Sobre la última novela de Ricardo Menéndez Salmón ha escrito un extenso y recomendable comentario mi compañero Ismael Piñera. Perspicazmente se detiene a considerar las consecuencias del pasaje de la omnisciencia atronadora de novelas anteriores a la óptica subjetiva presente en esta, así como la valentía de una mirada que no se arredra en abordar sin censura ni pudores, con una voluntad analítica que en ocasiones parece querer despojarse de toda sofisticación, un suceso (el 11-M) sobre el que desde hace más de cuatro años se han elaborado miles de discursos. Coincido con estas y otras apreciaciones de Ismael, pero me temo que no soy tan generoso como él en cuanto a la valoración última del relato.
Lo cierto es que a lo largo de su lectura me vino a la cabeza varias veces un demoledor artículo que hace ya algunos años escribió el gran Santiago Alba sobre la curiosa y reaccionaria figura de Gabriel Albiac. Salvando todas las distancias que es necesario salvar (y que son muchas, todas a favor de Menéndez Salmón: las ideológicas y las de la calidad literaria) y al margen de otras consideraciones en las que se internaba y que aquí no son en absoluto pertinentes, Santiago Alba desarrollaba una lúcida teoría sobre el estilo literario que no deja de ser oportuna para enjuiciar el “alto voltaje estilístico” (en sintagma de un reseñista de la obra) que ostenta la novela. Entresaco el grueso de la reflexión:
[...]estilo, como nos recuerda Barrett, es siempre un "egoísmo". Pertenece al espacio privado, a ese atadillo de gestos personales, siempre un poco obscenos, que las convenciones, la buena educación y el respeto de uno mismo nos imponen ocultar. Uno tiene un estilo como tiene un lobanillo -y una forma de rascárselo. Tenemos siempre un estilo propio para lavarnos los dientes, para quitarnos la ropa, para comernos el pescado, para hacer de vientre, para enjabonarnos, para meternos en la cama. [...] Todo ahí es tan privado, tan particular, tan propio, que te quedas atrapado en cada una de las frases, atontado por un tufo íntimo e inconfundible.[...] Por eso resulta tan fatigoso, tan empalagoso, leerlo.
He despojado la cita de las expresiones más hirientes porque, aparte de no venir al caso ni ser aplicables al novelista asturiano, me interesa sobre todo el fondo del asunto: el estilo como una pantalla o coraza que aísla narcisistamente de la realidad, el estilo como una sustancia algo viscosa e íntima que obscenamente se exhibe, el estilo como un pedestal o columna (στῦλος) desde la que proclamar, arengar y pontificar. He de reconocer que más de una vez imaginé al corrector de la novela (con los rasgos de Menéndez Salmón, claro está) encaramado en alguna plataforma (caja de cerveza o peana, tanto da) pregonando sus filias y sus fobias (con las que puedo estar plenamente de acuerdo, pero no se trata aquí de discutir la cercanía o lejanía ideológica).
La fatiga de ese estilo rezumante proviene de la monótona implacabilidad del ritmo ternario de sus periodos (“la sucia realidad era aquel boquete aterrador[... ] aquella mujer[...] aquel pandemonio”, “cómo maltrataron el lenguaje, cómo engañaron a sus usuarios, cómo sentenciaron a muerte” “¿Admiré un rubor especial[...] una particular nobleza[...] una vergüenza contenida?”, etc.), del énfasis apodíctico con que el discurso nos golpea impiadosamente (“Nadie, desde que existen ágoras, ha mentido tanto como los políticos [...] nadie, como el político, ha pervertido tanto el sentido de las palabras, de todas las palabras”, “es uno de esos raros ejemplos de obra humana destinada a perdurar cuando todos nosotros, sus lectores, nos hallamos [sic: se ve que el corrector de El corrector se quedó un poco dormido, y perdón por el chiste fácil] extinguido”, etc.) o del talante un tanto ampuloso de las imágenes (“me sentía como un príncipe en un exilio dorado que huele a rosas de Colonia”, “somos poco, muy poco, un hilo entre dos tinieblas”). Y es bastante paradójico que tal alarde estilístico concluya con la consagración de un “pequeño gesto” frente a “todas las grandes, bellas, inútiles palabras” (la inutilidad del arte frente a la vida es unos de sus temas esenciales), pero también en ese final le traiciona la retórica, el énfasis algo trivial... y la inevitable trinidad adjetiva.
No quisiera terminar sin matizar un poco un juicio que hasta aquí parece absolutamente derogatorio. Pasajes de un lirismo justo y medido, escenas donde un agradecible humor se adueña de la situación (sobre todo aquellas en que intervienen los padres) o reflexiones de una agudeza incontestable también comparecen en el transcurso de la nouvelle, pero en mi opinión empastados en un discurso que adolece de esa irreprimible tendencia escénica, exhibicionista, que he tratado de describir.
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