martes, 26 de noviembre de 2019

En tránsito de Christian Petzold

Después de ver con retraso En tránsito, la adaptación que ha hecho Christian Petzold de la novela de la olvidada -o, por lo menos, insuficientemente recordada- y estupenda (y comunista) Anna Seghers, se experimentan sensaciones ambivalentes. Por un lado, la versión es notable, por momentos magnífica (Petzold es un director que, bajo la aparente discreción e incluso neutralidad de sus imágenes, sabe crear sentido y emoción a partir de puras valencias cinematográficas como la planificación o la composición del encuadre: por eso mismo corre el riesgo de pasar desapercibido en beneficio de propuestas más clamorosas); por otro lado, su interpretación amputa una dimensión capital de la novela original: diríamos que ha privilegiado lo kafkiano, presente ya inequívocamente en Seghers, en detrimento de lo épico, que ha sido definitivamente evacuado del discurso.
Lo más llamativo en principio es la traslación de los hechos narrativos de su inserción biográfica (trasunto de las circunstancias personales de la autora) e histórica en la Francia colaboracionista bajo dominio nazi a un no-tiempo contemporáneo en que se han desdibujado las causas de la persecución y el exilio. El efecto resultante, más que una mirada reflexiva sobre el presente posdemocrático como cámara de resonancia de siniestros ecos históricos, es de extrañamiento: se habita un suerte de territorio liminar deshistorizado en el cual la barbarie adopta el insidioso rostro de las realidades que se imponen con tanta más naturalidad cuanto más borrosamente familiares son sus facciones. Como se dice en la propia película, zombies en centros comerciales rodeados por el miedo y el caos. Un icono de nuestro tiempo.
La otra decisión narrativa que señala una fractura con respecto al original es el desdoblamiento enunciativo que se opera con la inclusión de una voz narrativa interpuesta entre las imágenes y el personaje principal del perseguido -que en la novela asumía el papel de narrador- y el espectador. Este grado de separación no solo cristaliza la narración en un fait accompli, sino que fija al protagonista a los espacios que transita y a su destino, incapacitado para asumir otro lugar (también de enunciación) que no sea el de la eterna espera.
Decíamos que lo épico había sido amputado. Sin duda es este el desplazamiento de sentido más profundo y relevante. No es que haya desaparecido la dimensión colectiva, pero esta sólo comparece como imagen especular del protagonista: de la impotencia, la anomia, la vergüenza. Kafka, repetimos, es la presencia tutelar inexcusable y preeminente. Por ello en la película lo abandonamos en la inmovilidad de la espera, sujeto a la pregnancia fantasmal de la no-amante, en perenne acecho de sus destellos imposibles entre las cenizas de la trama pasional; en la novela, por el contrario, se abría un espacio político de resistencia donde trascender los fantasmas de ese sujeto desguarnecido y reconocerse en una épica comunal y popular. Lo que nos han hurtado, entonces (no tanto Petzold como el espíritu del tiempo), es un horizonte colectivo de emancipación.  En definitiva, un horizonte comunista.
"El chico de los periódicos, las mujeres de los pescadores en la Belsunce, las tenderas que abrían sus tiendas, los obreros camino del primer turno, todos ellos formaban parte de la muchedumbre de los que nunca se van, pase lo que pase. La idea de marcharse se les ocurre tan poco como a un árbol o un matojo de hierba. Y aunque se les ocurriera, no hay billetes para ellos. Las guerras han pasado sobre ellos, y los incendios y la venganza de los poderosos. ¡Qué habría sido de mí, el refugiado, en todas esas ciudades, si ellos no se hubieran quedado! Para mí, el huérfano, ellos eran padres y madres, para mí, sin hermanos, hermanos y hermanas."

sábado, 17 de noviembre de 2018

"Tiene que ser aquí" de Maggie O'Farrell



1.  La topografía es un campo del que en varias ocasiones se apropia Maggie O’Farrell para definir personajes e intenciones (definir en el sentido de fijar límites, pero también de abrir puntos de fuga). Diríamos que lo humano es aquí un paisaje mutante e inestable, sujeto a constantes variaciones de luz, un relieve de contornos rugosos y desenfocados, con desmoronamientos súbitos y recomposiciones trabajosas e inciertas: una topografía turbulenta. O si se quiere, una climatología irlandesa.

2. En la letra de la novela: “En apariencia, soy marido, padre, profesor, ciudadano; pero si se mira al trasluz, me convierto en desertor, en impostor, en asesino, en ladrón. En la superficie soy una cosa, pero por debajo estoy plagado de agujeros y cuevas, como un paisaje de piedra caliza.”

3. Tres elementos para componer una teoría de geología narrativa: perspectiva, tiempo, secreto. Es su dominio de estos dispositivos lo que nos permite decir con cierto énfasis apodíctico que Maggie O´Farrell es una de las narradoras más prodigiosas y disfrutables que uno puede leer en estos momentos.

4.  Lo decisivo es cómo la propia disposición de los materiales -todo hay que decirlo, con cierta sobreexposición en los vaivenes de pérdidas, culpas, duelos, redenciones: un drama recargado de sobremesa cafeínica- precipita los significados narrativos: una constelación de puntos de vista en torno al doble núcleo dramático constituido por Daniel y Claudette, la pareja en crisis que todo novelón exige, que postulan una cartografía narrativa que llamaríamos einsteiniana. No hay propiamente retrocesos o avances (analepsis o prolepsis) sobre una línea temporal trazada desde el presente narrativo, sino un desplazamiento de la mirada autorial a lo largo y ancho de una malla espaciotemporal en deslizantes focalizaciones narrativas -conciencias pasajeras ofrecidas en distintos lugares y tiempos- que termina dando esa ilusión de (casi sofocante) densidad existencial en que el lector se sumerge feliz.

5.  Dicho a la manera geológica de la autora: “Y después pienso en la tierra de los territorios fronterizos de Escocia. Una vez le pregunté a Niall y me dijo que debía estar compuesta de estratos de material sedimentario blando. Yo me la imagino oscura, casi negra, y húmeda, plagada de raíces de árboles, con tubérculos nudosos, frondosos, y lentos caminos de gusanos. La tierra es la encarnación de la memoria, pasado y presente en conjunción: nada se va.”

6.  Y está también, decíamos, la sabiduría en la gestión del secreto. Es decir, cómo circula el saber -y cómo se moviliza el deseo de saber- entre los personajes y entre autor y lector. Lo que se sabe con certeza o razonablemente, lo que se intuye, lo que se conjetura, lo que permanece en la sombra: “lentos caminos de gusanos”.

7.  No todo encaja, por supuesto. Hay notas falsas o miméticas: la conversación entre Ari y su tutor, de un salingerismo desubicado, o las reflexiones un tanto abruptas de una preadolescente Marithe sobre la pérdida de la unicidad edénica de la infancia y la melancolía del acceso a la reflexividad adulta, con su escisión de ser y conciencia. Lo que personalmente más me molesta es el timbre en exceso empático que a veces adopta la voz autorial; se echa de menos mayor distancia, más understatement, más crueldad. Cuestión de gustos.

8.  Pero en cualquier caso, como en todas las novelas de Maggie O’Farrell, el prodigio técnico, el dominio de los elementos, el andamiaje, ese equilibrio entre exceso y control, se sostienen íntimamente sobre la textura y elasticidad musical de una dicción en cuyas asombrosas flexiones rítmicas -con sus patrones de repeticiones, variaciones, accelerandos o ritardandos- nace y se despliega el sentido profundo y las emociones del relato. Tal vez ese sea el último y definitivo secreto.

martes, 20 de junio de 2017

"El evangelista" de Adolfo García Ortega



Un reino de este mundo

Si en la constitución de todo discurso histórico subyace incancelable una fricción dialéctica entre hecho e interpretación, en lo que respecta al referente que nutre El evangelista de Adolfo García Ortega, la vida y predicación de Jesús de Nazaret (Yeshuah, en la transliteración del hebreo que se adopta en la novela), dicha fricción se convierte en la abrasiva constatación de la maleabilidad extrema de esa materia supuestamente fáctica sobre la que coagulará un abrumador macizo ideológico-institucional a partir del germen del cristianismo primitivo. De hecho, sin entrar en la espinosa discusión sobre la historicidad de la figura de Jesús, antes de San Pablo (el inventor de la fábula de la fe cristiana, por decirlo con Badiou) se extiende una zona cero histórica conjetural y opaca sobre la que los testimonios de parte o las mistificaciones posteriores han acumulado una maleza a través de la cual la exploración historiográfica solo puede moverse mediante hipótesis. Una profusión de formas espectrales ha querido poblar ese vacío central y en el entrecruzamiento de sus rasgos vislumbramos los contornos de una figura monstruosamente múltiple: visionario y mesías, mago y profeta, revolucionario y bandido, rebelde y maestro. Discursos desde la teología, la política o la mitografía: en último término, máscaras veladas o proclamadas de la ficción.


En su aproximación desde la ficción narrativa, García Ortega debe solventar en primer lugar la cuestión  de la voz y la perspectiva (del narrador y el punto de vista, si se prefiere).  La forma narrativa adoptada es la del gesto testimonial del sobreviviente: un escriba fariseo anónimo que mantiene una relación ambigua con la partida de zelotes encabezados por Yeshuah el Visonario e Iskariot Yehudá y que desde su exilio en Creta se entrega a la tarea de poner por escrito en una crónica en primera persona, a la que en ocasiones se añaden relatos o reflexiones de otros participantes, los sucesos de rebelión y castigo de los que fue testigo en Galilea y Jerusalén. Lo decisivo aquí es la distancia entre el narrador y los protagonistas de su relato. Desde el íncipit mismo se hace hincapié en un cierto desafecto (“ni los entendía ni los amaba”) y en el compromiso con la verdad que lo guía, pero también en la índole de trance confesional y asunción de responsabilidad de su testimonio. Es a través de la figura mediadora de este narrador, desde su curiosidad, pero también su cuestionamiento de las leyendas que se van tejiendo en torno a Yeshuah el Visionario, que se crea la ilusión diegética de una restitución testimonial de los “hechos que otros, algún día, movidos por sus propias razones, deformarán como Homero deformó las guerras”. A este carácter restitutivo contribuye incluso el escrúpulo filológico ya aludido de la transcripción onomástica y toponímica del hebreo originario. Llamar Yeshuah a Jesús de Nazaret no es inocente en sus efectos de sentido: alude a la perspectiva judaica desde la que se aborda la materia e introduce una cuña de lejanía en relación a las posteriores fábulas cristianas.
La familiaridad del lector con hechos y personajes se somete a dispositivos de extrañamiento (o, si se quiere, de repristinación ilusoria de la verdad histórica) a través del punto de vista o de la reformulación del contenido narrativo. En unos casos, sucesos y personajes son reconocibles, pero sometidos a una estrategia recombinatoria que desactiva su función y significado evangélicos. Por poner un ejemplo de una práctica sistemática, Iskariot Yehudá se suicida, pero no por los remordimientos de su traición (el traidor que delata a Yeshuah es encarnado aquí precisamente por el narrador), sino por haber sido el personaje indultado por la turba en lugar de Yeshuah: “Había esquivado a la muerte por un error del destino […], así que puso fin a sus días”. En otros casos, la interpretación evangélica es cuestionada desde el escepticismo disidente de la voz narrativa. Así, la intervención milagrosa sobre la hija del jefe de la sinagoga Jairo (en la novela Yair Ahimot, el jefe de un grupo de patriotas rebeldes, cuya hija ha sido violada y malherida por un grupo de centuriones romanos), que los evangelistas sinópticos relatan como una resurrección: las palabras que en los evangelios son la fórmula performativa del milagro (“La niña no está muerta, sino duerme”), filtradas por el enfoque racionalista de la voz narrativa, se transforman en un enunciado meramente declarativo.
Es engañoso (o irónicamente engañoso), por tanto, el título de la novela, pues nada más lejos que su narrador de la figura del evangelista, la del portador de una “buena nueva”, de un mensaje de bienaventuranza proferido desde el compromiso con la certeza de la resurrección que lo sustenta: “Solo he aprendido que Dios elige a los suyos y que los sacrificios le complacen. El resto es fábula tras fábula”. El oxímoron, entonces, de un evangelista escéptico, que devuelve a los personajes fundacionales de la religión cristiana a su inscripción histórica en la esfera convulsa y agonística  del mundo judío de la época, en el que cobraba cada vez más relevancia la actuación de movimientos como el de los zelotes, de cariz político-religioso, enfrentados a la presencia imperial romana y a lo que ellos consideraban pasividad o complicidad con el invasor de otras facciones judías como la de los fariseos. Hay que aplicar un paradigma dual teológico-político para entender esa pulsión epocal tensionada por la esperanza mesiánica, indiscernible en su declaración de guerra a los césares y en la instauración escatológica del Reino de Dios. De ahí esa duplicidad que en la novela se establece entre Yeshuah e Iskariot Yehudá. El Visionario, enigmático y elusivo, que tras la ejecución de Ehud Yohanán (Juan el Bautista) inicia un errático camino de predicación, encarna la figura de un mesías reticente, de cuyas palabras -misteriosas, ambiguas o simplemente banales- se apropia su contrafigura especular, el zelote nacionalista y rebelde. En sentido riguroso, cabría hablar de significantes flotantes (el Reino o el exhortatorio “Levantaos”, por ejemplo) cuya amplitud semántica es resignificada por Iskariot Yehudá en un horizonte político de liberación y justicia social. La plasmación de esta relación entre la figura extraña y carismática y el agitador revolucionario, con sus claroscuros, incomprensiones y manipulaciones, es uno de los aspectos más cuidados y sobresalientes de la novela, a pesar de que revela la que tal vez sea su mayor debilidad en la incapacidad de hacer palpable la supuesta potencia fascinadora del personaje de Yeshuah, que en el sfumato aplicado a sus contornos parece en ocasiones más la imprecisa efigie de un mosaico que la presencia viva y poderosa que suscitaba tanto el fervor como la hostilidad.
En todo caso, más allá del escepticismo (reaccionarismo, podríamos decir en una lectura moderna) de la voz narradora, que lamenta “el sacrificio violento de imaginar otros mundos”, queda esa “última cena” comunitaria en la que el tiempo de la historia (“pudridero de cadáveres futuros”) es suspendido milagrosamente en la densidad de un instante –un tiempo mesiánico, un tiempo otro- que abre líneas de fuga y ruptura en esa cronología inflexible del sacrificio: “Vivieron, por unos instantes, poseídos por el sentimiento de habitar en otro mundo fuera de este”. El único milagro al que el lector ha asistido.
Y quedan también las huellas discursivas, el misterio de las voces y las palabras. Al margen de la indudable habilidad narrativa en la reformulación inédita de la materia evangélica, creo que García Ortega ha acertado en lo más decisivo: la construcción de esa voz anónima que en sus registros y modulaciones -en la sobriedad restrictiva de su tono testifical o en su timbre a veces confesional y empático- ha sabido hacer resonar un mundo y una época en su radical extrañeza y en lo que permanece, ese resto o sustancia que se filtra a través de las edades y que reconocemos como esencialmente nuestro. “Pasa la figura de este mundo” decía San Pablo y es en la captación del vértigo aflictivo de ese tránsito, en su inmediatez más física y vulnerable (hombres y mujeres difuminados en el polvo sofocante de un desierto, el gesto secreto de una angustia irrestañable, cuerpos sucios, torturados y agonizantes en lo alto de unas cruces), donde la novela encuentra sus ecos más perdurables. 
Publicado en El Cuaderno

viernes, 18 de noviembre de 2016

"Contra la tentación populista" (Slavoj Žižek)



 Prácticamente el capítulo entero de Žižek en el Lenin Reactivado. Hacia una política de la verdad. (Akal, 2010)


"El «No» de franceses y holandeses al proyecto de Constitución europea, que nos sitúa ante una nueva versión de esta extraña ley dialéctica. El «No» francés y holandés fue un claro caso de lo que en la «teoría francesa» se designa como un significante flotante: un «No» de significados confusos, inconsistentes y sobredeterminados, un tipo de continente en el que coexisten la defensa de los derechos de los trabajadores y el racismo, en el que la reacción ciega a la percepción de una amenaza y el miedo al cambio coexisten con vagas esperanzas utópicas. Se nos ha dicho que el «No» fue en realidad un «No» a muchas otras cosas: al neoliberalismo anglosajón, a Chirac y al gobierno francés del momento, a la influencia de los trabajadores inmigrantes polacos que venía a reducir los salarios de los trabajadores franceses, y cosas así. Ahora comienza la verdadera batalla: la batalla por el significado de ese «No». ¿Quién se lo apropia? ¿Quién —si existe alguien— lo traduce en una visión política alternativa coherente?
Si hay una lectura predominante para el «No» es una nueva variante del viejo dicho de Clinton «¡Es la economía, estúpido!»: se supone que el «No» sería una reacción ante el letargo económico de Europa —ante su rezagamiento respecto a los nuevos bloques de poder económico emergentes, ante su inercia en lo económico, lo social, y en la ideología política— pero, paradójicamente, fue una reacción inapropiada, una reacción en nombreprecisamente de esa inercia de europeos privilegiados, de quienes quieren aferrarse a los viejos privilegios del Estado de bienestar. Fue la reacción de la «vieja Europa», desencadenada por el miedo a todo verdadero cambio, el rechazo a las incertidumbres de ese mundo feliz de la modernización globalista. No es extraño que la reacción de la Europa «oficial» fuera casi de pánico ante el peligro de las pasiones «irracionales» de racismo y aislacionismo que apoyaron el «No», ante el rechazo pueblerino a la apertura y el multiculturalismo. Uno está acostumbrado a oír quejas sobre la creciente apatía de los votantes, sobre la caída de la participación popular en la política. Los liberales, alarmados, hablan continuamente de la necesidad de movilizar a la gente a base de iniciativas de la sociedad civil, implicarlos más en el proceso político. No obstante, cuando la gente despierta de su modorra apolítica, por regla general lo hace en forma de revuelta populista de derechas, no siendo de extrañar que muchos tecnócratas liberales ilustrados se pregunten ahora si la anterior «apatía» no era más bien una bendición camuflada.
No hay que perder aquí de vista cómo justo estos elementos, que en apariencia constituyen un puro racismo de derechas, en realidad son una versión desplazada de las reivindicaciones de los trabajadores. Por supuesto hay racismo en reclamar el cese de la inmigración de trabajadores extranjeros que amenazan «nuestros empleos». No obstante, habría que tener en cuenta un hecho simple: el origen de la afluencia de trabajadores inmigrados de los países poscomunistas no radica en determinada tolerancia multicultural; en realidad, es parte de la estrategia del capital para mantener a raya las demandas de los trabajadores. Por esta razón, Bush hizo más en Estados Unidos por la legalización de los inmigrantes ilegales de origen mexicano que los demócratas, sometidos a la presión de los sindicatos. Irónicamente, el populismo racista de derechas es hoy en día la mejor demostración de que la lucha de clases lejos de estar obsoleta está en crecimiento. La lección que debería aprender de aquí la izquierda es la de no cometer el mismo error de la mistificación del populismo racista, el de trasladar el odio a los extranjeros. Convendría no confundir la hierba con la maleza, es decir rechazar el racismo populista antiinmigrantes por mor de un aperturismo multicultural, obviando su contenido desplazado de lucha de clases. Con todo lo bienintencionada que pretende ser, la mera insistencia en un aperturismo multicultural es la forma más capciosa de lucha contra la clase trabajadora.
Es típica, en este sentido, la reacción de los principales políticos alemanes a la formación del nuevo partido La Izquierda para las elecciones de 2005, una coalición del PDS de Alemania Occidental y los disidentes izquierdistas del SPD: el propio Joschka Fischer alcanzó uno de los puntos más bajos de su carrera cuando dijo que Oskar Lafontaine era «un Haider alemán» (porque Lafontaine denunciaba que la importación de mano de obra barata de Europa del Este provocaba la bajada de salarios de los trabajadores alemanes). Es un claro síntoma de la manera exagerada y alarmada con la que el entorno político (e incluso cultural) dominante reaccionó cuando Lafontaine hablaba de «trabajadores extranjeros», o cuando el secretario del SPD llamaba a los especuladores financieros «plaga de langostas», como si estuviéramos presenciando un auténtico renacimiento neonazi. Esta total ceguera política, esta pérdida de la auténtica capacidad de distinguir entre izquierdas y derechas lo que delata es un pánico ante la politización en sí misma. El rechazo automático a mantener cualquier forma de pensamiento fuera de las coordenadas pospolíticas establecidas tachándolo de «demagogia populista» es, hasta el momento, la mejor prueba de que, en definitiva, vivimos bajo un nuevo Denkverbot. (La tragedia está, sin duda, en que el partido La Izquierda en realidad es un partido de pura protesta, sin ningún programa global de cambio que sea viable).
Populismo: las antinomias del concepto
El «No» franco-holandés, por tanto, nos sitúa ante la última aventura en la historia del populismo. Para la elite ilustrada de la tecnocracia liberal, el populismo es intrínsecamente protofascista, la renuncia a la racionalidad política, una rebelión en forma de desbordamiento de pasiones ciegas y utópicas. La réplica más simple a esta desconfianza sería defender que el populismo es intrínsecamente neutral, que se trata de un dispositivo político formal y transferible que puede incorporarse a diferentes compromisos políticos. Este punto de vista lo desarrolló Ernesto Laclau en detalle.
Para Laclau, en un bonito caso de autorreferencia, la propia lógica de la estructuración jerárquica puede aplicarse también a la confrontación conceptual entre populismo y política: el populismo es el objet a lacaniano de la política, la figura individual que representa la dimensión universal de lo político y, por ello, es «el camino real» para entender lo político. Hegel proporcionó un término para este solapamiento de lo universal con parte de su propio contenido particular: determinación por oposición [gegensätzliche Bestimmung], es el modo en que el género universal se encuentra a sí mismo en sus especies particulares. El populismo no es un movimiento político específico sino lo político en estado puro: la «inflexión» del espacio social que puede afectar a cualquier contenido político. Sus elementos son puramente formales, transcendentales, no ónticos: el populismo aparece cuando determinadas demandas «democráticas» (en pro de una mejor seguridad social, mejores servicios de salud, menores impuestos, reclamaciones antibélicas, etc.) se encadenan en una serie de equivalencias y de este concatenamiento surge «el pueblo» como sujeto político universal. Lo que caracteriza al populismo no es el contenido óntico de esas demandas sino el mero hecho formal de que, a través de su concatenamiento, el pueblo emerge como sujeto político y todas las luchas y antagonismos particulares toman la forma de un enfrentamiento entre «nosotros» (el pueblo) y «ellos». De nuevo el contenido del «nosotros» y el «ellos» no está previamente determinado pero constituye precisamente la señal de la lucha por la hegemonía: incluso elementos ideológicos tales como el racismo o antisemitismo descarnados pueden concatenarse en una serie de equivalencias de naturaleza populista, según el sentido en que el «ellos» esté construido.
Ahora queda claro por qué Laclau prefiere el populismo a la lucha de clases: el populismo proporciona la matriz neutra y trascendental de una lucha abierta, cuyos contenidos y señas están definidos en sí mismos por una lucha ocasional por la hegemonía, mientras que la «lucha de clases» presupone un grupo social en particular (la clase trabajadora) como agente político privilegiado. Este privilegio en sí mismo no es el resultado de la misma lucha por la hegemonía, sino que está basado en la posición social objetiva de este grupo: la lucha ideológica y política no es, en último término, más que un epifenómeno de procesos y poderes sociales «objetivos» y de sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el hecho de que una determinada lucha se vea elevada a la categoría de «equivalente universal» de todas las luchas no es un hecho predeterminado, sino resultado de la lucha política contingente por la hegemonía. En un determinado contexto, esta lucha puede ser la lucha de los trabajadores; en otro contexto, la lucha anticolonialista de los patriotas, y en otro la lucha antirracista por la tolerancia cultural. No hay nada en las cualidades positivas inherentes a una determinada lucha que la predestine a ese papel hegemónico de «equivalente general» de todas las luchas. La lucha por la hegemonía no sólo presupone una escisión irreductible entre la forma universal y la pluralidad de contenidos particulares, sino el eventual proceso por el que uno de esos contenidos se «transustancia» en la encarnación inmediata de la dimensión universal. Según el ejemplo del propio Laclau, en la Polonia de los años ochenta, las reclamaciones particulares de Solidarnosc se vieron elevadas a la encarnación del rechazo global del régimen comunista por parte del pueblo, de modo que todas las versiones diferentes de la oposición anticomunista (desde la oposición del nacionalismo conservador, pasando por la oposición democrático-liberal y la disidencia cultural, hasta la oposición de la izquierda trabajadora) se reconocían a sí mismos en el significante vacío «Solidarnosc».
Así es como Laclau intenta diferenciar su postura a la vez del gradualismo (que reduce la auténtica dimensión de lo político de tal manera que lo único que queda es la realización gradual de unas demandas «democráticas» particulares dentro del espacio social diferenciado) y también de la idea opuesta de una revolución total que vendría a traer poco menos que una sociedad completamente autorreconciliada. Lo que ambos extremos pierden de vista es la lucha por la hegemonía en la que una demanda concreta se ve «elevada a la dignidad de la Cosa», es decir, pasa a ser representativa de la universalidad del «pueblo». Así, el campo de la política queda atrapado en una tensión irreducible entre significantes «vacíos» y «flotantes»: algunos significantes concretos comienzan funcionando como «vacíos», encarnando directamente la dimensión universal, incorporando en la cadena de equivalencias —de cuya totalidad forman parte— un buen número de significantes «flotantes». Laclau utiliza esta escisión entre la necesidad «ontológica» de un voto de protesta populista (condicionado por el hecho de que el discurso del poder hegemónico no puede incorporar una serie de reclamaciones populares) y el eventual contenido óntico al que este voto va unido para explicar el supuesto cambio hacia el populismo de derechas del Frente Nacional por parte de muchos votantes franceses que hasta la década de los setenta apoyaban al Partido Comunista. La elegancia de esta solución reside en que se prescinde del aburrido tópico de una supuesta «más profunda (totalitaria, por supuesto) solidaridad» entre la extrema derecha y la «extrema» izquierda.
Aunque la teoría de Laclau sobre el populismo se destaca como uno de los grandes (y por desgracia para la teoría social, raros) ejemplos de auténtico rigor conceptual, habría que reseñar un par de rasgos problemáticos. El primero de ellos se refiere precisamente a su definición de populismo: la serie de condiciones formales que enumera no bastan para justificar que se denomine «populista» a un determinado fenómeno. Algo que hay que añadirle es el modo en que el discurso populista rechaza el antagonismo y construye el enemigo. En el populismo, el enemigo es externalizado o reificado en una entidad ontológica positiva (aunque esa entidad sea fantasmal), cuya aniquilación restablecerá el equilibrio y la justicia. Simétricamente nuestra propia identidad —la del agente político populista— se percibe como preexistente al ataque del enemigo. Recurramos al preciso análisis del propio Laclau de por qué habría que considerar populista al Cartismo:
Su leitmotiv dominante consiste en situar los males de la sociedad no en algo intrínseco al sistema económico, sino exactamente en lo contrario: en el abuso de poder de grupos especuladores y parásitos que controlan el poder político: «la vieja corrupción», en palabras de Cobbett […]. Fue por esta razón por la que el rasgo de la clase dominante que más se destacaba era su ociosidad y su parasitismo.
En otras palabras, para un populista la causa de los problemas nunca es, en definitiva, el sistema como tal, sino el intruso que lo corrompe (los especuladores financieros, por ejemplo, no los capitalistas como tales); la causa no es un defecto fatalmente inscrito en la estructura como tal, sino un elemento que no desempeña correctamente su papel dentro de la misma. Para un marxista por el contrario (como para un freudiano), lo patológico (el comportamiento desviado de determinados elementos) es síntoma de lo normal, un indicador de lo que precisamente va mal en esa estructura amenazada por accesos «patológicos». Para Marx, las crisis económicas son la clave para entender el funcionamiento «normal» del capitalismo; para Freud, los fenómenos patológicos, como los brotes histéricos, nos dan la clave de la constitución (y las contradicciones ocultas que sostienen el funcionamiento) de un sujeto «normal». Por esto, el fascismo es en definitiva un populismo. Su figura del judío es el punto equivalente de la serie (ciertamente heterogénea e inconsistente) de amenazas que experimentan los individuos: el judío es a la vez demasiado intelectual, sucio, sexualmente voraz, muy trabajador, un explotador financiero, etc., etc. Aquí encontramos otro rasgo clave del populismo, que Laclau no menciona. El significante maestro populista para el enemigo no sólo es —como él subraya con razón— vacío, vago, impreciso, etcétera:
Decir que la oligarquía es la responsable de la frustración de las reivindicaciones sociales no es establecer algo que pueda leerse de las mismas reivindicaciones sociales; es proporcionado desde afuera de estas demandas por un discurso en el que aquellas pueden inscribirse […]. Aquí es donde aparece necesariamente el momento de la vacuidad, a continuación del establecimiento de vínculos equivalentes. Ergo, «vaguedad» e «imprecisión», pero estas no son el resultado de algún tipo de situación marginal o primitiva; están incluidas en la naturaleza misma de lo político.
En el populismo en sentido estricto, este carácter «abstracto» se complementa siempre, además, con la pseudoconcreción de la figura que se selecciona como el enemigo, el agente particular que está detrás de todas las amenazas que percibe el pueblo. Se pueden comprar hoy día teclados de ordenador que imitan artificialmente la resistencia al tacto de las viejas máquinas de escribir y también el sonido que hacían al percutir el tipo sobre el papel: ¿qué mejor ejemplo para la necesidad actual de pseudoconcreción? Hoy en día, cuando no sólo las relaciones sociales sino la misma tecnología se vuelven cada vez más «no transparentes» (¿quién puede ver lo que pasa dentro de un PC?), hay una gran necesidad de recrear una concreción artificial que haga posible que los individuos se relacionen con sus complejos entornos como con un mundo de vida dotado de significado. En el mundo de los ordenadores, este fue el paso dado por Apple cuando desarrolló la pseudoconcreción de los iconos. La vieja fórmula de Guy Debord de la «sociedad del espectáculo» toma pues un nuevo giro: las imágenes se crean con el fin de llenar el hueco que separa el nuevo universo artificial del entorno ambiental de nuestro viejo mundo vital; es decir, para «domesticar» ese nuevo universo. ¿No es «el judío», la figura pseudoconcreta del populismo que condensa la multitud de fuerzas anónimas que nos determinan, algo análogo al teclado de ordenador que imita el de una vieja máquina de escribir? El judío como enemigo surge, en definitiva, de fuera de esas reivindicaciones sociales que se perciben a sí mismas como frustradas.
Este complemento a la definición de populismo de Laclau en modo alguno implica cualquier tipo de retorno al nivel óntico. Seguimos estando en el nivel ontológico-formal y, aceptando como aceptamos la tesis de Laclau de que el populismo es una determinada lógica política formal que no está referida a contenido alguno, sólo la completamos con la característica (no menos importante que sus otros rasgos) de objetivar el antagonismo en un entidad positiva. El populismo como tal contiene, por definición, un mínimo, una forma elemental de mistificación ideológica. Esa es la razón de que, aunque efectivamente no es más que un marco o matriz de lógica política que puede aparecer dados determinados avatares políticos (nacionalismo reaccionario, nacionalismo progresista, etc.), no obstante, en la medida en que en su auténtico sentido transforma el antagonismo social intrínseco en el antagonismo entre «el pueblo» como unidad y su enemigo externo, esconde, «en última instancia», una tendencia protofascista a largo plazo.
Esta es la razón por la que resulta problemático considerar cualquier tipo de movimiento comunista como una versión de populismo. Frente a una «popularización» del comunismo, deberíamos permanecer fieles a la concepción leninista de la política como el arte de intervenir en las situaciones coyunturales que, en sí mismas, están ahí como modos específicos de concentración de la contradicción (antagonismo) «principal». Es esta referencia permanente a la contradicción «principal» lo que distingue las auténticas políticas «radicales» de todos los populismos.
Tras sugerir la posibilidad de que el elemento de identificación compartida que mantiene unida a una multitud pueda cambiar de la persona del líder a una idea impersonal, Freud afirma: «Esta abstracción, de nuevo, puede corporeizarse de manera más o menos completa en la figura de lo que podríamos llamar un líder secundario y surgirían variaciones interesantes de la relación entre la idea y el líder». ¿No resulta esto especialmente adecuado al caso del líder Stalin, quien, en contraste con el líder fascista, es «un líder secundario», el instrumento de personificación de la idea comunista? Esta es la razón por la que los movimientos y regímenes comunistas no pueden conceptualizarse como categoría de populistas.
Ligadas a esto están algunas debilidades adicionales del análisis de Laclau. La unidad mínima en su análisis del populismo es la categoría de «demanda social» (en el doble significado del término: como solicitud y como reclamación). La razón estratégica de la elección de este término es clara: el sujeto de la demanda se establece precisamente por el mismo hecho de plantearla. El «pueblo», por lo tanto, se constituye a sí mismo por medio de cadenas de equivalencias de demandas; el «pueblo» es el resultado performativo de la presentación de esas demandas, no un grupo preexistente. No obstante, el término «demanda» implica un escenario completo en el que un sujeto dirige su demanda a un «otro» que se presupone capacitado para recibirla. ¿No se desenvuelve el propio acto político revolucionario o emancipador más allá del horizonte de estas demandas? La actuación del sujeto revolucionario no se limita a demandar algo, durante mucho tiempo, de los que detentan el poder: quiere destruirlos. Además, a una demanda elemental de este tipo, previa a su eventual encadenamiento en una serie de equivalencias, Laclau la denomina «democrática». Tal como él lo explica, recurre a esta acepción un tanto peculiar para referirse a una demanda que funciona todavía dentro del sistema sociopolítico, es decir, una demanda que se recibe como demanda concreta, de manera que no resulta frustrada ni, a causa de su frustración, forzada a inscribirse dentro de una serie antagónica de equivalencias. Aunque subraya que en un espacio político «normal» e institucionalizado existen, desde luego, muchos conflictos que se negocian uno a uno, sin desencadenar alianzas o antagonismos trasversales, Laclau es asimismo consciente de que también dentro de un espacio democrático institucionalizado pueden formarse esas cadenas de equivalencias. Recordemos cómo, a comienzos de los años noventa en el Reino Unido, bajo el liderazgo conservador de John Major, la figura de «la madre soltera sin empleo» fue elevada a símbolo universal de lo que fallaba en el viejo sistema de Estado de bienestar: todos los «males sociales» fueron de alguna manera reducidos a esta figura (si se produce una crisis presupuestaria del Estado es porque se gasta demasiado dinero en sostener a estas madres y a sus hijos; si existe delincuencia juvenil es porque las madres solteras no ejercen la autoridad necesaria para promover la adecuada disciplina en la educación; etcétera).
Lo que Laclau olvida resaltar no es sólo la especificidad de la democracia en lo que respecta a su contraposición conceptual básica entre la lógica de las diferencias (la sociedad como un sistema regulado global) y la lógica de las equivalencias (el espacio social como la escisión entre dos campos antagónicos que igualan sus diferencias internas), sino además todo el entrelazado interno de esas dos lógicas. Lo primero que hay que destacar aquí es cómo sólo en un sistema político democrático la lógica antagónica de equivalencias está incorporada en el mismo edificio político como su rasgo estructural básico. Da la impresión de que aquí viene más a cuento la obra de Chantal Mouffe en su intento heroico de compaginar democracia y espíritu de lucha agonista, rechazando las dos posturas extremas: por una parte, la apología de la heroica confrontación hostil que deja en suspenso la democracia y sus reglas (Nietzsche, Heidegger, Schmitt); y, por otra, la exclusión de la lucha fuera del espacio democrático, de modo que todo quede en una competición anémica sometida a reglas (Habermas). Aquí tiene razón Mouffe al destacar cómo la violencia retorna en forma vengativa excluyendo a aquellos que no cumplen las normas de la comunicación sin restricciones. De todas formas, el rasgo principal de la democracia en los actuales países democráticos no está en ninguno de estos dos extremos, sino en la muerte de lo político por medio de la mercantilización de la política. El problema principal aquí no es el modo en que los políticos son empaquetados y vendidos como mercancía en las elecciones. Mucho más serio es el problema de que esas mismas elecciones se conciben como una compra de mercancías (el poder, en este caso): implican una competición entre diferentes partidos-mercancía y nuestros votos son como dinero que entregamos para comprar el gobierno que queremos. Lo que se pierde en una concepción así de la política como un servicio más que podemos comprar es la política como un debate público compartido sobre resultados y decisiones que nos conciernen a todos.
Así, pues, parece que la democracia no sólo puede admitir el enfrentamiento, sino que es la única forma política que lo requiere y lo presupone, que lo institucionaliza. Lo que otros sistemas políticos perciben como una amenaza (la ausencia de un pretendiente «natural» al poder) la democracia lo eleva a una condición «normal» y positiva de su funcionamiento: el sitio del poder está vacío, no hay un aspirante «natural» para él, el pólemos, la lucha es inexcusable y cada gobierno concreto tiene que pelearse, tiene que ser conseguido por medio del pólemos. La observación crítica de Laclau sobre Lefort se equivoca en esto: «Para Lefort, el sitio del poder en las democracias está vacío. Para mí, el problema se plantea de manera diferente: el problema reside en producir vacío fuera del campo de actuación de la lógica hegemónica. Para mí el vacío es una forma de identidad, no un lugar estructural». Ambos vacíos, sencillamente, no son comparables. El vacío del «pueblo» es el vacío del significante hegemónico que totaliza la cadena de equivalencias, esto es, aquel cuyo contenido concreto es «transustanciado» en la personificación del conjunto social, mientras que el vacío del sitio del poder es una distancia que hace que cualquier portador de poder concreto sea «deficiente», contingente y temporal.
El otro rasgo descuidado por Laclau es la paradoja fundamental del fascismo autoritario que es casi el inverso exacto de lo que Mouffe llama «la paradoja democrática»: si la apuesta de la democracia (la institucionalizada) es integrar la misma pugna antagónica dentro del espacio institucional diferenciado, convirtiéndola en lucha regulada, el fascismo se mueve en la dirección contraria. El fascismo, en su modo de actuar, lleva a su extremo la lógica del combate (habla de «lucha a muerte» entre ellos y sus enemigos y propugna siempre —si no la ejecuta— una cierta amenaza extrainstitucional de violencia, una «presión directa del pueblo» que sortea los complejos canales institucionales y legales), y postula como meta política precisamente lo contrario, un cuerpo social jerárquico extremadamente ordenado (a nadie ha de asombrar que el fascismo recurra siempre a metáforas orgánicas y corporativas). Esta diferencia puede fácilmente explicarse en los términos de la oposición de Laclau entre «el sujeto de la enunciación» y «el sujeto de lo enunciado» (el contenido): la democracia, admitiendo como admite la lucha antagónica como objetivo (como su enunciado, su contenido, en sentido lacaniano), su proceder es regulado y sistemático. El fascismo, por el contrario, pretende imponer la meta de una armonía jerárquicamente estructurada por medio de un enfrentamiento sin control alguno.
La conclusión que podemos sacar es que el populismo (en el sentido en que nosotros completamos la definición de Laclau) no es el único modo en que se produce un exceso de enfrentamiento más allá del marco institucional democrático para la lucha agónica: ni las (ya fenecidas) organizaciones revolucionarias comunistas ni toda la amplia gama de fenómenos de protesta social y política no institucionales, desde los movimientos estudiantiles de la época de 1968 a las posteriores protestas antibélicas y el más reciente movimiento antiglobalización, pueden calificarse propiamente de populistas. Es paradigmático el caso del movimiento de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta contra la segregación racial en Estados Unidos, resumido en el nombre de Martin Luther King. Aunque sus esfuerzos buscaban articular una demanda que de por sí no tenía cabida en las instituciones democráticas existentes, el movimiento no puede llamarse populista en el sentido auténtico del término: su modo de llevar la lucha y dar forma a su oponente sencillamente no era populista. (Habría que hacer aquí una observación más general sobre los movimientos populares de un único objetivo [por ejemplo, las «revueltas fiscales» en Estados Unidos]: aunque funcionan de manera populista, movilizando a la gente en torno a una reivindicación no aceptada por las instituciones democráticas, no parecen encuadrarse en una compleja cadena de equivalencias. Su enfoque se limita a una reivindicación concreta).
… al punto muerto de los compromisos políticos
Aunque para Laclau la retórica se halla operativa en el corazón mismo del proceso político-ideológico, al establecer una articulación de hegemonías, a veces cae en la tentación de reducir los problemas de la izquierda actual a un fracaso «meramente retórico», como en el siguiente pasaje:
La derecha y la izquierda no se enfrentan en el mismo nivel. Por una parte, la derecha intenta articular distintos problemas que tiene la gente en alguna especie de imaginario político y, por otra, la izquierda emprende la retirada hacia un discurso puramente moral que no toma parte en la lucha por la hegemonía […]. El problema principal de la izquierda es que la lucha no se desarrolla hoy en este nivel del imaginario político. Ella se limita a un discurso racionalista sobre derechos, concebidos de manera puramente abstracta, sin entrar a la palestra de la lucha hegemónica y, sin este compromiso, no es posible una alternativa política progresista.
Así, pues, el principal problema de la izquierda es su incapacidad para proponer una visión apasionada de cambio global… ¿pero es realmente así de simple? ¿Es la solución para la izquierda abandonar el discurso racionalista, «puramente moral» y proponer una visión más comprometida con respecto al imaginario político, una visión que pudiera competir con los proyectos neoconservadores y a la vez con sus concepciones izquierdistas del pasado? ¿No se parece mucho esta respuesta a la proverbial contestación del médico a su paciente preocupado: «lo que usted necesita es un buen consejo médico»? ¿Qué tal si nos hacemos la pregunta elemental: en qué consistiría concretamente esta nueva visión de izquierdas en lo tocante a su contenido? ¿No está condicionada la decadencia de la izquierda tradicional, su retirada hacia el discurso racionalista moral que ya no entra en la lucha por la hegemonía, por los grandes cambios de las últimas décadas en la economía global? ¿Dónde hay entonces una mejor solución global de izquierdas a nuestro actual problema? A pesar de todo lo que se dice en contra de la Tercera Vía, esta intenta al fin y al cabo proponer una visión que tiene en cuenta esos cambios. No es extraño que la confusión comience a imperar en cuanto nos aproximamos al análisis político concreto. En una entrevista reciente, Ernesto Laclau hizo una extraña acusación contra mí diciendo que yo
afirmaba que el problema con Estados Unidos está en que actúa como una potencia global pero no piensa como una potencia global, sino solamente de acuerdo a sus propios intereses. La solución es pues que debería pensar y actuar como una potencia global, que debería asumir su papel de policía mundial. Para alguien como Žižek, que viene de la tradición hegeliana, decir algo así significa que Estados Unidos viene a ser la clase universal […]. La función que Hegel atribuye al Estado y Marx al proletariado, Žižek se la confiere ahora a la culminación del imperialismo estadounidense. No hay base alguna para pensar que las cosas van a ser así. Yo no creo que ninguna causa progresista, en ninguna parte del mundo, pueda pensar en esos términos.
No cito este pasaje para recrearme en lo forzado y ridículo de su maliciosa interpretación: por supuesto, yo nunca defendí que Estados Unidos fuera una clase universal. Cuando yo constaté que Estados Unidos «actúa de modo global y piensa de modo local», mi opinión no era que debería pensar y actuar globalmente; se trataba sencillamente de que esta brecha entre universalidad y particularidad es estructuralmente necesaria, razón por lo cual Estados Unidos está cavando a la larga su propia tumba. Por cierto, ahí es donde reside mi hegelianismo: el motor del proceso histórico-dialéctico es precisamente esa brecha entre acción y pensamiento. La gente no hace lo que cree estar haciendo: mientras el pensamiento es formalmente universal, el acto como tal particulariza, y esta es la razón por la que, precisamente para Hegel, no existe un sujeto histórico autotransparente: todos los sujetos sociales, en el momento de actuar, quedan atrapados en «la perfidia de la razón» y desempeñan su papel gracias, precisamente, al fracaso en la obtención de su objetivo. En consecuencia, la brecha de la que nos estamos ocupando no es simplemente la brecha entre la forma universal del pensamiento y los intereses particulares que sustentan «efectivamente» nuestros actos legitimados por el pensamiento universal: el auténtico descubrimiento de Hegel consiste en que precisamente la forma universal en cuanto tal, en su oposición al contenido particular que excluye, se particulariza a sí misma, se convierte en su opuesto, por eso no hace falta buscar ningún contenido particular «patológico» que empañe la pura universalidad.
La razón por la que cito este pasaje es para hacer un preciso apunte teórico sobre el estatus de la universalidad: nos enfrentamos aquí a dos lógicas de universalidad opuestas, que han de diferenciarse estrictamente. Por una parte está la burocracia del Estado como la clase universal de una sociedad (o, yendo más lejos, Estados Unidos como policía mundial, como promotor y garante universal de los derechos humanos y la democracia), el agente directo del orden global; por otro lado, está la universalidad «supernumeraria», la universalidad personificada en el elemento que se sale del orden existente y que, aunque interno a éste, no tiene propiamente lugar dentro del mismo (lo que Jacques Rancière llama la «parte de la no-parte»). No sólo no son ambas cosas lo mismo, sino que, en último término, la lucha es precisamente la lucha entre esas dos universalidades, no simplemente entre los elementos particulares de la universalidad; no se trata precisamente de qué contenido particular «dominará» la forma vacía de la universalidad, sino más bien de la lucha entre dos formas específicas de universalidad.
Por eso se equivoca Laclau cuando contrapone la «clase trabajadora» y «el pueblo» en función del eje contenido conceptual versus el efecto de la nominación radical: la «clase trabajadora» designa un grupo social preexistente, caracterizado por su contenido sustancial, mientras que «el pueblo» surge como agente unificado por el mismo hecho de la nominación. No hay nada en la heterogeneidad de las reivindicaciones que las habilite para ser unificadas en «el pueblo». No obstante, Marx distingue entre «clase trabajadora» y «proletariado»: la «clase trabajadora» es efectivamente un grupo social concreto, mientras que el «proletariado» designa una situación subjetiva. Y Lenin sigue aquí a Marx en su concepción «no orgánica» del partido como diferenciado de la clase, concebida la propia «clase» como una entidad muy heterogénea y contradictoria, lo mismo que en su profunda sensibilidad para con la especificidad de la dimensión política en medio de las diferentes prácticas sociales.
Ésta es la razón por la que también yerra el tiro el debate crítico de Laclau sobre la distinción que hace Marx entre «proletariado» y «Lumpenproletariat»: la distinción no se establece entre un grupo social objetivo y un no-grupo, un excedente residual que de por sí no tiene un lugar dentro de la estructura social, sino entre dos formas de este excedente residual que generan dos posiciones subjetivas diferentes. Paradójicamente, lo que implica el análisis de Marx es que, aunque el «Lumpenproletariat» parece más radicalmente desplazado respecto al cuerpo social que el «proletariado», en realidad encaja en el edificio social mucho más cómodamente. Remitiéndonos a la distinción kantiana entre juicio negativo y juicio infinito, el «Lumpenproletariat» no es realmente un no-grupo (la negación inmanente de un grupo, un grupo que es un no-grupo), pero no es un grupo y su exclusión de todos los estratos no sólo consolida la identidad de los demás grupos, sino que la convierte en un elemento libre, flotante, que puede ser utilizado por cualquier estrato o clase. Puede ser el elemento «carnavalesco» que radicaliza la lucha obrera, que empuja a los trabajadores desde las estrategias moderadas y de compromiso a la confrontación abierta, o el elemento utilizado por la clase dominante para corromper desde dentro la oposición a su favor (la tan tradicional chusma criminal al servicio de los que están en el poder). La clase trabajadora, por el contrario, es un grupo que es en sí mismo, como un grupo dentro del edificio social, un no-grupo, es decir, cuya posición es en sí misma contradictoria: la clase trabajadora es una fuerza productiva que los que están en el poder necesitan para perpetuarse ellos y su situación dominante, pero para la que, no obstante, no encuentran un «lugar apropiado».
Esto nos lleva al reproche fundamental que Laclau hace a la «crítica de la economía política» de Marx: es una ciencia positiva, «óntica», que delimita una parte sustancial de la realidad social, de modo que cualquier política emancipatoria que se base en la crítica de la economía política (en otras palabras, cualquier importancia que se otorgue a la lucha de clases) reduce lo político a un epifenómeno incrustado en la realidad sustancial. Tal concepción ignora lo que Derrida llamaba la dimensión «espectral» de la crítica de la economía política de Marx: lejos de ofrecer la ontología de un determinado dominio social, la crítica de la economía política demuestra cómo a esta ontología se añade siempre una «fantasmalogía», ciencia de los fantasmas, lo que Marx llama «las sutilezas metafísicas y los primores teológicos» del mundo de las mercancías. Este extraño «espíritu/fantasma» se aloja en el mismo núcleo de la realidad económica, y esta es la razón por la que con la crítica de la economía política se cierra el círculo de la crítica de Marx. La tesis inicial de Marx en sus primeras obras era que la crítica de la religión era el punto de partida de toda crítica. De ahí proseguía con la crítica del Estado y la política para concluir con la crítica de la economía política, que nos proporciona la visión del mecanismo fundamental de la reproducción social. No obstante, en este último término, el movimiento se vuelve circular y retorna al punto de partida, es decir, lo que descubrimos en el mismísimo núcleo de esta «dura realidad económica» es de nuevo la dimensión teológica. Cuando Marx describe la loca y autopropulsada circulación del capital cuya trayectoria solipsista de autofecundación alcanza hoy su apogeo en la metarreflexiva especulación sobre los contratos de futuros, resultaría casi demasiado simplista proclamar que el espectro de este monstruo autoengendrado que sigue su camino sin tener en cuenta ninguna circunstancia humana o relativa al entorno, es una abstracción ideológica, y no deberíamos olvidar nunca que tras esta abstracción existe gente real y objetos reales en cuyos potenciales y recursos productivos se basa la circulación de capital y de los que se alimenta cual parásito gigantesco. El problema reside en que esta «abstracción» no está sólo en nuestra percepción equivocada de la realidad social (la del especulador financiero), sino que es «real» en el preciso sentido de que determina la estructura misma de los procesos materiales de la sociedad: el destino de estratos enteros de población y a veces países completos puede verse decidido por esta danza especulativa «solipsista» del capital que persigue el objetivo de sus beneficios en medio de una bendita indiferencia con respecto a cómo sus movimientos afectan a la realidad social. En eso consiste fundamentalmente la violencia sistémica del capitalismo, que es mucho más siniestra que la violencia socioideológica directa del precapitalismo: esta violencia ya no es atribuible a individuos concretos y a sus «malas intenciones», sino que es puramente «objetiva», sistémica, anónima. Aquí tropezamos con la distinción lacaniana entre la realidad y lo Real: «realidad» es la realidad social de la gente concreta que interactúa y está implicada en el proceso productivo, mientras que lo Real es la inexorable lógica «abstracta» y espectral del capital que determina lo que se cuece en la realidad social.
No olvidemos, además, qué indica realmente el término crítica de la economía política: la economía es en sí misma política, de manera que no podemos reducir la lucha política a un mero epifenómeno o un efecto secundario de un proceso social más básico de naturaleza económica. Esto es lo que la «lucha de clases» es para Marx: la presencia de la política en el mismísimo corazón de la economía, razón por la cual resulta significativo que el manuscrito de El capital III se interrumpa precisamente en el momento en que Marx hubiera querido ocuparse de la lucha de clases. Esta ruptura no es simplemente una carencia, la señal de un fracaso, sino más bien la señal de que la línea de pensamiento se vuelve hacia sí misma, retorna a una dimensión que ya estaba ahí desde siempre. La lucha de clases «política» impregna todo el análisis desde el comienzo: las categorías de la economía política (por ejemplo, el «valor» de la mercancía «fuerza de trabajo» o la tasa de beneficio) no son datos socioeconómicos objetivos, sino datos que marcan siempre el resultado de una lucha «política». Y, ¿no es una vez más un paso decisivo en esta dirección la manera sustancialmente política en que Lenin entiende las cuestiones económicas tras la toma del poder, en oposición a la rehabilitación por parte de Stalin de la «ley del valor bajo el socialismo»? (Dicho sea de paso, en relación con lo Real, Laclau parece oscilar entre la noción formal de lo Real como antagonismo y la noción más «empírica» de lo Real como aquello que no puede reducirse a una oposición formal: la oposición A–B nunca vendrá a ser A–no-A. La «Beez» de B, en último término, no es objeto de dialéctica. El «pueblo» será siempre algo más que simplemente lo opuesto al poder. Existe un lo Real del «pueblo» que se resiste la «integración simbólica»).
La pregunta crucial es, por supuesto, la siguiente: ¿cuál es exactamente el carácter de este «exceso» de «pueblo» por encima del ser «lo meramente opuesto al poder», que es lo que se resiste a la integración simbólica en «pueblo»? ¿Es simplemente la riqueza de sus significados (empíricos o de otro tipo)? Si ese es el caso, no nos las tenemos que ver con un lo Real que resiste la integración simbólica, ya que lo Real, en este caso, es precisamente el antagonismo de A–no-A, de manera que «lo que hay en B más allá del no-A» no es lo Real en B, sino las determinaciones simbólicas de B.
El «capitalismo», por lo tanto, no es meramente una categoría que delimita una esfera social concreta, sino una matriz formal, trascendental, que estructura todo el espacio social: literalmente, un modo de producción. Su fuerza reside precisamente en su debilidad: se ve empujado a una dinámica constante, a una especie de permanente estado de excepción con el objeto de evitar enfrentarse a su antagonismo básico, su desequilibrio estructural. En sí mismo es ontológicamente «abierto»: se reproduce a sí mismo por medio de su autosuperación permanente; es como si estuviera endeudado con su propio futuro, hipotecándose con él y posponiendo siempre el día de saldar las cuentas.
Was will Europa?
La conclusión general es que, aunque el tópico del populismo emerge como crucial en el escenario político actual, no puede utilizarse como base para la renovación de las políticas emancipatorias. Lo primero que hay que resaltar es que el populismo de hoy es distinto de su versión tradicional, diferenciándose por el oponente contra el que moviliza al pueblo: el florecimiento de la pospolítica, la creciente reducción de la política apropiada a la administración racional de los intereses en conflicto. En los países altamente desarrollados como Estados Unidos y Europa occidental, el «populismo» emerge, en definitiva, como el inevitable doble en la sombra de las pospolíticas institucionalizadas: uno estaría tentado a decir que como su suplemento en el sentido derridiano, como la cancha en la que pueden articularse las reivindicaciones políticas que no encajan en el espacio institucionalizado. En este sentido, existe una mistificación que es parte constituyente del populismo: su gesto es rehusar a enfrentarse con la complejidad de la situación, reducirla a una lucha clara con la figura pseudoconcreta de un enemigo (desde la burocracia de Bruselas a los inmigrantes ilegales). «Populismo», pues, es por definición un fenómeno negativo, un fenómeno basado en una repulsa, incluso una admisión implícita de impotencia. Todos conocemos el viejo chiste del tipo que busca a la luz de la farola la llave que ha perdido: cuando le preguntan dónde la ha perdido, admite que fue en un rincón oscuro; entonces, «¿Por qué la buscas bajo la luz? Porque aquí se ve mucho mejor». Hay siempre algo de esta trampa en el populismo, dado que éste no sólo no es el espacio en el que deberían inscribirse los actuales proyectos emancipatorios (de liberación), sino que habría que andar un paso más y defender que la tarea principal de las políticas emancipatorias de hoy día, su problema de vida o muerte, es encontrar una forma de movilización política que, aunque crítica con la política institucionalizada, como el populismo, evite la tentación populista.
¿Dónde nos deja entonces todo esto con respecto al embrollo europeo? A los votantes franceses no se les ofreció una elección claramente simétrica, ya que los auténticos términos de la alternativa privilegiaban el «Sí»: la elite propuso al pueblo una alternativa que en realidad no era en absoluto una alternativa, ya que el pueblo fue llamado a ratificar lo inevitable, el resultado de la ilustración de los expertos. Los medios de comunicación y la elite política presentaron la elección como una elección entre conocimiento e ignorancia, entre conocimiento experto e ideología, entre administración pospolítica y viejas pasiones políticas de izquierdas y derechas. El «No» fue, por lo tanto, desacreditado como una reacción corta de vista, desconocedora de sus propias consecuencias: una oscura reacción de miedo frente al nuevo orden postindustrial emergente, el instinto de apegarse y proteger las confortables tradiciones del Estado de bienestar, un gesto de repulsa carente de cualquier programa positivo alternativo. No es extraño que los únicos partidos cuya postura oficial era el «No» fueran los partidos de los extremos opuestos del espectro político, el Frente Popular de Le Pen en la derecha y comunistas y trotskistas en la izquierda.
No obstante, si hay un elemento de verdad en todo esto, y éste es que el mismo hecho de que el «No» no fuera apoyado por una visión política alternativa coherente constituye la condena más dura posible a la elite política y mediática: es un monumento a su incapacidad de articular, de trasladar a una visión política los anhelos e insatisfacciones del pueblo. En lugar de eso, con su reacción frente al «No», trataron al pueblo como a alumnos retrasados incapaces de captar las lecciones de los expertos. Su única autocrítica fue la del maestro que admite haber fracasado en educar adecuadamente a sus alumnos. Lo que los abogados de esta tesis de la «comunicación» (el «No» de franceses y holandeses indica que la elite ilustrada fracasó al no comunicarse adecuadamente con las masas) no supieron ver es que, justo al contrario, el «No» en cuestión fue un ejemplo perfecto de comunicación en el que, tal como planteó Lacan, el comunicante obtiene del destinatario su propio mensaje en su forma inversa, que es la cierta: los burócratas ilustrados de Europa recibieron en respuesta de sus votantes la superficialidad de su propio mensaje en su forma auténtica. El proyecto de Unión Europea que Francia y Holanda rechazaron quedó como una especie de truco barato, como si Europa pudiera redimirse a sí misma y derrotar a sus competidores simplemente combinando lo mejor de ambos mundos: superando a Estados Unidos, China y Japón en modernización científico-tecnológica y manteniendo vivas sus tradiciones culturales. Habría aquí que insistir en que, por el contrario, si Europa ha de redimirse a sí misma tendrá que estar dispuesta a asumir el riesgo de perder (en el sentido de cuestionar de raíz) ambas cosas: disipar el fetiche del progreso científico-tecnológico y renunciar a abandonarse a la superioridad de su legado cultural.
Así, aunque la elección no giraba en torno a dos opciones políticas, tampoco era la elección de la versión ilustrada de una Europa moderna, dispuesta a incorporarse al nuevo orden global frente a viejas y confusas pasiones políticas. Cuando los comentaristas describen el «No» como un mensaje de miedo confuso, se equivocan del todo. El principal miedo con el que nos vemos aquí es el miedo que el mismo «No» provocó en la nueva elite política europea, el miedo de que el pueblo ya no vaya a seguir comprando tan fácilmente su visión pospolítica. Para todos los demás el «No» es un mensaje y expresión de esperanza: la esperanza de que la política permanece viva y posible, de que el debate sobre qué debe y va a ser la nueva Europa está todavía abierto. Esta es la razón por la que nosotros, en la izquierda, debemos rechazar la insinuación despectiva de los liberales de que en nuestro «No» coincidimos con extraños compañeros de cama neofascistas. Lo único que comparten la nueva derecha populista y la izquierda es justo eso: la conciencia de que la auténtica política está todavía viva.
Hubo una elección positiva en el «No»: la elección de la elección misma, el rechazo del chantaje de la nueva elite que únicamente nos permite elegir entre confirmar su conocimiento experto o lucir nuestra «irracional» inmadurez. El «No» es la decisión positiva de iniciar un auténtico debate político sobre qué tipo de Europa queremos realmente. Al final de su vida se planteó Freud la famosa pregunta «Was will das Weib?» [¿qué quiere la mujer?], admitiendo su perplejidad al encarar el enigma de la sexualidad femenina. ¿Acaso el galimatías de la Constitución europea no viene a atestiguar idéntico rompecabezas?: ¿qué Europa queremos?
Toda crisis es en sí misma un estímulo para un nuevo comienzo, todo fracaso de una estrategia a corto plazo y de unas medidas prácticas (para la reorganización financiera de la Unión y similares) es una bendición encubierta, una oportunidad de repensar los auténticos fundamentos. Lo que necesitamos es una recuperación por medio de la repetición [Wieder-Holung]: a través de una confrontación crítica con toda la tradición europea, deberíamos repetir la pregunta «¿Qué es Europa?» o, mejor, «¿Qué significa para nosotros ser europeos?» y luego darle una nueva formulación. La tarea es difícil, nos obliga a asumir el gran riesgo de caminar por terrenos desconocidos. La única alternativa es ya una lenta decadencia, la transformación gradual de Europa en lo que fue Grecia para el maduro Imperio romano, un destino para el turismo cultural nostálgico, sin ninguna relevancia efectiva.
Hay otro punto a propósito del cual deberíamos arriesgar la hipótesis de que Heidegger estaba en lo cierto, aunque no en el sentido que él pensaba: ¿qué pasa si la democracia no es la repuesta a esta difícil situación? En sus Notes Towards a Definition of Culture, el gran conservador T. S. Eliot destacaba que hay momentos en los que la única elección posible está entre ser sectarios o no creyentes, cuando el único modo de mantener viva una religión es provocar que una secta se escinda del cuerpo principal. Esta es hoy nuestra única oportunidad: sólo por medio de una «escisión sectaria» del legado europeo estándar, amputándonos a nosotros mismos del cuerpo decadente de la vieja Europa, podremos mantener en vida el legado europeo renovado. Esta escisión cuestionaría las premisas mismas que tendemos a aceptar como nuestro propio destino, como datos no negociables de nuestra problemática: esto es, el fenómeno comúnmente definido como el nuevo orden mundial global y la necesidad de acomodarnos a él mediante la «modernización». Por decirlo crudamente: si el nuevo orden mundial global es para todos nosotros el marco no negociable, entonces Europa está perdida, así que la única solución para Europa es asumir el riesgo y romper esta racha de nuestro destino. Nada debería aceptarse como intocable en esta nueva puesta de cimientos, ni la necesidad de «modernización» económica ni los más sagrados fetiches liberales y democráticos."