lunes, 11 de mayo de 2009

"El barco de la muerte" de B. Traven


Ya en su segunda página, acaso para curarse en salud y desvanecer falsas expectativas lectoras, el autor de esta estupenda novela se desliga del territorio tradicional de la novela de aventuras y nos previene con palabras inequívocas:
El romanticismo de los hombres de mar, acerca del que se habla en las historietas de las revistas, desapareció hace mucho, mucho tiempo. Sería inútil buscarlo hasta en el mar de China. Es más, yo creo que solo ha existido en los cuentos, y que nunca se ha presentado en alta mar y en los buques que la surcan. Hay jóvenes excelentes que dan crédito a esos cuentos, y que corren en pos de una vida en la que han de acabar con el cuerpo y el alma despedazados, y se encuentran con que la realidad es muy distinta.
Aunque estemos lejos del arrebatado romanticismo que sopla en los relatos marinos de Stevenson -cuyos ecos, deformados y contritos, todavía se perciben en los torturados personajes de Conrad, por citar dos referencias tan gratas como ineludibles-, no por ello B. Traven renuncia a lo que son los rasgos esenciales del género: el tono épico de un relato cuya progresión viene punteada por las alternativas que ha de enfrentar el héroe novelesco y la conversión del espacio narrativo en un ámbito liminar, iniciático, en el que inscribir el viaje del personaje por las lábiles fronteras entre la vida y la muerte. Pero a partir de aquí, las inversiones y traslaciones de sentido que se imprimen a la novela decimonónica de aventuras, que en último término constituía el correlato literario de la expansión colonialista occidental, convierten el campo de juego (también de mistificaciones ideológicas) de los afanes de la burguesía europea en la expresión hiriente de la condiciones de explotación de un proletariado marino desarraigado e indefenso:
Pero, en realidad, la canción del genuino héroe de mar jamás ha sido entonada. [...] La vida de los héroes reales siempre es cruel, dedicada a un trabajo durísimo, peor tratados que los animales que se llevan a bordo y generalmente dispuestos a los más nobles sacrificios jamás premiados con medallas y placas o con ópera, películas o historias alusivas.
Narrada en primera persona, la acción comienza en el puerto de Amberes, donde el protagonista, marino abandonado accidentalmente por su barco, enfrentará toda una serie de contingencias burocráticas marcado por el signo de la desposesión. Sin documentación ni tarjeta de marino, perderá sus señas de identidad en los intersticios de una maquinaria administrativa cuya descripción, caracterizada por el absurdo circular y repetitivo, no puede por menos de traernos a la memoria las contemporáneas fábulas kafkianas (recordemos que El barco de la muerte fue publicada en 1926), aunque en un registro realista, o acaso ese destino de innominado apátrida no haga sino revelar algunos de los contornos de la biografía del propio autor, cuya verdadera identidad todavía es objeto de controversia. En todo caso, autobiográfica o no, esa experiencia burocrática se constituye en definitoria de un sistema político que se forja en las trincheras repletas de cadáveres de la Primera Guerra Mundial. El narrador no puede ser más explícito en sus reflexiones:
Los humanos deben estar controlados. No pueden volar como insectos por el mundo al que fueron lanzados sin su consentimiento. Debe controlárseles por medio de pasaportes, huellas digitales y restricciones. [...] La burocracia se ha establecido, ha llegado a ser el grande y todopoderoso dirigente del mundo. Se ha establecido para someter a los humanos a una disciplina, convirtiéndolos en cifras del Estado.
Lo que se experimenta en el vientre de “esa bestia desalmada que se llama Estado” es la pervivencia en Europa, años después de su conclusión, de la lógica de la guerra, una lógica sustentada en el control y la sospecha que terminará por naturalizarse y hacerse consustancial a las llamadas democracias occidentales. Es central en la percepción crítica del narrador la distancia entre los grandes discursos sustentados en palabras huecas, auténticos flatus voci, como Libertad y Democracia, y la cruda constatación del totalitarismo creciente que permea el tejido social. Esa dualidad está en la base de la escena crucial en el consulado de Estados Unidos en París, en la que bajo las fotografías de los próceres que llenaron sus discursos de apelaciones a los derechos del hombre y a la defensa de la libertad se despliega sin fisuras esa lógica burocrática llevada hasta extremos delirantes: si no se puede presentar el certificado de nacimiento, se podrá dudar incluso del hecho de haber nacido. Como le dice el cónsul, “que esté usted sentado frente a mí no es prueba de que haya nacido. Oficialmente esto no constituye prueba alguna.” El cónsul mismo representa esa duplicidad bajo la forma de la oposición entre sentimiento y deber:
Usted es de los nuestros, por sus venas corre la misma sangre. Pero también he de decirle con franqueza que si la policía francesa lo trajera ante mí para que yo lo identificara, negaría vehementemente la ciudadanía americana de usted. Como hombre, semejante acción me haría sangrar el corazón, pero como empleado tendría que obrar en la misma forma en que se ven obligados a obrar los soldados en tiempos de guerra, cuando tienen que matar incluso a sus amigos si se encuentran frente a ellos en el campo de batalla vistiendo el uniforme enemigo.
Difícilmente se encontrará una expresión más sangrante de la inoperante y untuosa hipocresía del “alma bella” hegeliana, esa que deplora virtuosamente el estado de cosas al que culpablemente sirve. ¿No es esa la raíz de todo humanismo bienintencionado? En todo caso, el narrador no se engaña respecto a la servidumbre última de ese poder que lo rechaza:
Yo viajé solo en calidad de grumete en un carguero y en el dormitorio general de proa. En esto está, según veo, la diferencia. No en los documentos, no en los certificados de nacimiento. La única evidencia requerida para probar la ciudadanía de un hombre consiste en el respaldo de una gran firma bancaria.
Curiosamente es en España, país que no ha participado en la guerra, y al cual llega tras librarse in extremis del fusilamiento por haber violado inadvertidamente el perímetro de una fortificación militar francesa, donde disfrutará de un interregno de calma y libertad antes de su inmersión en una de las sentinas de la barbarie capitalista. Esta adoptará la apariencia del Yorikke, un ruinoso barco de la muerte
(así llamado porque su destino es ser hundido para obtener el cobro del seguro) dedicado al tráfico de armas, en el que se enrolará como paleador en sus calderas. En ese circuito clandestino e ilegal del capitalismo, su último círculo infernal, ya solo habitan los expulsados del sistema, residuos sin identidad y detritos sin valor, muertos en vida aptos únicamente para su inmolación en las entrañas del monstruo:
Nosotros, los gladiadores de ahora, no morimos con brillantes armaduras. Morimos con andrajos, sin colchones ni mantas. Morimos peor que los cerdos en una empacadora de Chicago. Morimos en silencio, enfrente de las calderas, viendo penetrar el agua a través de las cuarteaduras del casco. [...] "¡Oh, esos hombres de allá abajo!", dicen los pasajeros a quienes se permite ver a través de un agujero. "¡Esos demonios sucios y sudorosos"! "Oh, no se preocupe por ellos; no sienten, están acostumbrados al calor y hasta a los naufragios; de eso viven. Bebamos otro martini seco bien helado."
Se interna así en un dominio cuyas leyes invierten las del universo de la normalidad cotidiana y en el cual los objetos cobran vida individual (“Cada parte del Yorikke tenía individualidad y alma, y el Yorikke, como el todo, tenía la personalidad mayor entre las nuestras”), mientras que los individuos se reducen a cuerpos torturados y mutilados en los que grabar los signos del orden brutal que los ha reclutado. Traven, sin embargo, no se limita a describir la mecánica repetida del horror, sino que su propósito es señalar las rupturas que en su circularidad abisal obra una ética de la solidaridad y la resistencia. Será su compañero de calderas Lavski quien le muestre el camino intransigente de la no rendición y propicie la apertura del relato, hasta entonces dominado por el sarcasmo de su voz narrativa, a una vibrante épica de insurgencia frente al destino, aunque esté condenada al fracaso:
Porque ocurre, viejo egipcio, que aunque todos nos hallemos muertos, debemos procurar salvar el corazón. Nunca te arrodilles, escúpeles a la cara aunque sea con el último aliento. En adelante no podrás soportar miles, cientos de miles de años devorado por el sentimiento de haberte rendido en tus últimos instantes. No pierdas el valor, sostente duramente, porque nada peor podrá ocurrirte ya.
Sea entendida como brillante reformulación política de la novela de aventuras o como una novela social camuflada en ropajes aventureros, lo que termina por singularizar El barco de la muerte es esa aleación, feroz y apasionada, en que se funden acción y reflexión en un único movimiento narrativo y crítico sostenido por la dignidad y la insumisión de los humillados y ofendidos. Una obra memorable.

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