Principio. Hace
ya más de cuarenta años Tzvetan Todorov, en un perspicaz análisis de los
cuentos de Henry James, estableció un patrón estructural sencillo de su
mecanismo generador: la narración como la búsqueda de una causa inicial que se
mantiene secreta e inalcanzable. Una ausencia, por tanto, que pone en
movimiento una maquinaria narrativa entendida como la persecución de una
innombrable fuerza ausente y todopoderosa. Podríamos aplicar este principio
constructivo, aunque expandido en una metástasis textual irrefrenable, como
modelo analítico básico de esta novela-artefacto que se detiene en la página
709, pero que podría ser virtualmente infinita. Eso sí, si en James el
resultado era una escritura complejísima
y sutil en la que cristalizaban las decepciones del deseo y los
fantasmas de la represión, en La casa de hojas de Mark Z. Danielewski la
complejidad diegética, la textualidad rizomática y el registro paródico sirven
al encubrimiento de (o, si se prefiere, al juego con) la inocuidad del cliché.
“Naturalmente,
un manuscrito”. Sustancialmente, la novela se estructura en dos niveles
diegéticos básicos. En el primer nivel, el narrador-organizador marco -Johnny
Truant, un joven de vida nocturna intensa que trabaja en un salón de tatuajes
en Los Angeles- descubre en el apartamento
donde acaba de morir un anciano ciego que se hacía llamar Zampanò una caja
repleta de cientos y cientos de páginas cubiertas de “marañas interminables de
palabras”. Estas constituirían el segundo nivel de realidad del texto: un ensayo-ficción sobre
una película inexistente titulada El
expediente Navidson. Aquí se produce, por tanto, otro desdoblamiento, pues
el texto que constituye el grueso de la novela se elabora sobre un imaginario
documental fílmico que recoge las experiencias aterradoras de la familia
Navidson en la casa a la que se acaban de mudar, cuyo interior anómalo parece
abrirse a otro espacio (o un espacio-otro) imposible y de incalculable
extensión. Su exploración y esclarecimiento deviene el objeto último de una
ficción que, fluctuante entre lo especulativo y narrativo, no cesa de
ramificarse en innumerables notas a pie de página en carnavalesca y frondosa
imitación de cierta escritura académica.
Topología
textual. La topología inestable y enloquecida (diríamos que psicótica) de esa apertura
espacial fantasmática de la casa de los Navidson, refractaria a cualquier
racionalización geométrica y a la idea de un centro ordenador, se convierte en
el modelo de las estrategias textuales puestas en juego: no solo la
proliferación de notas a pie de página, que remiten a su vez a otras notas,
hasta conformar en ocasiones un inextricable y paródico enredo
autorreferencial, sino la propia espacialización del texto, transformando la
página en una superficie donde las distorsiones tipográficas, los cambios en la
orientación de las líneas o los espacios en blanco materializan las nociones de
vacío y laberinto a partir de las que se despliega el discurso. Nada, por otra
parte, que no se hubiese experimentado con anterioridad.
Las
pretensiones. La casa
de hojas es uno de esos textos con vocación de Aleph, que no solo aspira a una representación totalizadora del mundo,
sino en cierto modo a usurparlo. Johnny Truant deviene la figura especular del
lector que se entrega a la fuerza gravitacional del texto y que, además de
organizar el material y ensayar tránsitos de sentido en su multiplicidad
descentrada, añade el relato de su deriva obsesiva y su historia personal. O
acaso sea el último responsable del universo proliferante del texto, no el
custodio sino el creador. Una obra,
entonces, voluntariamente abierta y ambigua, cuya fragmentariedad y falta de
clausura no quiere ser sino el anverso de una virtualidad expansiva y
colonizadora en la que se pretenden diluir los límites (creador/lector,
interior/exterior, ficción/realidad, texto/mundo) que organizan y definen la situación
lectora habitual.
Los
resultados. Tal vez lo más definitorio de la novela sea el efecto
óptico de extrañeza provocado por la fricción de su retórica experimental y su ambición
intelectual con unos referentes genéricos y unos personajes atrapados en la
convencionalidad más inane. Las desventuras de Johnny Truant (sus fugas
psicogénicas y logorreicas, la figura ausente y psicótica de la madre), el tratamiento previsible del topos de la casa encantada o la familia Navidson y los manidos conflictos
familiares que la desgarran, coagulan en una melaza a veces indigesta, en la que
la hibridación discursiva y genérica (escritura ensayística, terror, melodrama
familiar, novela de aventuras o digresiones líricas) puede funcionar teóricamente, pero no sostener unos materiales aflictivamente frágiles. Si el
esfuerzo arquitectónico desplegado nos puede llevar a admirar a Danielewski
como sofisticado diseñador de audaces y mestizas estructuras, en el ejercicio de
entramar un mundo novelesco consistente y no meramente derivativo revela sin embargo una preocupante
indigencia creativa.