martes, 20 de junio de 2017

"El evangelista" de Adolfo García Ortega



Un reino de este mundo

Si en la constitución de todo discurso histórico subyace incancelable una fricción dialéctica entre hecho e interpretación, en lo que respecta al referente que nutre El evangelista de Adolfo García Ortega, la vida y predicación de Jesús de Nazaret (Yeshuah, en la transliteración del hebreo que se adopta en la novela), dicha fricción se convierte en la abrasiva constatación de la maleabilidad extrema de esa materia supuestamente fáctica sobre la que coagulará un abrumador macizo ideológico-institucional a partir del germen del cristianismo primitivo. De hecho, sin entrar en la espinosa discusión sobre la historicidad de la figura de Jesús, antes de San Pablo (el inventor de la fábula de la fe cristiana, por decirlo con Badiou) se extiende una zona cero histórica conjetural y opaca sobre la que los testimonios de parte o las mistificaciones posteriores han acumulado una maleza a través de la cual la exploración historiográfica solo puede moverse mediante hipótesis. Una profusión de formas espectrales ha querido poblar ese vacío central y en el entrecruzamiento de sus rasgos vislumbramos los contornos de una figura monstruosamente múltiple: visionario y mesías, mago y profeta, revolucionario y bandido, rebelde y maestro. Discursos desde la teología, la política o la mitografía: en último término, máscaras veladas o proclamadas de la ficción.


En su aproximación desde la ficción narrativa, García Ortega debe solventar en primer lugar la cuestión  de la voz y la perspectiva (del narrador y el punto de vista, si se prefiere).  La forma narrativa adoptada es la del gesto testimonial del sobreviviente: un escriba fariseo anónimo que mantiene una relación ambigua con la partida de zelotes encabezados por Yeshuah el Visonario e Iskariot Yehudá y que desde su exilio en Creta se entrega a la tarea de poner por escrito en una crónica en primera persona, a la que en ocasiones se añaden relatos o reflexiones de otros participantes, los sucesos de rebelión y castigo de los que fue testigo en Galilea y Jerusalén. Lo decisivo aquí es la distancia entre el narrador y los protagonistas de su relato. Desde el íncipit mismo se hace hincapié en un cierto desafecto (“ni los entendía ni los amaba”) y en el compromiso con la verdad que lo guía, pero también en la índole de trance confesional y asunción de responsabilidad de su testimonio. Es a través de la figura mediadora de este narrador, desde su curiosidad, pero también su cuestionamiento de las leyendas que se van tejiendo en torno a Yeshuah el Visionario, que se crea la ilusión diegética de una restitución testimonial de los “hechos que otros, algún día, movidos por sus propias razones, deformarán como Homero deformó las guerras”. A este carácter restitutivo contribuye incluso el escrúpulo filológico ya aludido de la transcripción onomástica y toponímica del hebreo originario. Llamar Yeshuah a Jesús de Nazaret no es inocente en sus efectos de sentido: alude a la perspectiva judaica desde la que se aborda la materia e introduce una cuña de lejanía en relación a las posteriores fábulas cristianas.
La familiaridad del lector con hechos y personajes se somete a dispositivos de extrañamiento (o, si se quiere, de repristinación ilusoria de la verdad histórica) a través del punto de vista o de la reformulación del contenido narrativo. En unos casos, sucesos y personajes son reconocibles, pero sometidos a una estrategia recombinatoria que desactiva su función y significado evangélicos. Por poner un ejemplo de una práctica sistemática, Iskariot Yehudá se suicida, pero no por los remordimientos de su traición (el traidor que delata a Yeshuah es encarnado aquí precisamente por el narrador), sino por haber sido el personaje indultado por la turba en lugar de Yeshuah: “Había esquivado a la muerte por un error del destino […], así que puso fin a sus días”. En otros casos, la interpretación evangélica es cuestionada desde el escepticismo disidente de la voz narrativa. Así, la intervención milagrosa sobre la hija del jefe de la sinagoga Jairo (en la novela Yair Ahimot, el jefe de un grupo de patriotas rebeldes, cuya hija ha sido violada y malherida por un grupo de centuriones romanos), que los evangelistas sinópticos relatan como una resurrección: las palabras que en los evangelios son la fórmula performativa del milagro (“La niña no está muerta, sino duerme”), filtradas por el enfoque racionalista de la voz narrativa, se transforman en un enunciado meramente declarativo.
Es engañoso (o irónicamente engañoso), por tanto, el título de la novela, pues nada más lejos que su narrador de la figura del evangelista, la del portador de una “buena nueva”, de un mensaje de bienaventuranza proferido desde el compromiso con la certeza de la resurrección que lo sustenta: “Solo he aprendido que Dios elige a los suyos y que los sacrificios le complacen. El resto es fábula tras fábula”. El oxímoron, entonces, de un evangelista escéptico, que devuelve a los personajes fundacionales de la religión cristiana a su inscripción histórica en la esfera convulsa y agonística  del mundo judío de la época, en el que cobraba cada vez más relevancia la actuación de movimientos como el de los zelotes, de cariz político-religioso, enfrentados a la presencia imperial romana y a lo que ellos consideraban pasividad o complicidad con el invasor de otras facciones judías como la de los fariseos. Hay que aplicar un paradigma dual teológico-político para entender esa pulsión epocal tensionada por la esperanza mesiánica, indiscernible en su declaración de guerra a los césares y en la instauración escatológica del Reino de Dios. De ahí esa duplicidad que en la novela se establece entre Yeshuah e Iskariot Yehudá. El Visionario, enigmático y elusivo, que tras la ejecución de Ehud Yohanán (Juan el Bautista) inicia un errático camino de predicación, encarna la figura de un mesías reticente, de cuyas palabras -misteriosas, ambiguas o simplemente banales- se apropia su contrafigura especular, el zelote nacionalista y rebelde. En sentido riguroso, cabría hablar de significantes flotantes (el Reino o el exhortatorio “Levantaos”, por ejemplo) cuya amplitud semántica es resignificada por Iskariot Yehudá en un horizonte político de liberación y justicia social. La plasmación de esta relación entre la figura extraña y carismática y el agitador revolucionario, con sus claroscuros, incomprensiones y manipulaciones, es uno de los aspectos más cuidados y sobresalientes de la novela, a pesar de que revela la que tal vez sea su mayor debilidad en la incapacidad de hacer palpable la supuesta potencia fascinadora del personaje de Yeshuah, que en el sfumato aplicado a sus contornos parece en ocasiones más la imprecisa efigie de un mosaico que la presencia viva y poderosa que suscitaba tanto el fervor como la hostilidad.
En todo caso, más allá del escepticismo (reaccionarismo, podríamos decir en una lectura moderna) de la voz narradora, que lamenta “el sacrificio violento de imaginar otros mundos”, queda esa “última cena” comunitaria en la que el tiempo de la historia (“pudridero de cadáveres futuros”) es suspendido milagrosamente en la densidad de un instante –un tiempo mesiánico, un tiempo otro- que abre líneas de fuga y ruptura en esa cronología inflexible del sacrificio: “Vivieron, por unos instantes, poseídos por el sentimiento de habitar en otro mundo fuera de este”. El único milagro al que el lector ha asistido.
Y quedan también las huellas discursivas, el misterio de las voces y las palabras. Al margen de la indudable habilidad narrativa en la reformulación inédita de la materia evangélica, creo que García Ortega ha acertado en lo más decisivo: la construcción de esa voz anónima que en sus registros y modulaciones -en la sobriedad restrictiva de su tono testifical o en su timbre a veces confesional y empático- ha sabido hacer resonar un mundo y una época en su radical extrañeza y en lo que permanece, ese resto o sustancia que se filtra a través de las edades y que reconocemos como esencialmente nuestro. “Pasa la figura de este mundo” decía San Pablo y es en la captación del vértigo aflictivo de ese tránsito, en su inmediatez más física y vulnerable (hombres y mujeres difuminados en el polvo sofocante de un desierto, el gesto secreto de una angustia irrestañable, cuerpos sucios, torturados y agonizantes en lo alto de unas cruces), donde la novela encuentra sus ecos más perdurables. 
Publicado en El Cuaderno

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