sin embargo, el ímpetu civilizatorio y la dimensión épica sustentadoras de este relato mítico no dejarán de ser, en el interior del propio género, objeto de corrosión por parte de  discursos críticos de signo diverso, pero que tienen en común  su pretensión de desvelar su carácter apologético y enmascarador.  Es en este abanico plural de mutaciones revisionistas del western donde debemos situar la extraordinaria Butcher’s Crossing, novela de John Williams publicada en 1960, aunque habría que buscar lo distintivo de su identidad filosófica y estética en su severa interpelación a la tradición del panteísmo emersoniano, en el diálogo que establece con determinadas  obras marcadas por una dialéctica convulsa entre individuo y naturaleza (pienso en Moby Dick o en El corazón de las tinieblas) o en su indagación del desarraigo bajo la égida del existencialismo.
Año 1873. Will Andrews, joven bostoniano, hijo de un pastor de la iglesia unitaria, universitario y lector de Emerson, llega al pueblo de Butcher’s Crossing en el estado de Kansas, asentamiento de cazadores y centro de distribución del pujante comercio de pieles de bisonte. Lo que lo mueve en su viaje al oeste es una quête imprecisa, entre el deseo de aventura y la aspiración mística. En realidad, su alusión a la búsqueda de “lo salvaje” como origen de su inquietud, hay que vincularla con el pensamiento trascendentalista de Emerson y su voluntad de acceder sin mediaciones a una naturaleza todavía no domesticada, en cuya sustancia efusiva la conciencia se abra a la presencia de lo trascendente.
Butcher’s Crossing no es propiamente una comunidad, sino un precario y transitorio coágulo en el que se superponen los intereses de los comerciantes, cazadores y prostitutas que conforman el grueso de su sociedad. Con uno de los cazadores, Miller, acordará  la financiación y participación en una partida de caza en una remota región de las Montañas Rocosas de Colorado, que todavía mantiene una reserva intocada de esos bisontes cuyo extermino se consumó en apenas unas décadas. Son los avatares de esa expedición los que sostienen el núcleo dramático del relato, conjugado siempre desde el punto de vista -que no la voz- del protagonista.
Su inmersión en este nuevo mundo supone el abandono de toda idea preconcebida y se declina estilísticamente en la desnuda e hiriente fisicidad de un minucioso registro sensorial: el chasquido del cuero o el crujido de los arneses, la respiración de las monturas, el brillo blanquecino de los huesos de bisonte, el hedor de la carne putrefacta… Fragmentos o esquirlas de lo real que en su prolija otredad golpean a la conciencia sin llegar a constituirse jamás en una totalidad armónica. Hay una pulsión fetichista en la mirada, que descompone gestos y movimientos o fija la materialidad de los objetos con restallante concreción, pero no puede integrarlos en una trama de sentido o en un orden superior de significado.
El viaje de descubrimiento se convierte en un itinerario sujeto a una ritualidad cada vez más fútil en su repetición constante, pero necesaria para defenderse del vértigo impersonal de la pradera inmensa y monótona (“se sentía como la tierra que pisaba, algo carente de identidad o  de forma”). Irónicamente, la transformación a la que aspiraba Will Andrews en contacto con una naturaleza primitiva se produce bajo la forma de una metamorfosis física por sustracción: despojado de todas sus “ilusorias capas superpuestas de piel suave, blanca y blanda”, su cuerpo va mutando dolorosamente en un instrumento más eficaz de supervivencia.
            Lo que el protagonista descubrirá es que, a diferencia de lo proclamado por Emerson, en el corazón de este mundo salvaje no palpita ningún impulso vivificador y divino, sino un ciego mecanismo destructor al que se entregan con estolidez de autómatas (“acabó viendo la matanza como una fría y ciega respuesta a la vida […], se miraba y no era capaz de reconocerse ni de entender qué hacía allí”), y la anhelada fusión de alma y naturaleza deviene alienante absorción de una conciencia vacía en un universo opaco e inerte. No hay, por tanto, saber místico ni revelación final, salvo el reconocimiento de la pertenencia a lo común de la especie en su iniciación a un mundo en el que sexualidad y muerte se unifican bajo el signo de su radical extrañeza.
Más allá de lo atractivo de sus experimentos de intersección genérica (un Bildungsroman irónico y atroz, una novela de aventuras filosófica, un western existencialista), la fascinación que más de cincuenta años después de su publicación nos sigue produciendo Butcher’s Crossing responde en gran parte a su exploración antisentimental e intransigente del territorio literario abierto por El extranjero. En la incertidumbre de su final, tras la locura, la incomprensión y el fuego, queda, por decirlo con Albert Camus, una suerte de “tregua melancólica”. Apenas esto: el gesto remoto e indiferente de un universo que tenazmente nos ignora.