sábado, 21 de mayo de 2011

De repente, la política

Todos nos lo preguntamos: ¿qué horizonte abre lo que está sucediendo esta semana en tantas plazas del Estado español? ¿Desde qué lugar se enuncia este acontecimiento? ¿Y qué se enuncia? Los discursos se suceden sin pausa para atrapar en su malla reticular de causas, sentidos y objetivos eso que está pasando en estos momentos y el mercado opinador ofrece productos para satisfacer a todos los gustos: desde la extrema derecha que criminaliza a los jóvenes acampados (con la excepción de la extrema derecha pensante, una especie rara, sin duda, pero que también existe: véase, por ejemplo, a un Albiac, que saluda el movimiento del 15 de mayo como una sacudida tonificante de antipolítica, después de discriminarlo higiénicamente de todo aquello que ahí pueda estar presente de socialismo o anarquismo) a una socialdemocracia que cínicamente dice comprenderlos, les pasa la mano por la cabeza con sonrisa beatífica y luego sigue a lo suyo: la política extorsionadora y predatoria del gran capital a la que se han dedicado con especial denuedo en los últimos tiempos. Casi prefiero la brutalidad de los primeros.

Luego están aquellos que celebran su condición apartidista y su carácter de magma heterogéneo. Aquí, al parecer, caben todos: derechas e izquierdas pueden sentirse identificados por igual con las reivindicaciones planteadas y “por primera vez en la democracia española no se enfrentan las dos Españas”. Confieso que este supuesto buenrollismo evitador del conflicto es lo que más me puede distanciar de los acampados, pero creo que es una interpretación distorsionada del movimiento. No se quiere dar cabida a ninguna simbología política concreta (por lo menos yo no las he visto en mis merodeos), pero el rechazo de la dictadura de los mercados y la exigencia de una democracia real (de los ciudadanos, no de los bancos) no parece que puedan ser incluidas en el orden político y económico vigente. Bien es verdad que todo esto puede derivar en una simple protesta ciudadana contra los excesos del capitalismo, una petición de meros retoques faciales del sistema, que puede ser suscrita incluso por el Borbón que encabeza el régimen, o puede constituirse finalmente en una impugnación de los fundamentos que lo sostienen.

¿Qué horizonte se abre, pues? Creo que lo que se abre es la apertura misma; propiamente, la posibilidad de la política: en mitad del tedio lobotomizador de la campaña electoral, de la falsedad nauseabunda de los enfrentamientos entre las dos cabezas del monstruo (el PPOE de nuestros pecados), de las décimas porcentuales que los unos se arañaban a los otros en las encuestas demoscópicas, del estoicismo con que nos disponíamos a introducir una papeleta en un gesto ritual que parecía condenado de antemano a la futilidad, de esta implosión a cámara lenta de derechos sociales contemplada entre la perplejidad y la resignación, en mitad de este desastre al que llaman democracia cuando quieren decir liberalismo, se hace posible abrir un claro de bosque (por decirlo con María Zambrano), un espacio fundacional, político, en el que las palabras y los gestos puedan ser oídos y vistos, un primer paso imprescindible para hacerse perdurables. Y poderosos. Aquí está la ruptura, el desplazamiento tectónico. Después de todo, lo que se oye en la plaza no es distinto de lo que podemos haber comentado cientos de veces en torno a la mesa de un café, con la conciencia de que al poco de ser dichas nuestras palabras se diluirían en el ruido mediático y narcotizante de los dueños del discurso público, adormecidos ya en la previa convicción de su inutilidad. Las propuestas no son nuevas, a algunos nos pueden parecer demasiado tibias (pero tampoco es cuestión de empezar pidiendo la nacionalización de los medios de producción y la autogestión: poco a poco) o escasamente elaboradas, pero lo decisivo es la vocación de permanencia y de presión sobre los límites de una realidad que parecía inamovible.

Palabras voceadas o humildemente rotuladas en pedazos de cartón, interpelándonos desde los rincones de todas las plazas. Los que allí acampan son sus custodios. Ni las olvidaremos, ni podrán ser desechadas tan fácilmente. Ya es mucho.

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