viernes, 24 de abril de 2009

Releyendo a Banville: "La carta de Newton"



Dentro de la obra de John Banville, y en concreto en la así llamada tetralogía científica (compuesta también por sus novelas Copérnico, Kepler y Mefisto), La carta de Newton (1982) ocupa una estratégica posición de transición entre las dos primeras, ficciones histórico-biográficas, y la contemporánea Mefisto, pues aunque situada en la actualidad y escrita en primera persona como esta última, se apoya en la figura científica de Newton como una clave referencial manifiesta, aunque oblicua y sesgada a la trama principal, de sus significados e intenciones. En este caso, la referencia viene mediatizada por el narrador, un historiador de la ciencia que está escribiendo un ensayo biográfico sobre el padre de la ciencia moderna y, al igual que en las precedentes, el propósito que parece animar a Banville no es otro que introducir en sus inicios mismos, en su núcleo aparentemente más prístino, la huella de una fractura que sirva para constatar la precariedad de esa construcción epistemológica y cultural que llamamos modernidad. Lo curioso es que tal problematización se sostenga en la novela a través de una carta apócrifa añadida en la ficción a la correspondencia real que mantuvo Newton con John Locke. Los fragmentos que se nos dan a conocer remiten y citan literalmente, en un juego especular en cuyos reflejos termina por disolverse la noción de realidad histórica, a otra carta ficticia: la famosa Carta de Lord Chandos de Hugo von Hofsmannsthal, en la que se dramatiza la mudez del sujeto ante la caída del orden simbólico y el pasaje consecuente de la realidad ordenada, categorizada en la red semántica, al tumulto incandescente e inasimilable de lo real. Como se dice en la carta, “las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como setas mohosas.”
Es este el desazonante campo de juego en el que se va a mover La carta de Newton y su comienzo no puede ser más explícito:
Me fallan las palabras. Clío. ¿Cómo pudiste seguirme el rastro?, ¿dejé en la nieve manchas de sangre? No intentaré disculparme. Quiero simplemente explicar, más bien, para que los dos podamos entender. ¡Simplemente! [...] He abandonado mi libro. Pensarás que estoy loco. Siete años le entregué...¡siete años! ¿Cómo puedo hacerte entender que ese proyecto es algo imposible para mí, cuando ni yo mismo lo entiendo? ¿Debo decir que he perdido la fe que tenía en la primacía del texto? Ahora no hacen más que interponerse en el camino personas reales, objetos, paisajes incluso.

Bajo la forma epistolar de una carta dirigida a una amiga llamada Clío (nombre de la musa de la Historia), se relata una trama sencilla: el narrador protagonista, profesor universitario que trata de concluir la monografía sobre Newton, alquila la casa del guarda de una mansión campestre en la zona de los Ferns en Irlanda, habitada por la familia Lawless, Charlotte, Edward y su hijo pequeño Michael, a los que hay que sumar a la sobrina de Charlotte, Ottilie. Al tiempo que empieza a mantener relaciones sexuales con la sobrina, se sentirá crecientemente obsesionado por Charlotte. Sin embargo, dicha trama se ve amenazada continuamente por la borrosidad y la inconsistencia de un punto de vista incapaz de ajustar el foco para volver sus contornos nítidos y reconocibles al lector, impotencia que proviene de la inadecuación de los marcos interpretativos que se proponen, siendo el hueco que se abre entre lo real y el modelo referencial que se le quiere imponer lo que en última instancia se tematiza.
En un principio, ante el caserón de la familia Lawless, el narrador imagina “una hijastra loca encerrada en el desván”, proyectando juguetonamente un escenario de goticismo victoriano. Más adelante, cuando lleva en brazos a Michael, que ha sufrido un accidente, nos dice que “debíamos parecer la ilustración de una novelita victoriana, caminando por un prado sobre el que vuelan golondrinas.” En otro momento, refiriéndose al grupo familiar, fantasea del siguiente modo:
Todo tiene el aire de una pantomima pastoril, con la mujer del pastor, el pastor, Cupido y la doncella, y, garrapateando dentro de una cueva de cristal, yo mismo, un ojeroso Damon.

A la par de esas irónicas alusiones genéricas, el narrador va elaborando diversas hipótesis sobre las verdaderas relaciones existentes entre los habitantes de la casa, que se revelarán completamente ciegas al auténtico origen de las tensiones familiares. Al final reconocerá:
Hay tantas cosas inexpresables, todas las importantes. Pasé un verano en el campo, me acosté con una mujer y creí que estaba enamorado de otra; ensoñé un drama horrible y no fui capaz de ver la vulgar tragedia que sucedía en la vida real.

Podríamos decir que lo que Banville hace es poner en abismo los mecanismos de constitución del relato novelesco, que son también de orden perceptivo y gnoseológico, con objeto de mostrar su insuficiencia para dar cuenta de las formas elusivas de lo real:
Me maldije por estar allí, y sin embargo me sentía intrigado. Se había alzado brevemente una trampilla y había visto formas agitadas y confusas y de pronto la trampilla se cerraba otra vez.

Respecto a las referencias que delimitan la apoyatura ideológica o formal de la novela, resulta ineludible un mínimo análisis de su relación con Las afinidades electivas de Goethe. Sin llegar a constituirse en su reescritura, podemos considerarla como una falsilla a partir de la cual (por recortes, inversiones, mutaciones o borrados) elaborar su propia (de)construcción narrativa. Brevemente me detendré en algunas de las correspondencias y desviaciones con respecto a ese modelo originario.
Además de coincidir los nombres de los personajes del matrimonio y la sobrina, así como sus relaciones de parentesco, también es posible establecer cierta congruencia entre el personaje del capitán en Las afinidades electivas y el narrador sin nombre de La carta de Newton, tanto por la atracción hacia Charlotte como por la pasión archivística y clasificadora del primero, capaz de transformar “el caos en orden”, rasgo que rimaría con la profesión de historiador del segundo. Aquí, sin embargo, se produce una importante desviación, al pasarse de la omnisciencia de Las afinidades electivas a la dubitativa primera persona en la nouvelle de Banville.
En Goethe se pone en marcha un peligroso juego de de separaciones y atracciones que recompone las relaciones de los cuatro personajes según una mecánica que remite a las leyes naturales de la combinatoria de los elementos químicos: a partir de la reunión de los elementos en escena, una fuerza fatal y destructiva será la que guíe todos sus movimientos, por encima y al margen de sus voluntades, y desvele las irrisorias pretensiones de una racionalidad incapaz de convertirse en rectora de un universo gobernado por la naturaleza, la pasión y la muerte. También Banville incide en la crisis de la razón, pero su lugar no será ocupado por ninguna otra potencia instintual, ctónica o celeste, sino por la átona constatación de un vacío ontológico. Si el universo de Goethe revela una legalidad más profunda (y terrible) que aquella en que se movían confiados sus personajes, en La carta de Newton se pone en duda la idea misma de legalidad (no es casual el nombre de la familia, Lawless): su universo es irreductible a la idea misma de orden, identidad o ley. De ahí la perplejidad y la ironía de su acercamiento, de ahí la imposibilidad de cualquier atisbo de pathos trágico.
Lo mismo se predica de los personajes. Mientras que en la novela alemana nos encontramos con robustas construcciones que ejemplifican la capacidad de la enunciación clásica para combinar lo arquetípico con lo individual, en los personajes de Banville parece haberse producido un vaciado que nos enfrenta con la apariencia (el molde) de personajes cuyos atributos son inexistentes o indescifrables:
Entonces, jugando con la radio, cavilando junto a la estufa, sentada en el suelo hurgándose la nariz con concentración ensoñadora, se alejaba de mí y resultaba de pronto extraña e incomprensible, igual que a veces una palabra, tu propio nombre incluso, se distancia brevemente de su significado y se convierte en un agujero en la red del mundo.

O:
Y entonces me di cuenta de un hecho extraño. Él estaba hueco. Quiero decir físicamente, él estaba, bueno, hueco. Sí, tenía una constitución bastante robusta, había carne real dentro de los pantalones, y huesos y huevos, sangre, todo, pero dentro yo imaginaba sólo un espacio grisáceo sin nada más que un poco de rabia, no un puño en realidad, sino sólo una configuración tensa, como un diagrama de esfuerzos tridimensional. Hasta en la superficie faltaba también algo, un brillo esencial. Parecía cubierto por una delicada capa de polvo, como un pájaro disecado en una campana de cristal.
Encapsulados en sus obsesiones, erráticos entre inconexos fragmentos de un mundo privado de certeza y estabilidad, narrador y personajes se ven impotentes para imprimir un sentido a sus desplazamientos o articular un proyecto existencial sustentado por la acción racional. El recuerdo de Becket es pertinente, sin duda, pero sin la atmósfera de sórdido enviscamiento. ¿Desesperación? En absoluto:
Oh, no estoy desesperado, ni mucho menos. Siento a mi alrededor la primavera, su trascendencia, su poder despreocupado. En estas extensiones congeladas florecen las emociones. Me paro a veces, contemplando una colina blanca con la porcelana tierna del cielo detrás, y siento una sensación tal de... de algo, no sé. En esa pantalla blanca aparecen cosas de todo tipo: la casa, un castaño, una ventana obscura en la que se refleja un rostro. Oh, y otras cosas, demasiadas para que pueda mencionarlas.

Ese fragmentarismo deviene en una forma narrativa cuya antiepicidad determina una estimulante libertad tonal sostenida por la única plenitud que comparece entre las ruinas: la potencia de un estilo que sabe rescatar la singularidad abrumadora con que nos asalta la humildad no redimida de las cosas vulgares, "ese enigma que es el más extraño y esquivo de todos".

domingo, 12 de abril de 2009

"La casa en París" de Elizabeth Bowen



En un momento de esta espléndida novela se intercala una reflexión de signo autoral que introduce un margen de prudente distanciamiento ante los cómodos reduccionismos en que se puede incurrir a la hora de emitir un juicio:
Lo que la señora Michaelis opinaba de Max y sobre las razones que este tenía para querer casarse con Naomi serían sin duda ciertas... en el caso de que Max pudiese ser prensado dentro de un libro igual que una flor. Pero era evidente que tenía un grosor y que no podría ser prensado sin perder su forma.
En la página anterior se había deslizado esta luminosa declaración de principios: “Las cosas no adquieren existencia sin su indeterminación; sin ella, no se desean.” Partiendo de tales premisas, parece claro que Elizabeth Bowen (1899-1973), novelista angloirlandesa de la que hasta el año pasado (en que se publicaron en Pre-textos la novela que comento y unas memorias de infancia bajo el título de Siete inviernos) nada se había traducido al español, rehuirá la sobreexposición y los retratos frontales, decantándose más por el difuminado y el escorzo. En cualquier caso, el logro formal resultante de tal empeño supone la cristalización de una escritura cuya complejidad se revela digna heredera de Henry James: al igual que el maestro americano, Bowen construye un espacio discursivo en el que no importan tanto los hechos como su inestable y dubitativo reflejo en las conciencias a través de los cuales aquellos comparecen. Ese temblor de la percepción, el margen de indeterminación que abre, provoca una fractura epistemológica por la que terminará despeñándose todo aquel universo estable de representación que conocemos, valiéndonos de una generalización abusiva, como novela decimonónica. El acuerdo tácito entre mundo y representación en que se fundaba termina disolviéndose y desembocando en la corriente de conciencia del modernismo anglosajón, en cuyo seno se dislocarán y pondrán en entredicho los dos términos del pacto: tanto sujeto como realidad perderán la solidez de su estatuto anterior y la dilución de sus contornos, su pérdida de sustancialidad, certifican el final de una época.
En este proceso de desarticulación, y al margen de precisiones cronológicas, podemos situar a Elizabeth Bowen en un punto intermedio. Sin llegar a los extremos del modernismo de Virginia Woolf o Joyce (ruptura de los nexos lógicos o disgregación de las coordenadas de tiempo y espacio), se instala en un estimulante terreno de juego dominado por la ambigüedad, extendida a los límites entre realidad y ficción, a la (auto)percepción de los personajes o a la resolución de los conflictos planteados.
Determinante en este sentido es el complejo mecanismo puesto en pie para vehicular los diferentes puntos de vista a través de los que el lector accede al universo narrativo en las tres partes en las que se divide la novela. En la primera y en la última, referidas al presente, la óptica elegida es la de dos niños, Henrietta y Leopold, que, sin conocerse previamente y por motivos distintos, coinciden durante unas horas en la casa parisina del título, domicilio de madame Fisher -anciana dama cuya enfermedad la ha confinado en la cama- y su hija Naomi: Henrietta, de once años, debe esperar a que vengan a recogerla para conducirla a la villa de Menton, donde pasará una temporada en casa de su abuela, mientras que Leopold, dos años más joven, aguarda la llegada de su madre Kate, a la que todavía no conoce. En la tercera parte, al punto de vista infantil se añade el de Ray Forrestier, marido de Kate y elemento decisivo en la resolución de la trama. La segunda parte se remonta diez años para relatarnos a través de Kate, comprometida ya entonces con Ray, su relación secreta con Max, novio de su amiga Naomi Fisher. Aunque la transición entre los distintos puntos de vista y la analepsis central terminen por dibujar un mapa relativamente completo que permite la orientación de lector, no es menos cierto que existen zonas en blanco, tanto en personajes como en motivaciones, que exigen una permanente tensión inquisitiva e imaginativa e impiden, sometidos a un insoluble proceso de ambiguación, la absoluta estabilización de los significados.
Retomemos por un instante el aserto antes comentado de la autora y fijémonos en la última frase: “Las cosas no adquieren existencia sin su indeterminación; sin ella, no se desean.” Si en la pugna librada entre realidad y deseo la novela realista había certificado la derrota de este último (tal y como se manifiesta en el suicidio de sus dos heroínas emblemáticas, Anna Karenina y Enma Bovary) y la sutura -aunque fuese en falso- del dominio precario de las convenciones sociales, la novela moderna establecerá un vínculo causal explícito entre la indefinición del nuevo espacio discursivo y la afirmación del deseo: espacio, por lo tanto, deseante y construido sobre un doble rechazo formal e ideológico de las tradiciones culturales y sociales. No es azarosa, entonces, la centralidad estructural y causal del affaire clandestino entre Kate y Max, cuya gravitación pasional perturbará el tejido de relaciones entre los personajes y desafiará la autoridad del orden patriarcal. Este está representado en la novela por las madres de Kate y Naomi (la señora Michaelis y madame Fisher, respectivamente), que reaccionarán de modo diverso, pero coincidente en la anulación de la brecha abierta por la transgresión de los amantes: mientras que en el primer caso la reacción es el silencio y la negación de los hechos, en el segundo el dominio se ejercerá con la crudeza del que se siente traicionado en su poder, provocando una tragedia que transformará para siempre las vidas de todos ellos.
En buena ley melodramática, esta conciencia pasional viene acompañada de una correlativa conciencia temporal de la futilidad de la vida. Antes de encontrarse con Max, Kate comparte unos días con su tía Violet, personaje que en cierto modo -consciente de la proximidad de su muerte- le descubrirá la necesidad de apurar la vida más allá del prescrito cultivo de las apariencias:
La muerte le había abierto otra puerta y la invitaba cortésmente a que la cruzara. Mejor ser arrancado de raíz, con dolor, con sangre y aún llena de vida, como se arrancan las margaritas, que salir volando por el pasto como la paja ingrávida. Durante esos muchos años en que se mantuvo al margen de todo, sonriendo sin motivo, ¿esperaba en realidad, como las demás mujeres, convertirse en el centro del mundo, ser todo cuanto ocurría? No era de extrañar que prestase tanta enternecida atención a las pequeñas cosas cotidianas, viviendo como la gente que espera vivir de otra manera, sin menospreciar nada.
Y en un extraordinario monólogo nocturno después de haber hecho el amor con Max, esa melancolía del paso del tiempo y de la desaparición de nuestras huellas se hace casi dolorosa:
Estas horas son simplemente horas. No pueden regresar, pero ninguna hora puede hacerlo. Unas horas en una habitación, con una farola y un árbol ahí fuera, que el mañana va devorando. La hierba se enderezó cuando nuestras manos se separaron. La camarera hará esta cama y plegará el edredón de la misma manera en que lo vi plegado ayer, cuando dejé mi sombrero sobre la cama. Si pudiese volver a sacudir la lluvia de la manga de Max, pasar de nuevo el taxi ante los tamariscos, subir otra vez las escalera detrás de la criada con el lazo del delantal ladeado, volver a dejar mi sombrero en la cama...
La decisión de tener a Leopold se origina en la necesidad de combatir esta certeza de la fugacidad de nuestras vivencias: el niño se convertirá en el testimonio de esa pasión que los arrebató durante unos días. No se trata aquí, pues, de la maternidad castradora y patriarcal a la que hacíamos referencia antes, sino de un gesto de liberación y rebeldía. Que posteriormente decida abandonar al hijo y casarse con el pretendiente consagrado por ese orden que había desafiado y, más aún, que sea su marido, diez años después, el que la convenza para asumir finalmente su maternidad, no es sino un ejemplo de la sutil riqueza de un arte que elude en todo momento la proclama fácil y las posturas sin matices.
Si una aguda conciencia del tiempo obsede a los personajes de esta novela, el espacio adquiere ya desde el comienzo una preeminencia decisiva en su percepción. Más allá de servir para definirlos y encuadrarlos en una determinada posición social, la descripción de espacios y objetos condensa una intensa resonancia emocional en la que situaciones y personajes vibran en armónicos que desbordan los cauces del estricto realismo, acercándose a una suerte de depurado y reflexivo simbolismo. El ambiente opresivo de la casa de París, de tintes claramente goticistas, no es solo una prolongación de la malsana voluntad de poder de su dueña, sino que posee una vida latente y peligrosa:
A Henrietta, el interior del edificio [...] le resultó mucho más que novedoso: le resultó antagónico, como si aquella casa la hubiesen ideado para que ella saliese huyendo de allí. Le daba la impresión de que la casa no resultaba natural, sino que más bien estaba actuando. Los objetos decorativos no se hallaban allí para ser contemplados, sino para echársele encima en tropel, cada uno de ellos profieriendo su grito agresivo.
En otras ocasiones el trazo es tan breve como restallante:
La señora Michaelis se dio la vuelta, como una estatua en movimiento, para mirar a su hija más de cerca, aunque manteniendo la distancia. Karen le regaló una sonrisa y quedaron inmóviles sobre la blancura intensa de la alfombrilla de la chimenea.
O:
Karen había dejado de dominar la casa con la mirada: la casa, con su ojo fijo, era la que dominaba a Karen. Continuaba representando su papel en medio del ensueño de una angustia infundada.
Intenso melodrama sobre la ley y el deseo, punzante reflexión sobre el tiempo o turbadora inquisición en las contradicciones de la maternidad, La casa en París es también, y sobre todo, una novela sobre el surgimiento de la conciencia infantil a través del abandono y la pérdida; una iniciación al mundo adulto de la culpa, la soledad y el desnudo dolor de existir:
Sus lágrimas contenidas eran mucho más que sus propias lágrimas: parecían todas las lágrimas que siempre se han contenido, todas esas lágrimas que la sequedad del cuerpo, la edad, la mezquindad o la ira han impedido que broten del hombre que permanece de pie junto a un avión derribado, de la mujer que rompe la carta fatal que ha recibido y arroja los pedazos impasiblemente a la chimenea, de la gente que observa cómo se quema la casa familiar o del general que entrega su espada. Esas lágrimas postergadas que se desatan ante la visión transitoriamente lúcida del dolor. Henrietta no sabía hasta qué punto se daba cuenta Leopold de cuánto en aquel momento había muerto para él: los paisajes, sus propias vivencias, las manos que se acercaban y disipaban sus recelos.
Una auténtica joya.

miércoles, 1 de abril de 2009

"Indignación": los ritos del matadero

En esta atractiva nouvelle de Philip Roth, el proceso de aprendizaje de su joven narrador, Marcus Messner, se convierte en el proceso de desmoronamiento, casi cabría decir minuciosa demolición, de su mundo: expectativas, puntos de referencia y certezas se verán arrastradas a su disolución de esa “terrible, incomprensible manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado”. El resultado desproporcionado es la conducción al matadero que se abrió para miles de jóvenes norteamericanos en las remotas colinas de la península de Corea a principios de los años cincuenta. Las elecciones triviales, fortuitas e incluso cómicas constituyen el meollo de la narración a la que se entrega, desde un más allá crepuscular y ruminativo (cuyo preciso estatuto no se aclarará plenamente hasta el final de la novela), una conciencia perpleja y empeñada en devanar la madeja de la paradojas morales, religiosas y políticas de un mundo y una época cuyos encumbrados principios abocarán a una matanza indiscriminada.

Lo que fascina, en primer lugar, es la corporeidad de esa voz narrativa en la que se funden con singular precisión el arrebato vindicativo, la indignación del explícito título, con el vigor expresivo y la claridad argumentativa. En Roth hay una sensitividad no solo física sino también de orden moral: en sus novelas casi podemos ver las piruetas y contorsiones de una gestualidad discursiva cuyo torrencial flujo dialéctico atraviesa el escenario norteamericano de la segunda mitad del siglo pasado. Aquí, la naturaleza conflictual de esa voz se encarna en un judío de 18 años, hijo de un carnicero kosher, cuyo ingreso en la universidad coincide con la aparición en su padre de un miedo difuso hacia los peligros que pudiese correr la vida del joven. Incapaz de soportar el agobio y la vigilancia paternos, decide cursar el segundo año en la provinciana y tradicionalista universidad de Winesburg, Ohio (que inevitablemente nos retrotrae a los extraordinarios cuentos de Sherwood Anderson), a ochocientos kilómetros de su casa en Newark, Nueva Jersey. Aunque el narrador especula sobre esos temores del padre, atribuyéndolos a la guerra de Corea, a sus problemas financieros o al declive de su salud, no se nos ofrece una causa explícita y es esa nebulosidad causal lo que permite considerarlos como la primera de una serie de anomalías conductuales (desde la agresividad de su compañero de cuarto Bertram Flusser hasta la explosión violenta y liberadora del así llamado Saqueo de la Bragas Blancas) cuya indefinición etiológica induce a abordarlas como síntomas o erupciones de una patología más social que psicológica.

En esta constelación sintomatológica se sitúa el intento de suicidio de Olivia Hutton, compañera universitaria de la que Marcus se enamora y cuya relación está marcada por una cierta opacidad. Ocurrido en el pretérito narrativo de la novela, nada se nos dice de su motivación, aunque el lector pueda conjeturar que una tensa y conflictiva liaison con el padre (otra problemática figura paterna, aunque en este caso apenas sea una sombra ubicada en un lejano trasfondo escénico) tiene mucho que ver con ello. En todo caso, el autor veda una indagación psicológica de sus motivos y sin embargo nos brinda una significativa relación con uno de los nódulos semánticos de la novela. En uno de los pasajes más estremecedores del relato, cuyo hiperrealismo alucinado recuerda a la terrible precisión documental de las imágenes de Le sang des bêtes, el narrador describe las pautas rituales que deben regir el sacrificio de los animales en un matadero kosher:

En mis días como hijo pequeño de un carnicero que aprendía en qué consiste la matanza, colgaban al animal de una pata para que se desangrara. Primero le rodean la pata trasera con una cadena, para que quede atrapado. Pero esa cadena también sirve para lazarlo, y rápidamente lo levantan y se queda colgado de la pata, de modo que toda la sangre baje a la cabeza y la parte superior del cuerpo. Entonces están listos para matarlo. [...] El sochet rebana el cuello de oreja a oreja y luego cuelga al animal, y lo deja así hasta que toda la sangre se ha derramado. es como si tomara un cubo de sangre, como si tomara varios cubos, y los vertiera todos al mismo tiempo, porque con esa rapidez sale la sangre a borbotones de las arterias y cae al suelo, un suelo de hormigón que tiene un desagüe.

Aunque es inevitable establecer una clara analogía con la matanza de jóvenes que estaba teniendo lugar en Corea durante aquellos años y que se cierne de manera amenazadora sobre el personaje central, condicionando sus decisiones por el miedo a ser reclutado en el ejército y enviado a las trincheras del lejano país asiático, Roth no menciona tal correlación en absoluto. Sin embargo, tras la descripción de los usos del matadero, le dedica un párrafo a la tentativa de suicidio de Olivia:

A lo que quiero llegar con todo esto es que aquello era lo que Olivia había tratado de hacer: matarse de acuerdo con los preceptos kosher, vaciando su cuerpo de sangre. Da haber tenido éxito, de haber completado expertamente la tarea con un solo y perfecto corte de la hoja, se habría convertido en kosher según la ley rabínica. La reveladora cicatriz de Olivia se debía al intento de realizar su propia matanza ritual.

Esta homología cierra un bucle discursivo en cuya lógica estructural terminan por enlazarse elementos aparentemente dispersos pero unidos por su dimensión social y antropológica: la de dar visibilidad a un malestar profundo incubado en la trastienda de una sociedad cuyo puritanismo religioso e hipocresía moral no son sino la otra cara de una latente ferocidad sacrificial. Una de las escenas centrales del libro es precisamente el enfrentamiento polémico del narrador con el decano de los varones universitarios, Hawes D. Caudwell, representante de esos valores tradicionales en cuya horma se pretendía moldear a las nuevas generaciones. De maneras presuntamente inocuas y comprensivas, revelará su auténtico rostro cuando Marcus, recurriendo a los argumentos de Bertrand Russell en favor del ateísmo, impugne la injusticia de la obligatoriedad de asistir semanalmente a un servicio religioso. La respuesta reprobatoria e intolerante expresada por la puritana rectitud del decano, que en último término condenará al joven narrador a esa muerte que le ha rondado durante toda la novela, no hace sino señalar los límites claros e irrebasables de una moralidad cerrada y santurrona en cuyos miasmas se ahogan personajes como Marcus u Olivia, incapaces de someterse a las mezquinas transacciones a que nos obligan muchas veces la necesidad o la supervivencia.

Invectiva solo en apariencia modesta, Indignación demuestra, por si a alguien le cabía alguna duda, que a sus setenta y cinco años Philip Roth sigue siendo el más airado y clarividente de los novelistas norteamericanos:

¡Si hubiera asistido en persona al servicio religioso! Si hubiera ido a la iglesia cuarenta veces y firmado todas ellas, hoy estaría vivo y recién retirado de su carrera de abogado. ¡Pero no podía! ¡No podía creer como un niño en una deidad estúpida! ¡No podía escuchar sus himnos lameculos! ¡No podía sentarse en su sagrada iglesia! Y la plegaria, aquellas plegarias con los ojos cerrados...¡Una putrefacta y primitiva superstición! ¡Locura nuestra que estás en el cielo! ¡La ignorancia de la religión, la inmadurez, la ignorancia y la vergüenza de todo ello! ¡Lunática piedad acerca de nada!