1. Cuarta novela de la serie protagonizada por Lew Griffin, El ojo del grillo (1997) no deja dudas en cuanto al modo sesgado y autorreflexivo que tiene James Sallis de abordar el género negro. Aunque no podríamos negar la presencia de un detective (por lo menos a tiempo parcial y empujado por las circunstancias, su torturado narrador), de una investigación (aunque alejada de una metodología tradicional y sistemática), incluso de uno o varios delitos, no excluido un asesinato (aunque su resolución permanezca en el aire o se deba a un azar caprichoso), todos estos elementos fundantes de la narrativa criminal aparecen (des)articulados en una estructura voluntariamente errática en que las diferentes líneas narrativas parecen entremezclarse y deshilacharse como los fragmentos de un mundo que hubiese renunciado a ser comprendido a través de esa linealidad causal que en el pasado pretendía poder dar cuenta de nuestras vidas.
2. Ello no implica, en absoluto, la inexistencia de un orden o de un sentido, sino que ese orden y ese sentido no están donde solían estar y su búsqueda exasperada (esa desesperación inquisitiva que marca la tonalidad grave del relato, en ocasiones con un empecinamiento de una pesantez excesiva) es lo que se tematiza: desvanecida la solidez del mundo, es necesario cuestionar los modos y estructuras de los relatos que nos contaron y así refundarlos. Tal como dice el narrador (detective, pero también profesor universitario de literatura y, sobre todo, escritor):
Así es como ocurren las cosas en la vida: ángulos, curvas cerrradas, tropiezos. Nunca lo que habíamos previsto. Nunca las historias que nos habíamos contado de antemano. De modo que siempre tenemos que inventar unas nuevas.
O también:
Si debemos aprender a codificar las señales de nuestra angustia, quizá no sea porque en ello radica la comunicación, quizá sea sólo porque los códigos parecen ser mucho más significativos, mucho más llenos de sentido que nuestras vidas. Porque de algún modo tenemos que imaginar que somos algo más que la huella del sol. Y si no podemos tener sentido, tengamos al menos la apariencia del sentido: su promesa, su vigor, su trascendencia.Y en esa búsqueda perpetuamente renovada de sentido todo el instrumental heredado (desde el molde genérico hasta el lingüístico) ha de ser revisado y reformulado.
4. En lo que podríamos llamar la novela negra clásica la trama criminal encubría un aguda mirada sociológica y existencial a las condiciones de vida en la metrópolis capitalista: sobre el plano de la ciudad moderna, el itinerario del detective unía las desigualdades sociales y la corrupción política con su deriva desarraigada y solitaria en un único movimiento dialéctico imantado, como su exudado narrativo, por la resolución del crimen. En Sallis, esa máscara narrativa exhibe unos desgarrones a través de los cuales emerge una acuciosa voluntad autobiográfica que se resuelve en un híbrido genérico dominado por el tono confesional y elegíaco. La tensión narrativa que se antoja consustancial al género se diluye en un merodeo obsesivo y temporalmente errático en torno a la idea de la pérdida, el abandono y la transitoriedad:
De niña, viajaba mucho en tren, dijo Verne. Mamá nos metía en un tren y le daba cincuenta centavos al revisor para que cuidara de nosotros. Y yo mesentaba en el último vagón y obsevaba todo lo que pasaba, todos aquellos lugares y personas que nunca llegaría a conocer, desaparecidos para siempre... y tan deprisa.5. Todas las pérdidas y búsquedas subsecuentes remiten a una pérdida y búsqueda primordiales, la del hijo desaparecido. En el comentario que el Griffin profesor había hecho del Ulises se detiene especialmente en la secuencia del periplo nocturno, aquella en que todos los “personajes y relaciones (reales, místicos, imaginarios) reaparecen, tal vez fuese más preciso decir que resurgen, en distintas transfiguraciones”. De estas “resurrecciones” la más lancinante es, sin duda, la última: la del hijo muerto de Bloom.
Griffin padre fuerza su personal “periplo nocturno” e inicia una alucinatoria incursión al centro de la noche de la ciudad (en este caso Nueva Orleans), al flujo incesante de sus metamorfosis acompasado al vértigo de las transfiguraciones de su propia conciencia. En el vértice inmóvil de ese remolino se reencontrará con su doble (un vagabundo que se hacía llamar también Lew Griffin y que era la única pista en la búsqueda del hijo) y, tras un doloroso y revelador proceso de transformación y despersonalización, podrá decir con Rimbaud, Je est autre. En último término, la identificación de ciudad y conciencia no hace sino llevar hasta el extremo la dialéctica que está en la raíz de la novela negra:
Camino como si, para que la ciudad siga existiendo, para que no se desvanezca, deba ser cada día, a cada hora, incesantemente trazada, recorrida, reafirmada.
Al final de ese laberinto de huellas perdidas, cada una en busca de su propia historia, está esperando el hijo.
Nuevamente mudo ante la belleza del mundo, con sus placeres sencillos, di los tres pasos necesarios y tomé a Alouette en mis brazos.
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