sábado, 17 de noviembre de 2018

"Tiene que ser aquí" de Maggie O'Farrell



1.  La topografía es un campo del que en varias ocasiones se apropia Maggie O’Farrell para definir personajes e intenciones (definir en el sentido de fijar límites, pero también de abrir puntos de fuga). Diríamos que lo humano es aquí un paisaje mutante e inestable, sujeto a constantes variaciones de luz, un relieve de contornos rugosos y desenfocados, con desmoronamientos súbitos y recomposiciones trabajosas e inciertas: una topografía turbulenta. O si se quiere, una climatología irlandesa.

2. En la letra de la novela: “En apariencia, soy marido, padre, profesor, ciudadano; pero si se mira al trasluz, me convierto en desertor, en impostor, en asesino, en ladrón. En la superficie soy una cosa, pero por debajo estoy plagado de agujeros y cuevas, como un paisaje de piedra caliza.”

3. Tres elementos para componer una teoría de geología narrativa: perspectiva, tiempo, secreto. Es su dominio de estos dispositivos lo que nos permite decir con cierto énfasis apodíctico que Maggie O´Farrell es una de las narradoras más prodigiosas y disfrutables que uno puede leer en estos momentos.

4.  Lo decisivo es cómo la propia disposición de los materiales -todo hay que decirlo, con cierta sobreexposición en los vaivenes de pérdidas, culpas, duelos, redenciones: un drama recargado de sobremesa cafeínica- precipita los significados narrativos: una constelación de puntos de vista en torno al doble núcleo dramático constituido por Daniel y Claudette, la pareja en crisis que todo novelón exige, que postulan una cartografía narrativa que llamaríamos einsteiniana. No hay propiamente retrocesos o avances (analepsis o prolepsis) sobre una línea temporal trazada desde el presente narrativo, sino un desplazamiento de la mirada autorial a lo largo y ancho de una malla espaciotemporal en deslizantes focalizaciones narrativas -conciencias pasajeras ofrecidas en distintos lugares y tiempos- que termina dando esa ilusión de (casi sofocante) densidad existencial en que el lector se sumerge feliz.

5.  Dicho a la manera geológica de la autora: “Y después pienso en la tierra de los territorios fronterizos de Escocia. Una vez le pregunté a Niall y me dijo que debía estar compuesta de estratos de material sedimentario blando. Yo me la imagino oscura, casi negra, y húmeda, plagada de raíces de árboles, con tubérculos nudosos, frondosos, y lentos caminos de gusanos. La tierra es la encarnación de la memoria, pasado y presente en conjunción: nada se va.”

6.  Y está también, decíamos, la sabiduría en la gestión del secreto. Es decir, cómo circula el saber -y cómo se moviliza el deseo de saber- entre los personajes y entre autor y lector. Lo que se sabe con certeza o razonablemente, lo que se intuye, lo que se conjetura, lo que permanece en la sombra: “lentos caminos de gusanos”.

7.  No todo encaja, por supuesto. Hay notas falsas o miméticas: la conversación entre Ari y su tutor, de un salingerismo desubicado, o las reflexiones un tanto abruptas de una preadolescente Marithe sobre la pérdida de la unicidad edénica de la infancia y la melancolía del acceso a la reflexividad adulta, con su escisión de ser y conciencia. Lo que personalmente más me molesta es el timbre en exceso empático que a veces adopta la voz autorial; se echa de menos mayor distancia, más understatement, más crueldad. Cuestión de gustos.

8.  Pero en cualquier caso, como en todas las novelas de Maggie O’Farrell, el prodigio técnico, el dominio de los elementos, el andamiaje, ese equilibrio entre exceso y control, se sostienen íntimamente sobre la textura y elasticidad musical de una dicción en cuyas asombrosas flexiones rítmicas -con sus patrones de repeticiones, variaciones, accelerandos o ritardandos- nace y se despliega el sentido profundo y las emociones del relato. Tal vez ese sea el último y definitivo secreto.

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