domingo, 8 de marzo de 2009

"Tránsito" de Anna Seghers



Ya en el primer párrafo de esta excelente novela se nos instala abruptamente en el clima de atroz insensatez moral y política en el que habremos de internarnos (los lectores acompañando en su desolado tránsito a los desamparados personajes) a lo largo de sus páginas. Allí se menciona a esos barcos que se prefirió dejar arder en alta mar antes de permitirles echar el ancla sólo porque los documentos de los pasajeros habían expirado un día antes, suceso que nos golpea con la lógica diamantina e inabordable de una despiadada y demente burocracia. De esa lógica impenetrable y circular, de sus vericuetos sinuosos e inverosímiles, de su realidad incontestable, nos habla, entre otras cosas, Tránsito de la escritora alemana Anna Seghers (1900-1983), relato que recoge sus propios esfuerzos (por fortuna, exitosos) en Marsella en el año 1940 para tratar de romper ese muro de papeles, visados y firmas que se interponía entre su familia y la necesidad perentoria de huir de una Francia ocupada o colaboracionista, ya decididamente inhabitable para una autora comunista y de significado pasado antifascista.

El título alude precisamente a uno de los certificados que se le exigen al refugiado para abandonar el país (el tránsito por los países que se atravesarán en la huida), aunque el término irradia una carga semántica que enriquece con sus significados el alcance de la novela. Sirve, en primer lugar, para definir el estado de indeterminación legal de esos refugiados que, arrebatados de su suelo natal, se aferran a la esperanza que puede reportarles un barco como único medio de huida de una Europa transformada en campo de batalla o de concentración. Pero el narrador, un refugiado alemán fugado de un campo nazi, no tiene dudas sobre su índole de almas en pena que tratan de ocultar su condición y hacerse los vivos con sus planes, sellos y visados. El tránsito se revela así, no como el paso entre un punto de llegada y otro de destino, ni siquiera como una circunstancia jurídica, sino como una situación existencial definida por la espera e identificada expresamente con el infierno en una parábola de inequívoco aroma kafkiano:

Quizá conozca usted el cuento del muerto. Esperó toda una eternidad ver qué había decidido el Señor sobre él. Esperó y esperó, un año, diez años, cien años. Luego, imploró su sentencia. Ya no podía soportar la espera. Le respondieron: “¿Qué estás esperando? Hace mucho que estás en el infierno”. Porque eso era: una estúpida espera de la nada.

En última instancia, sin embargo, tránsito hace referencia al proceso de evolución de la conciencia del narrador: del individualismo desarraigado del principio, de su “vacío” que atraviesa incólume la corriente de aquellos con los que comparte, siquiera fugazmente, un mismo destino, a una trascendencia social que, alejada de toda aspiración de carácter religioso, supone la apertura a un horizonte de pertenencia colectiva sustentada en la solidaridad.

Antes de culminar ese proceso el narrador se convertirá en el inesperado legatario del testamento literario de un escritor suicida, en el usurpador de su identidad legal ante las diferentes autoridades consulares y en su rival por el amor de su viuda que, desconocedora de la muerte del marido, será la protagonista de una trama pasional de cuyas cenizas emergerá esa nueva conciencia social. De hecho, solo a través de la narración hiriente y sombría de ese fracaso amoroso podrá el narrador cerrar esa herida, pues, como él mismo dice a propósito de otro relato, únicamente “lo que se cuenta termina”.

Pero detengámonos un momento en la figura del escritor muerto Weidel (de su fantasma) y en su relación con el narrador. Es este, de hecho, el único que llegará a conocer su suicidio en París ante la inminente llegada de las tropas alemanas (cuyas circunstancias trasuntan las de Ernst Weiss, amigo de Anna Seghers y novelista alemán, autor de Testigo ocular), convirtiéndose en el depositario del maletín que contiene su última novela inacabada y la carta de despedida de su mujer. La lectura de la primera supone un reencuentro con esas “palabras de la tribu” prostituidas por el lenguaje del poder y, por lo tanto, un primer anclaje para su sensibilidad desenraizada:

A medida que leía, línea tras línea, sentía que esa era mi lengua, mi lengua materna, que me sentaba como la leche a un bebé. No chirriaba ni crujía como la lengua que salía de las gargantas de los nazis en órdenes criminales, en repugnantes protestas de obediencia, en nauseabundas fanfarronadas; era seria y tranquila. Era como volver estar a solas con los míos.

Una vez en Marsella conocerá y se enamorará de la esposa de Weidel, Marie, silueta vulnerable de contornos trágicos, cuyo destino, desde que la descubre en su ronda desesperada en busca del marido (a cuya muerte -que, recordemos, ella desconoce- contribuyó inadvertidamente con su rechazo a continuar con él) hasta que la abandona en un barco de refugiados rumbo a Martinica, se hila al trasluz desesperado de tantas otras personas, sombras como ella, lastradas por un equipaje irredento de culpa y abandonos, aferradas a una última posibilidad de recuperar su humillada dignidad o, sencillamente, un lugar entre los vivos. Se dibuja de este modo una sutil geometría amorosa, uno de cuyos vértices es la figura de un fantasma a cuya gravitación terminará por ser arrastrada la mujer. Antes de esa derrota ante su esposa, el narrador había tenido la oportunidad, al serle denegado el tránsito por España por culpa del testimonio escrito que Weidel había hecho de un episodio de la barbarie franquista, de ser testigo del poder de las palabras del escritor y de su perduración en la memoria de la lucha antifascista:

Aún quedaba algo lo suficientemente vivo, lo suficientemente temido, como para que se le cierren las puertas, como para que se le cierren países. [...] Me imaginé un fantasmagórico recorrido: de noche, por el país que nunca en mi vida había pisado. Y por donde él pasaba se agitaban sombras en los campos, en los pueblos, en el pavimento de carreteras desconocidas. Muertos mal enterrados, que se agitan un poco ante su paso porque al menos hizo algo por ellos. Sólo un poco, unas cuantas líneas provocadas por la necesidad [...].

No es esta la menor de las enseñanzas de una novela cuya sabiduría narrativa (en el modo en que sus dos tramas, la amorosa y la política, se contrapesan y necesitan mutuamente, en la forma de enriquecer su composición realista con las sombras –en el sentido pictórico del término- del mito y la parábola o en la capacidad de restituirnos con trazos restallantes el dolor, al tiempo individual y compartido, de tantas almas en pena) nos emplaza a reconocer, en vibrante épica de resistencia popular, nuestra inserción en un destino común, atemporal, basso ostinato de la historia que ha sobrevivido y sobrevivirá a la destrucción y ferocidad de todas las hordas armadas:

El chico de los periódicos, las mujeres de los pescadores en la Belsunce, las tenderas que abrían sus tiendas, los obreros camino del primer turno, todos ellos formaban parte de la muchedumbre de los que nunca se van, pase lo que pase. La idea de marcharse se les ocurre tan poco como a un árbol o un matojo de hierba. Y aunque se les ocurriera, no hay billetes para ellos. Las guerras han pasado sobre ellos, y los incendios y la venganza de los poderosos. ¡Qué habría sido de mí, el refugiado, en todas esas ciudades, si ellos no se hubieran quedado! Para mí, el huérfano, ellos eran padres y madres, para mí, sin hermanos, hermanos y hermanas.

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