Tristán
en Bretaña
En 1970 Julien Gracq se
despedía de la ficción con un volumen de tres novelas cortas agrupadas bajo el
título genérico de La península. La
segunda de ellas, que daba precisamente nombre al conjunto, es la que ahora publica
Nocturna en excelente traducción de Julià de Jòdar, después de que la misma
editorial diese a la luz en 2010 la primera de ellas, El rey Cophetua.
Aparentemente alejada del resto
de su producción narrativa, La península
se revela en sucesivas aproximaciones (y reflexiones) como una instancia
privilegiada de acceso a la poética del autor. Llama la atención en primer
lugar la reducción de la narratividad, por lo menos en su sentido convencional,
a su mínima expresión, a su estricta osamenta: una voz narradora ajustada a un
personaje, Simon, que decide recorrer en coche la costa bretona para así entretener
la espera del tren en que llegará su amante, Irmgard. Así, la impresión inicial es que La península se acerca más al libro de
viajes (aunque Gracq marca un primer hiato con la realidad al cambiar los
nombres de los lugares que aparecen) que a las formulaciones narrativas típicas
del autor, en las que la presencia de un correlato mitológico o la lógica
exasperante de una quête iniciática y
siempre huidiza coagulan en una brumosa e inconfundible atmósfera fronteriza
entre la vigilia y el sueño.
No es que esos modos desaparezcan
(véanse las referencias al Tristán e
Isolda wagneriano), sino que se alejan del primer plano narrativo para
enriquecer como rumor de fondo o con claves alusivas la densa textualidad de la
novela. Tal vez sea este repliegue el que permite aflorar en toda su potencia
exenta esa escritura de la inminencia tan
distintiva en Gracq, concretada en una de las figuras temáticas recurrentes en
su obra: la espera, como elemental dispositivo que pone en movimiento al
personaje y tensiona dramáticamente el texto. Al igual que en sus obras mayores
(principalmente, El mar de las sirtes y Los
ojos del bosque), el flujo narrativo -en este caso, el itinerario físico por
la costa bretona- aparece imantado por la cercanía apremiante de un suceso, de
un fin o un plazo y serpentea con sus vacilaciones, extravíos y retrocesos
alrededor de ese Acontecimiento decisivo que se vive como un turbio y elusivo
objeto de deseo. Que sea una guerra, como en las novelas citadas, una cita
amorosa o la proximidad del mar, resulta irrelevante. Importa el vacío que crea
a su alrededor y enrarece la atmósfera del relato, la gravitación ejercida
sobre la conciencia de los personajes y la propia escritura, convertida en puro
movimiento hacia esa apertura desconocida que la convoca: “ya fuera en tren o
en coche, jamás había alcanzado el mar sino al
modo de un ciclista bajando una pendiente, con el corazón en la boca ante
la impresión del espacio que se ahonda, sin tascar el freno”.
Un simple viaje, pues, de ida y
vuelta de la estación de ferrocarril de Brevénay al mar (“aquella catástrofe
gris que parecía aburrirse”), un bucle trazado sobre la geografía bretona, en
cuyo discurrir la mirada, impregnada de expectación erótica, se sumerge en una
vorágine sensorial que cristaliza en una desbordante combustión sinestésica y
metafórica. En la más genuina tradición romántica, las mutaciones anímicas y
paisajísticas trenzan una danza de modulaciones sutiles, de ecos y reflejos en
los que el vértigo del alma se adhiere a la piel cambiante y estremecida de la
naturaleza, a sus epifanías y abismos. Como en la leyenda de Tristán, el drama
íntimo que aquí se dirime y atraviesa los vaivenes del sujeto, esa tensión
dialéctica constante entre plenitud y vacío, es en última instancia el drama de
un deseo perpetuamente diferido, que se alimenta de su no consumación a través
de un sinuoso recorrido de anticipaciones, reticencias y desvíos. En todo caso,
esa experiencia amorosa que se recrea en la ausencia de su objeto armoniza con la
dimensión espectral que permea el paisaje y la cualidad veladamente onírica de
un lenguaje envolvente y barroco, en cuya refracción fluctúa la misma
consistencia del mundo restituido.
Los lugares visitados son
también, por otro lado, paisajes de la memoria de la infancia del protagonista:
el presente se desdobla en la promesa futura del deseo y en el regreso del
pasado en fulgurantes evocaciones (del cuerpo ofrecido de la amante, del caudal
de sensaciones recordadas de la niñez) para conformar un tiempo plural,
elástico y complejo en que se abisma el horizonte cronológico de las escasas horas
vespertinas que dura el viaje. Es el tiempo vivo de una conciencia que oscila al
compás de las alternancias de luz y sombra, en ritmos emocionales de sístole y
diástole, de contracción y efusión. Esa conciencia se traduce en una mirada
deseante, pero al mismo tiempo melancólica y ensimismada, exiliada de la
realidad, en la que podemos leer ese gesto primordial de la melancolía que
identifica posesión y pérdida. Un saber que fuera hermosamente acuñado por
Proust (aquí más presente que en otras obras de Gracq), cuando nos recordó que “los
verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido”.