En un párrafo de obertura que es casi una declaración de intenciones, el narrador da así inicio al relato:
Mi hermana decía que fue “la época de los secretos”, pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que lo importante de aquellos años no era lo que había sino lo que faltaba. En una ocasión una de mis pacientes dijo: “Tengo fantasmas que deambulan dentro de mí, pero no siempre hablan. A veces no tienen nada que decir.” Sarah solí entrecerrar los ojos o mantenerlos casi siempre cerrados porque temía que la luz la cegara. Creo que todos llevamos fantasmas dentro y que es preferible que hablen a que no lo hagan. Una vez muerto mi padre, ya no pude volver a conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi mente. No dejaba de verlo en sueños ni de oír sus palabras. Sin embargo, lo que habría de mantenerme ocupado durante un largo periodo de mi vida fue lo que nunca nos dijo, lo que nunca nos contó. Al final resultó que él no era la única persona que guardaba secretos.
Se fijan de este modo, en un tono cuya transparencia expositiva no excluye el difuminado ni el enigma, las coordenadas temáticas por las que habrá de transitar el resto de la novela: la gestión íntima del necesario duelo por la muerte del padre, las deudas y culpas a que nos condena la desaparición de los seres queridos, los secretos que todos guardamos y que definen nuestras relaciones con los demás, la soledad en que nos encastillamos, los fantasmas que nos habitan y cuyo murmullo a veces nos ahoga, las zonas de silencio, traumáticas, a las que hemos de dar voz... Que la autora haya elegido a un psicoanalista como narrador es algo que, a la vista de semejante empeño discursivo, parece desprenderse de forma casi natural. Este personaje (Erik Davidsen) se sitúa en una posición de privilegiada centralidad con respecto a las tres tramas principales: la que le afecta en relación a la muerte de su padre y su condición de custodio de su legado memorialístico, la que concierne a su hermana Inga (escritora y ensayista) con respecto a su marido, el novelista de culto Max Blastein, muerto años atrás, y a la hija de aquella, Sonia, testigo cercano del atentado de las Torres Gemelas y, por último, la centrada en sus inquilinas, una joven negra de origen jamaicano (Miranda) por la que se siente atraído y su hija pequeña Eggy, asediadas por el padre de esta última, un fotógrafo de nombre Jeffrey Lane. Además, a lo largo de la narración se van insertando fragmentos de diversas historias clínicas de pacientes suyos que establecen paralelismos y rimas significativas con las tramas anteriores.
En todos los personajes se esconden secretos voluntarios e involuntarios, espacios a resguardo de las miradas ajenas y áreas psíquicas asoladas -rodeadas de un silencio tenso y vibrante como una alambrada- que traumas públicos y privados han excavado en las conciencias heridas. Hay un trasfondo lancinante de dolor, devastaciones e incendios reales y metafóricos que desde la caída de las Torres Gemelas hasta las experiencias terribles de la Segunda Guerra Mundial, pasando por la Gran Depresión o la muerte inasimilable de los seres queridos, acechan y condicionan la fragilidad de unos personajes que parecen, en muchas ocasiones, incapaces de soportar el peso de la angustia. De ahí la relevancia narrativa y reflexiva que cobra la expresión de los sueños, pues solo ellos pueden otorgar cauce enunciativo a tanto dolor enmudecido.
En este sentido, la propuesta de Hustvedt es tan clara como ambiciosa: el novelista es aquel que ha de enfrentarse con el/los silencio/s (el de la impotencia y de la afasia traumáticas) para nombrarlo(s) y articularlo(s) discursivamente en un entramado narrativo y simbólico, en un relato coherente que dé cuenta de la realidad sin mutilaciones ni distorsiones. La equivalencia con la práctica analítica se manifiesta tanto en el contenido (el material inestable e incandescente que late bajo la superficie de las conciencias) como en las herramientas (la palabra y el discurso narrativo) y su objetivo terapéutico final (dar voz al silencio, integrar el magma de lo real traumático en el régimen simbólico o, en palabras de Hans Loewald citadas en la novela, "transformar los fantasmas en antepasados").
Pero si significativo es que el narrador sea un analista, no lo es menos que su hermana Inga haya escrito un libro en el que analiza la fraudulenta elaboración social de una serie de ficciones y narrativas heroicas para enfrentarse al horror del magno atentado neoyorquino. El peligro de caer en las manipulaciones patrióticas se convirtió, inmediatamente después de los primeros momentos de desvalido estupor, en una temible realidad que condujo por rutas consabidas a la iniquidad de la invasión de Irak: la reproducción del horror y del sufrimiento a escala aún mayor. Estado Unidos transformó así, lo mismo que alguna de las pacientes de Erik, en agresividad ciega y obtusa la herida que se le había infligido, tras haber asumido sin matices un discurso puramente vengativo y demonizador del otro. El riesgo de la distorsión y del aislamiento vindicativo y narcisista amenaza, pues, a las narrativas públicas y privadas, a las construcciones de la identidad social o íntima que se creen en posesión de una verdad última e incontestable. Frente a ella se erige un saber crítico y antidogmático, que construye su verdad en la interrogación y la escucha incesantes del otro, sometida permanentemente a provisionalidad, ajustes y dudas, alejada por igual del cientifismo y del prejuicio. Un saber, por tanto, dialógico y una verdad negociada que encuentran su más (in)confortable acomodo en las prácticas coincidentes del psicoanálisis y de la novela.
Es esta lucidez la que, en definitiva, conduce a una clarividente refutación de todo monolitismo de la conciencia:
A menudo he pensado que ninguno de nosotros somos quienes creemos ser, que cada uno concilia la terrible extrañeza que nos produce nuestra vida interior con todo tipo de mentiras que puedan convenirnos. No es que quisiera engañarme a mí mismo, pero comprendí que, bajo la persona que creía ser, había otra que vagaba por un mundo paralelo, un mundo del que Miranda me había hablado, por unas calles y entre unos edificios que no reconocía.
Y en un grand finale sinfónico que retrotrae a la epifánica conclusión de Los muertos (si bien la simultaneidad lírica y melancólica del final joyceano es sustituida aquí por una ronda vertiginosa en que son convocados para su despedida personajes, instantes y situaciones), la contemplación de la caída de la nieve convierte a la conciencia del narrador en una bóveda vibrante de ecos y reflejos, un teatro donde se difuminan las fronteras de lo interior y lo exterior y donde presente y pasado, presencias y ausencias, vivos y muertos, se reúnen en una totalidad efímera e instantánea, reencarnada (“no después de la muerte, sino aquí, mientras estamos vivos”), al fin absuelta de culpa y liberada de angustia.
Por lo menos suena bastante más interesante, y trabado, que lo último (y lo penúltimo, ya puestos) de su señor marido... en esa casa las musas andan emigrando, me parece.
ResponderEliminarMe quedé en lo antepenúltimo, y no me quedaron muchas ganas de repetir. "Un hombre en la oscuridad" está todavía aguardando en un estante, y lo cierto es que, sin ser una maravilla, la novela de la esposa tiene bastantes puntos atractivos, aunque en otros resulte poco convincente.
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