miércoles, 1 de abril de 2009

"Indignación": los ritos del matadero

En esta atractiva nouvelle de Philip Roth, el proceso de aprendizaje de su joven narrador, Marcus Messner, se convierte en el proceso de desmoronamiento, casi cabría decir minuciosa demolición, de su mundo: expectativas, puntos de referencia y certezas se verán arrastradas a su disolución de esa “terrible, incomprensible manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado”. El resultado desproporcionado es la conducción al matadero que se abrió para miles de jóvenes norteamericanos en las remotas colinas de la península de Corea a principios de los años cincuenta. Las elecciones triviales, fortuitas e incluso cómicas constituyen el meollo de la narración a la que se entrega, desde un más allá crepuscular y ruminativo (cuyo preciso estatuto no se aclarará plenamente hasta el final de la novela), una conciencia perpleja y empeñada en devanar la madeja de la paradojas morales, religiosas y políticas de un mundo y una época cuyos encumbrados principios abocarán a una matanza indiscriminada.

Lo que fascina, en primer lugar, es la corporeidad de esa voz narrativa en la que se funden con singular precisión el arrebato vindicativo, la indignación del explícito título, con el vigor expresivo y la claridad argumentativa. En Roth hay una sensitividad no solo física sino también de orden moral: en sus novelas casi podemos ver las piruetas y contorsiones de una gestualidad discursiva cuyo torrencial flujo dialéctico atraviesa el escenario norteamericano de la segunda mitad del siglo pasado. Aquí, la naturaleza conflictual de esa voz se encarna en un judío de 18 años, hijo de un carnicero kosher, cuyo ingreso en la universidad coincide con la aparición en su padre de un miedo difuso hacia los peligros que pudiese correr la vida del joven. Incapaz de soportar el agobio y la vigilancia paternos, decide cursar el segundo año en la provinciana y tradicionalista universidad de Winesburg, Ohio (que inevitablemente nos retrotrae a los extraordinarios cuentos de Sherwood Anderson), a ochocientos kilómetros de su casa en Newark, Nueva Jersey. Aunque el narrador especula sobre esos temores del padre, atribuyéndolos a la guerra de Corea, a sus problemas financieros o al declive de su salud, no se nos ofrece una causa explícita y es esa nebulosidad causal lo que permite considerarlos como la primera de una serie de anomalías conductuales (desde la agresividad de su compañero de cuarto Bertram Flusser hasta la explosión violenta y liberadora del así llamado Saqueo de la Bragas Blancas) cuya indefinición etiológica induce a abordarlas como síntomas o erupciones de una patología más social que psicológica.

En esta constelación sintomatológica se sitúa el intento de suicidio de Olivia Hutton, compañera universitaria de la que Marcus se enamora y cuya relación está marcada por una cierta opacidad. Ocurrido en el pretérito narrativo de la novela, nada se nos dice de su motivación, aunque el lector pueda conjeturar que una tensa y conflictiva liaison con el padre (otra problemática figura paterna, aunque en este caso apenas sea una sombra ubicada en un lejano trasfondo escénico) tiene mucho que ver con ello. En todo caso, el autor veda una indagación psicológica de sus motivos y sin embargo nos brinda una significativa relación con uno de los nódulos semánticos de la novela. En uno de los pasajes más estremecedores del relato, cuyo hiperrealismo alucinado recuerda a la terrible precisión documental de las imágenes de Le sang des bêtes, el narrador describe las pautas rituales que deben regir el sacrificio de los animales en un matadero kosher:

En mis días como hijo pequeño de un carnicero que aprendía en qué consiste la matanza, colgaban al animal de una pata para que se desangrara. Primero le rodean la pata trasera con una cadena, para que quede atrapado. Pero esa cadena también sirve para lazarlo, y rápidamente lo levantan y se queda colgado de la pata, de modo que toda la sangre baje a la cabeza y la parte superior del cuerpo. Entonces están listos para matarlo. [...] El sochet rebana el cuello de oreja a oreja y luego cuelga al animal, y lo deja así hasta que toda la sangre se ha derramado. es como si tomara un cubo de sangre, como si tomara varios cubos, y los vertiera todos al mismo tiempo, porque con esa rapidez sale la sangre a borbotones de las arterias y cae al suelo, un suelo de hormigón que tiene un desagüe.

Aunque es inevitable establecer una clara analogía con la matanza de jóvenes que estaba teniendo lugar en Corea durante aquellos años y que se cierne de manera amenazadora sobre el personaje central, condicionando sus decisiones por el miedo a ser reclutado en el ejército y enviado a las trincheras del lejano país asiático, Roth no menciona tal correlación en absoluto. Sin embargo, tras la descripción de los usos del matadero, le dedica un párrafo a la tentativa de suicidio de Olivia:

A lo que quiero llegar con todo esto es que aquello era lo que Olivia había tratado de hacer: matarse de acuerdo con los preceptos kosher, vaciando su cuerpo de sangre. Da haber tenido éxito, de haber completado expertamente la tarea con un solo y perfecto corte de la hoja, se habría convertido en kosher según la ley rabínica. La reveladora cicatriz de Olivia se debía al intento de realizar su propia matanza ritual.

Esta homología cierra un bucle discursivo en cuya lógica estructural terminan por enlazarse elementos aparentemente dispersos pero unidos por su dimensión social y antropológica: la de dar visibilidad a un malestar profundo incubado en la trastienda de una sociedad cuyo puritanismo religioso e hipocresía moral no son sino la otra cara de una latente ferocidad sacrificial. Una de las escenas centrales del libro es precisamente el enfrentamiento polémico del narrador con el decano de los varones universitarios, Hawes D. Caudwell, representante de esos valores tradicionales en cuya horma se pretendía moldear a las nuevas generaciones. De maneras presuntamente inocuas y comprensivas, revelará su auténtico rostro cuando Marcus, recurriendo a los argumentos de Bertrand Russell en favor del ateísmo, impugne la injusticia de la obligatoriedad de asistir semanalmente a un servicio religioso. La respuesta reprobatoria e intolerante expresada por la puritana rectitud del decano, que en último término condenará al joven narrador a esa muerte que le ha rondado durante toda la novela, no hace sino señalar los límites claros e irrebasables de una moralidad cerrada y santurrona en cuyos miasmas se ahogan personajes como Marcus u Olivia, incapaces de someterse a las mezquinas transacciones a que nos obligan muchas veces la necesidad o la supervivencia.

Invectiva solo en apariencia modesta, Indignación demuestra, por si a alguien le cabía alguna duda, que a sus setenta y cinco años Philip Roth sigue siendo el más airado y clarividente de los novelistas norteamericanos:

¡Si hubiera asistido en persona al servicio religioso! Si hubiera ido a la iglesia cuarenta veces y firmado todas ellas, hoy estaría vivo y recién retirado de su carrera de abogado. ¡Pero no podía! ¡No podía creer como un niño en una deidad estúpida! ¡No podía escuchar sus himnos lameculos! ¡No podía sentarse en su sagrada iglesia! Y la plegaria, aquellas plegarias con los ojos cerrados...¡Una putrefacta y primitiva superstición! ¡Locura nuestra que estás en el cielo! ¡La ignorancia de la religión, la inmadurez, la ignorancia y la vergüenza de todo ello! ¡Lunática piedad acerca de nada!

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