El lector descubre a veces aerolitos extraños y fascinantes, que se posan ante la mirada con la desvergüenza de adolescentes procaces y la lucidez inflexible que proporcionan los años veloces que se saben en una vertiginosa cuenta atrás. Este, por ejemplo, que escribió hace ya más de setenta años un novelista de Lousiana al que bautizaron Lewis Elliott Chaze, muerto hace más de treinta. Una novela que incluiríamos sin duda en el noir más turbulento y descarnado (¿puede el noir puro no ser turbulento y descarnado?), pero que trata sobre todo de cuerpos, cuerpos jóvenes y excesivos.
Más precisamente, dos cuerpos jóvenes, excesivos y en fuga (él: presidiario huido, exmarine, con una esquirla de acero viajando todavía en su cerebro / ella: una prostituta buscada por la fiscalía, la chica de un gánster de Nueva York: qué felicidad cuando la literatura más rigurosa y salvaje sale de los latiguillos más tópicos), en los que el fogonazo posesivo y feroz es apenas distinguible del deseo de aniquilarse y desgarrarse. Hace décadas los surrealistas hablarían entre nubes alcohólicas de amor fou; hoy, los suplementos dominicales pronunciarían una sentencia inapelable: relación tóxica y violenta. Que cada cual elija su capilla. En todo caso, almas blancas y puritanas, apártense, por favor.
Pero sí que hay un tóxico mayor, enunciado sucintamente en el estribillo obsesionante de una canción country: “If you've got the money, I've got the time”. El capitalismo crea cuerpos poseídos por imaginarios febriles y condenados: habrá un atraco, un muerto necesario e inocente, un tiroteo nocturno y alucinado, una tortura agónica aplicada por los profesionales expertos de la policía y, por supuesto, el azar (¿o es el destino?), ese animal rabioso que pliega sus labios en una mueca indescifrable antes de lanzar una última dentellada.
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