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martes, 26 de noviembre de 2019

En tránsito de Christian Petzold

Después de ver con retraso En tránsito, la adaptación que ha hecho Christian Petzold de la novela de la olvidada -o, por lo menos, insuficientemente recordada- y estupenda (y comunista) Anna Seghers, se experimentan sensaciones ambivalentes. Por un lado, la versión es notable, por momentos magnífica (Petzold es un director que, bajo la aparente discreción e incluso neutralidad de sus imágenes, sabe crear sentido y emoción a partir de puras valencias cinematográficas como la planificación o la composición del encuadre: por eso mismo corre el riesgo de pasar desapercibido en beneficio de propuestas más clamorosas); por otro lado, su interpretación amputa una dimensión capital de la novela original: diríamos que ha privilegiado lo kafkiano, presente ya inequívocamente en Seghers, en detrimento de lo épico, que ha sido definitivamente evacuado del discurso.
Lo más llamativo en principio es la traslación de los hechos narrativos de su inserción biográfica (trasunto de las circunstancias personales de la autora) e histórica en la Francia colaboracionista bajo dominio nazi a un no-tiempo contemporáneo en que se han desdibujado las causas de la persecución y el exilio. El efecto resultante, más que una mirada reflexiva sobre el presente posdemocrático como cámara de resonancia de siniestros ecos históricos, es de extrañamiento: se habita un suerte de territorio liminar deshistorizado en el cual la barbarie adopta el insidioso rostro de las realidades que se imponen con tanta más naturalidad cuanto más borrosamente familiares son sus facciones. Como se dice en la propia película, zombies en centros comerciales rodeados por el miedo y el caos. Un icono de nuestro tiempo.
La otra decisión narrativa que señala una fractura con respecto al original es el desdoblamiento enunciativo que se opera con la inclusión de una voz narrativa interpuesta entre las imágenes y el personaje principal del perseguido -que en la novela asumía el papel de narrador- y el espectador. Este grado de separación no solo cristaliza la narración en un fait accompli, sino que fija al protagonista a los espacios que transita y a su destino, incapacitado para asumir otro lugar (también de enunciación) que no sea el de la eterna espera.
Decíamos que lo épico había sido amputado. Sin duda es este el desplazamiento de sentido más profundo y relevante. No es que haya desaparecido la dimensión colectiva, pero esta sólo comparece como imagen especular del protagonista: de la impotencia, la anomia, la vergüenza. Kafka, repetimos, es la presencia tutelar inexcusable y preeminente. Por ello en la película lo abandonamos en la inmovilidad de la espera, sujeto a la pregnancia fantasmal de la no-amante, en perenne acecho de sus destellos imposibles entre las cenizas de la trama pasional; en la novela, por el contrario, se abría un espacio político de resistencia donde trascender los fantasmas de ese sujeto desguarnecido y reconocerse en una épica comunal y popular. Lo que nos han hurtado, entonces (no tanto Petzold como el espíritu del tiempo), es un horizonte colectivo de emancipación.  En definitiva, un horizonte comunista.
"El chico de los periódicos, las mujeres de los pescadores en la Belsunce, las tenderas que abrían sus tiendas, los obreros camino del primer turno, todos ellos formaban parte de la muchedumbre de los que nunca se van, pase lo que pase. La idea de marcharse se les ocurre tan poco como a un árbol o un matojo de hierba. Y aunque se les ocurriera, no hay billetes para ellos. Las guerras han pasado sobre ellos, y los incendios y la venganza de los poderosos. ¡Qué habría sido de mí, el refugiado, en todas esas ciudades, si ellos no se hubieran quedado! Para mí, el huérfano, ellos eran padres y madres, para mí, sin hermanos, hermanos y hermanas."

lunes, 2 de junio de 2014

Casa de citas ("The Immigrant" de James Gray)




«En “The Immigrant” de James Gray se reescribe el melodrama clásico con la influencia determinante de Griffith y sus figuras y situaciones más reconocibles (pulsión sacrificial, camino de redención, catarsis confesional…), por lo que no es de extrañar que con esos mimbres muchos tengan la tentación de etiquetarlo superficialmente de neoclásico o reaccionario. Hay, sin embargo, una intensidad en su dramaturgia formal que retiene las huellas de un exceso y un desbordamiento y termina traspasando los límites de ese imaginario formalista y nostálgico en que pudiera querer confinárselo. En este sentido, la ejecución interpretativa, el cuerpo siempre en tensión, excesivo, de Joaquin Phoenix –en un precario (des)equilibrio entre opacidad, erupción violenta y extraña ternura mórbida- es la encarnación perfecta de esa poética paradójica donde la suntuosa liturgia escénica deviene finalmente la máscara tirante e inestable de las convulsiones de lo real. [...]



El abigarramiento formal y semántico del plano de clausura es legible en múltiples direcciones: la simetría compositiva que conjura el antitético destino de los no-amantes, la duplicidad de un encuadre que es a la vez (estrecha) apertura liberadora y opresivo reflejo especular, la densidad temporal convocada desde la incertidumbre de un presente en sombras, la superficie del plano como espacio liminar entre trayectos y tiempos divergentes, entre el deseo cumplido y la deflación anímica de la derrota… Sin duda, la cualidad definitoria de su pregnancia es la de una suerte de celebración melancólica: daguerrotipo o lámina desvaída en la que se invoca por última vez a unos personajes exhaustos y suspensos en el limbo indeciso de la memoria.»

Xavier R. Vasco, (Des)composiciones neoclásicas

lunes, 30 de mayo de 2011

"Le Orme" de Luigi Bazzoni

Veinte años después de una primera visión, la experiencia vuelve a ser perturbadora y fascinante. El tiempo no ha erosionado la hermética apariencia ni el denso misterio que revistieron, en el momento de su estreno, su condición de extraño aerolito aterrizado en el estabulado territorio del cine de género italiano. Aunque contiene elementos de ciencia-ficción, estos solo funcionan como correlato objetivo de la fuga psicogénica de la protagonista, una incrustación alucinatoria en un entramado más cercano a una suerte de giallo metafísico, existencialista y depurado de toda adherencia gore. Formalizado a partir de geometrías espaciales cuya soledad escénica y surreal las aproxima a Giorgio de Chirico y de una atmósfera narrativa misteriosa y onírica que parece decantada de los más inquietantes relatos de Bioy Casares, Le Orme acierta a dar (tenso y angustioso) cuerpo dramático a la fractura psíquica de la amnésica y desorientada protagonista, una Florinda Bolkan que pasea su figura descarnada por unos escenarios, tanto interiores como exteriores, unificados bajo el signo inalterable de la desolación. Memorable.


domingo, 16 de enero de 2011

"Moonrise" de Frank Borzage

La oportunidad de ver Moonrise de Borzage (un descubrimiento para mí comparable al que en su momento –ay, ya bastante lejano- supusieron obras como Retorno al pasado o La noche del cazador, por recordar dos películas que me vinieron a la memoria en más de una ocasión a partir de determinadas atmósferas y aislados rasgos temáticos) permite enriquecer con inesperados ángulos visuales y genéricos la idea que habitualmente se tiene de su director, responsable de algunos de los melodramas más inspirados del cine de Hollywood. Hay melodrama, desde luego, en Moonrise, pero injertado en una estructura narrativa asimilable al film noir, que despliega su impronta fatalista y su nítido recorrido moral en el opresivo ambiente de una comunidad sureña en la que los fantasmas de viejas damas deslizan todavía sus polvorientos miriñaques por los salones de abandonadas y ruinosas mansiones.
Una breve secuencia puede darnos una idea de la riqueza visual y de significados, de la sobrecogedora fascinación.



Se abre con uno de los motivos recurrentes de la película, el plano de unas piernas caminando, que remite a uno de los temas mayores del film, el de la “maldición de la sangre” (la película comienza con los pasos hacia el patíbulo del padre del protagonista, ejecutado en la horca por asesinato, condena que la sociedad proyecta sobre el hijo en forma de continuos recordatorios a través de las burlas y agresiones de sus compañeros de escuela, herencia maldita que Daniel Hawkins arrastrará a lo largo de los años), pero en esta ocasión pertenecen, no al protagonista, sino a un conmovedor personaje secundario, Billy Scripture, joven deficiente y sordomudo al que Daniel siempre ha protegido de la crueldad de su entorno y cuyo aislamiento sensorial y afectivo es un eco punzante del aislamiento social del protagonista.
El momento en que Billy coloca los pies en las huellas que él mismo había dejado sobre el cemento fresco en su infancia es un ejemplo de sutil escritura dramática en el que su conciencia se ve confrontada inopinadamente con el misterio del crecimiento y del cambio, un hecho que en el presente perpetuo en el que vive no puede ser considerado sino un enigma irresoluble y cuya concomitancia con el destino del protagonista es clara: también él vive en el “eterno retorno” de la condena del padre y solo podrá crecer cuando se libere de la sombra paterna (literalmente, pues en la escena inicial las sombras de la ejecución del padre se transforman sin solución de continuidad en la sombra de un muñeco cuyo movimiento pendular sobre la cuna aterroriza al hijo que en ella dormía). Esta liberación únicamente tendrá lugar una vez que el padre deje de ser un contorno fantasmal y asuma un rostro real, el de un hombre que tomó sus propias decisiones y se responsabilizó de las consecuencias, al igual que deberá hacer el hijo.
El resto de la secuencia me parece antológico (aclaremos simplemente que Daniel quiere recuperar una navaja incriminatoria que ahora está en posesión de Billy): el juego de luces y sombras y la planificación -ese primer plano que nos golpea con furia concentrada- recrean un escenario turbulento de vaivenes dramáticos en el que la desesperación y el remordimiento de uno, frente al desvalimiento y perplejidad del otro, ejecutan una frenética contradanza de claroscuros emocionales pautados con una maestría cuyo secreto el cine americano parece haber perdido hace ya muchos años.

miércoles, 7 de abril de 2010

"Bright Star" de Jane Campion

Pude ver ayer Bright Star, la última película de Jane Campion, centrada en la relación entre John Keats y Fanny Brawne. La directora neozelandesa nunca ha sido santa de mi devoción: El piano me pareció tan indigesta como pretenciosa y de otras películas de ella -Holy Smoke o In the Cut- lo mejor que puedo decir es que misericordiosamente las he olvidado. En cuanto a la versión que hizo del Retrato de una dama de Henry James la recuerdo como una adaptación inevitablemente reductora, pero cuya plasmación del deseo femenino y de las trampas sociales a que puede conducir enlazaba agudamente al maestro americano con las preocupaciones feministas de la directora; en todo caso, su película menos irritante de las que había visto de ella hasta entonces.


Hasta la fecha, porque he de reconocer que con esta Bright Star, a pesar de los pesares -esa tendencia (cuasi)patológica a un esteticismo un tanto estridente que a veces lastra el film- me ha conmovido, algo que no había conseguido ni de lejos anteriormente. Sin extenderme sobre sus posibles méritos, es de rigor mencionar la delicadeza con que se acerca a ese amor marcado desde el principio por la imposibilidad, primero a causa de la insolvencia económica de Keats y luego por su enfermedad mortal, y el modo enriquecedor en que integra las miradas de los testigos de su discreto y refrenado arrebato pasional, bien desde la comprensión o el silencio emocionado y cómplice (la madre o hermanos de Fanny), bien desde una posición sarcástica (Charles Brown, el amigo de Keats, competidor de Fanny por sus favores y atención). Incluso en este último caso, Campion traza un retrato menos unilateral y maniqueo de lo que podría parecer, añadiendo matices y espesor a la hosca pomposidad de las apariciones iniciales.


Hay también una atención al detalle y una sensualización de los movimientos de los personajes en armonía con la naturaleza que me recordaron en ocasiones aquella maravilla australiana de Picnic en Hanging Rock, aunque hay que decir que es en la actriz que encarna a Fanny, Abbie Cornish, en su belleza y su cuerpo convulsionados por el vértigo destructivo e incomprensible que los posee, donde reside gran parte del atractivo de la película. En este mismo sentido, la convicción al mostrar el tránsito de la Fanny elegante y mundana del principio a la que, tras la muerte del poeta, camina enlutada sobre un paisaje nevado musitando los versos de Brillante estrella ("Brillante estrella , si fuera constante como tú, /no en solitario esplendor en lo alto de la noche/ [...]despierto por siempre en una dulce inquietud, /silencioso, silencioso para escuchar su tierno respirar,/ y así vivir por siempre o si no, desvanecerme en la muerte") constituye tal vez la prueba más decisiva del talento que aquí se ha empeñado, pero no hay que olvidar la preferencia eficaz y punzante de Campion por la metonimia y la elipsis: una plano de la camisa ensangrantada de Keats para indicar el ápice aterrador e invencible de su enfermedad o tres planos del traslado del ataúd por una Roma desierta para evocar su muerte.


Sobre los títulos de crédito finales oímos la voz de Ben Whishaw, el actor que encarna a Keats, recitando Oda al ruiseñor. Su estremecedora belleza adensa las imágenes del duelo y la pérdida y nos convoca a ese otro lugar imposible alejado de "la inquietud, el cansancio y la fiebre".

Perderme a lo lejos, deshacerme, olvidar

que entre las hojas tú nunca has conocido

la inquietud, el cansancio y la fiebre

aquí, donde los hombres tan sólo se lamentan

y tiemblan de parálisis postreras, tristes canas,

donde crecen los jóvenes como espectros y mueren,

donde aun el pensamiento se llena de tristeza

y de desesperanzas, donde ni la Belleza

puede salvaguardar sus luminosos ojos

por los que el nuevo amor perece sin mañana.