viernes, 24 de abril de 2009

Releyendo a Banville: "La carta de Newton"



Dentro de la obra de John Banville, y en concreto en la así llamada tetralogía científica (compuesta también por sus novelas Copérnico, Kepler y Mefisto), La carta de Newton (1982) ocupa una estratégica posición de transición entre las dos primeras, ficciones histórico-biográficas, y la contemporánea Mefisto, pues aunque situada en la actualidad y escrita en primera persona como esta última, se apoya en la figura científica de Newton como una clave referencial manifiesta, aunque oblicua y sesgada a la trama principal, de sus significados e intenciones. En este caso, la referencia viene mediatizada por el narrador, un historiador de la ciencia que está escribiendo un ensayo biográfico sobre el padre de la ciencia moderna y, al igual que en las precedentes, el propósito que parece animar a Banville no es otro que introducir en sus inicios mismos, en su núcleo aparentemente más prístino, la huella de una fractura que sirva para constatar la precariedad de esa construcción epistemológica y cultural que llamamos modernidad. Lo curioso es que tal problematización se sostenga en la novela a través de una carta apócrifa añadida en la ficción a la correspondencia real que mantuvo Newton con John Locke. Los fragmentos que se nos dan a conocer remiten y citan literalmente, en un juego especular en cuyos reflejos termina por disolverse la noción de realidad histórica, a otra carta ficticia: la famosa Carta de Lord Chandos de Hugo von Hofsmannsthal, en la que se dramatiza la mudez del sujeto ante la caída del orden simbólico y el pasaje consecuente de la realidad ordenada, categorizada en la red semántica, al tumulto incandescente e inasimilable de lo real. Como se dice en la carta, “las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como setas mohosas.”
Es este el desazonante campo de juego en el que se va a mover La carta de Newton y su comienzo no puede ser más explícito:
Me fallan las palabras. Clío. ¿Cómo pudiste seguirme el rastro?, ¿dejé en la nieve manchas de sangre? No intentaré disculparme. Quiero simplemente explicar, más bien, para que los dos podamos entender. ¡Simplemente! [...] He abandonado mi libro. Pensarás que estoy loco. Siete años le entregué...¡siete años! ¿Cómo puedo hacerte entender que ese proyecto es algo imposible para mí, cuando ni yo mismo lo entiendo? ¿Debo decir que he perdido la fe que tenía en la primacía del texto? Ahora no hacen más que interponerse en el camino personas reales, objetos, paisajes incluso.

Bajo la forma epistolar de una carta dirigida a una amiga llamada Clío (nombre de la musa de la Historia), se relata una trama sencilla: el narrador protagonista, profesor universitario que trata de concluir la monografía sobre Newton, alquila la casa del guarda de una mansión campestre en la zona de los Ferns en Irlanda, habitada por la familia Lawless, Charlotte, Edward y su hijo pequeño Michael, a los que hay que sumar a la sobrina de Charlotte, Ottilie. Al tiempo que empieza a mantener relaciones sexuales con la sobrina, se sentirá crecientemente obsesionado por Charlotte. Sin embargo, dicha trama se ve amenazada continuamente por la borrosidad y la inconsistencia de un punto de vista incapaz de ajustar el foco para volver sus contornos nítidos y reconocibles al lector, impotencia que proviene de la inadecuación de los marcos interpretativos que se proponen, siendo el hueco que se abre entre lo real y el modelo referencial que se le quiere imponer lo que en última instancia se tematiza.
En un principio, ante el caserón de la familia Lawless, el narrador imagina “una hijastra loca encerrada en el desván”, proyectando juguetonamente un escenario de goticismo victoriano. Más adelante, cuando lleva en brazos a Michael, que ha sufrido un accidente, nos dice que “debíamos parecer la ilustración de una novelita victoriana, caminando por un prado sobre el que vuelan golondrinas.” En otro momento, refiriéndose al grupo familiar, fantasea del siguiente modo:
Todo tiene el aire de una pantomima pastoril, con la mujer del pastor, el pastor, Cupido y la doncella, y, garrapateando dentro de una cueva de cristal, yo mismo, un ojeroso Damon.

A la par de esas irónicas alusiones genéricas, el narrador va elaborando diversas hipótesis sobre las verdaderas relaciones existentes entre los habitantes de la casa, que se revelarán completamente ciegas al auténtico origen de las tensiones familiares. Al final reconocerá:
Hay tantas cosas inexpresables, todas las importantes. Pasé un verano en el campo, me acosté con una mujer y creí que estaba enamorado de otra; ensoñé un drama horrible y no fui capaz de ver la vulgar tragedia que sucedía en la vida real.

Podríamos decir que lo que Banville hace es poner en abismo los mecanismos de constitución del relato novelesco, que son también de orden perceptivo y gnoseológico, con objeto de mostrar su insuficiencia para dar cuenta de las formas elusivas de lo real:
Me maldije por estar allí, y sin embargo me sentía intrigado. Se había alzado brevemente una trampilla y había visto formas agitadas y confusas y de pronto la trampilla se cerraba otra vez.

Respecto a las referencias que delimitan la apoyatura ideológica o formal de la novela, resulta ineludible un mínimo análisis de su relación con Las afinidades electivas de Goethe. Sin llegar a constituirse en su reescritura, podemos considerarla como una falsilla a partir de la cual (por recortes, inversiones, mutaciones o borrados) elaborar su propia (de)construcción narrativa. Brevemente me detendré en algunas de las correspondencias y desviaciones con respecto a ese modelo originario.
Además de coincidir los nombres de los personajes del matrimonio y la sobrina, así como sus relaciones de parentesco, también es posible establecer cierta congruencia entre el personaje del capitán en Las afinidades electivas y el narrador sin nombre de La carta de Newton, tanto por la atracción hacia Charlotte como por la pasión archivística y clasificadora del primero, capaz de transformar “el caos en orden”, rasgo que rimaría con la profesión de historiador del segundo. Aquí, sin embargo, se produce una importante desviación, al pasarse de la omnisciencia de Las afinidades electivas a la dubitativa primera persona en la nouvelle de Banville.
En Goethe se pone en marcha un peligroso juego de de separaciones y atracciones que recompone las relaciones de los cuatro personajes según una mecánica que remite a las leyes naturales de la combinatoria de los elementos químicos: a partir de la reunión de los elementos en escena, una fuerza fatal y destructiva será la que guíe todos sus movimientos, por encima y al margen de sus voluntades, y desvele las irrisorias pretensiones de una racionalidad incapaz de convertirse en rectora de un universo gobernado por la naturaleza, la pasión y la muerte. También Banville incide en la crisis de la razón, pero su lugar no será ocupado por ninguna otra potencia instintual, ctónica o celeste, sino por la átona constatación de un vacío ontológico. Si el universo de Goethe revela una legalidad más profunda (y terrible) que aquella en que se movían confiados sus personajes, en La carta de Newton se pone en duda la idea misma de legalidad (no es casual el nombre de la familia, Lawless): su universo es irreductible a la idea misma de orden, identidad o ley. De ahí la perplejidad y la ironía de su acercamiento, de ahí la imposibilidad de cualquier atisbo de pathos trágico.
Lo mismo se predica de los personajes. Mientras que en la novela alemana nos encontramos con robustas construcciones que ejemplifican la capacidad de la enunciación clásica para combinar lo arquetípico con lo individual, en los personajes de Banville parece haberse producido un vaciado que nos enfrenta con la apariencia (el molde) de personajes cuyos atributos son inexistentes o indescifrables:
Entonces, jugando con la radio, cavilando junto a la estufa, sentada en el suelo hurgándose la nariz con concentración ensoñadora, se alejaba de mí y resultaba de pronto extraña e incomprensible, igual que a veces una palabra, tu propio nombre incluso, se distancia brevemente de su significado y se convierte en un agujero en la red del mundo.

O:
Y entonces me di cuenta de un hecho extraño. Él estaba hueco. Quiero decir físicamente, él estaba, bueno, hueco. Sí, tenía una constitución bastante robusta, había carne real dentro de los pantalones, y huesos y huevos, sangre, todo, pero dentro yo imaginaba sólo un espacio grisáceo sin nada más que un poco de rabia, no un puño en realidad, sino sólo una configuración tensa, como un diagrama de esfuerzos tridimensional. Hasta en la superficie faltaba también algo, un brillo esencial. Parecía cubierto por una delicada capa de polvo, como un pájaro disecado en una campana de cristal.
Encapsulados en sus obsesiones, erráticos entre inconexos fragmentos de un mundo privado de certeza y estabilidad, narrador y personajes se ven impotentes para imprimir un sentido a sus desplazamientos o articular un proyecto existencial sustentado por la acción racional. El recuerdo de Becket es pertinente, sin duda, pero sin la atmósfera de sórdido enviscamiento. ¿Desesperación? En absoluto:
Oh, no estoy desesperado, ni mucho menos. Siento a mi alrededor la primavera, su trascendencia, su poder despreocupado. En estas extensiones congeladas florecen las emociones. Me paro a veces, contemplando una colina blanca con la porcelana tierna del cielo detrás, y siento una sensación tal de... de algo, no sé. En esa pantalla blanca aparecen cosas de todo tipo: la casa, un castaño, una ventana obscura en la que se refleja un rostro. Oh, y otras cosas, demasiadas para que pueda mencionarlas.

Ese fragmentarismo deviene en una forma narrativa cuya antiepicidad determina una estimulante libertad tonal sostenida por la única plenitud que comparece entre las ruinas: la potencia de un estilo que sabe rescatar la singularidad abrumadora con que nos asalta la humildad no redimida de las cosas vulgares, "ese enigma que es el más extraño y esquivo de todos".

1 comentario:

  1. Querido escoliasta,

    Una vez más, pasar por tu blog supone recibir una inteligente lección de cómo leer, cómo pensar lo leído y, finalmente, cómo ordenarlo en nuevo discurso (aunque nos ladren). Al menos a ti, en esta época de balbuceos, las palabras no se te desintegran "como setas mohosas". Ni mucho menos.

    Ahora que ya conseguimos que tengas blog, un día de estos voy a empezar -en tanto no me mandes a paseo- la campaña "una tesis para J. R.". Ya tengo hasta directora en mente. El que avisa...

    Un abrazo.

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