En tránsito de Christian Petzold
Después
de ver con retraso En tránsito, la adaptación que ha hecho
Christian Petzold de la novela de la olvidada -o, por lo menos,
insuficientemente recordada- y estupenda (y comunista) Anna Seghers, se experimentan
sensaciones ambivalentes. Por un lado, la versión es notable, por momentos
magnífica (Petzold es un director que, bajo la aparente discreción e incluso
neutralidad de sus imágenes, sabe crear sentido y emoción a partir de puras
valencias cinematográficas como la planificación o la composición del encuadre:
por eso mismo corre el riesgo de pasar desapercibido en beneficio de propuestas
más clamorosas); por otro lado, su interpretación amputa una dimensión capital
de la novela original: diríamos que ha privilegiado lo kafkiano, presente ya inequívocamente
en Seghers, en detrimento de lo épico, que ha sido definitivamente evacuado del
discurso.
Lo más
llamativo en principio es la traslación de los hechos narrativos de su
inserción biográfica (trasunto de las circunstancias personales de la autora) e
histórica en la Francia colaboracionista bajo dominio nazi a un no-tiempo
contemporáneo en que se han desdibujado las causas de la persecución y el
exilio. El efecto resultante, más que una mirada reflexiva sobre el presente
posdemocrático como cámara de resonancia de siniestros ecos históricos, es de
extrañamiento: se habita un suerte de territorio liminar deshistorizado en el
cual la barbarie adopta el insidioso rostro de las realidades que se imponen
con tanta más naturalidad cuanto más borrosamente familiares son sus facciones. Como se dice en la propia
película, zombies en centros comerciales rodeados por el miedo y el caos. Un
icono de nuestro tiempo.
La otra
decisión narrativa que señala una fractura con respecto al original es el
desdoblamiento enunciativo que se opera con la inclusión de una voz narrativa
interpuesta entre las imágenes y el personaje principal del perseguido -que en
la novela asumía el papel de narrador- y el espectador. Este grado de separación
no solo cristaliza la narración en un fait
accompli, sino que fija al protagonista a los espacios que transita y a su
destino, incapacitado para asumir otro lugar (también de enunciación) que no
sea el de la eterna espera.
Decíamos
que lo épico había sido amputado. Sin duda es este el desplazamiento de sentido
más profundo y relevante. No es que haya desaparecido la dimensión colectiva,
pero esta sólo comparece como imagen especular del protagonista: de la
impotencia, la anomia, la vergüenza. Kafka, repetimos, es la presencia tutelar inexcusable
y preeminente. Por ello en la película lo abandonamos en la inmovilidad de la espera,
sujeto a la pregnancia fantasmal de la no-amante, en perenne acecho de sus destellos imposibles entre las cenizas de la trama pasional; en la novela, por el contrario, se abría un espacio
político de resistencia donde trascender los fantasmas de ese sujeto
desguarnecido y reconocerse en una épica comunal y popular. Lo que nos han hurtado, entonces (no tanto Petzold como el espíritu
del tiempo), es un horizonte colectivo de emancipación. En definitiva, un horizonte comunista.
"El chico de los periódicos, las mujeres de los pescadores en la Belsunce, las tenderas que abrían sus tiendas, los obreros camino del primer turno, todos ellos formaban parte de la muchedumbre de los que nunca se van, pase lo que pase. La idea de marcharse se les ocurre tan poco como a un árbol o un matojo de hierba. Y aunque se les ocurriera, no hay billetes para ellos. Las guerras han pasado sobre ellos, y los incendios y la venganza de los poderosos. ¡Qué habría sido de mí, el refugiado, en todas esas ciudades, si ellos no se hubieran quedado! Para mí, el huérfano, ellos eran padres y madres, para mí, sin hermanos, hermanos y hermanas."
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