viernes, 13 de marzo de 2009

"La séptima cruz" de Anna Seghers


-->
Si en 1942, año de su publicación, La séptima cruz tuvo que percutir en la conciencia de sus lectores con la imperativa urgencia de un llamado a la acción y la solidaridad, enarbolando la bandera resistente de la lucha antifascista, leída casi setenta años después, la admiración que provoca no deja de asentar en su fondo un inevitable poso melancólico. Melancolía (y admiración) provocadas por unas formas que parecen casi irrecuperables: el modo en que el discurso político se desprende con naturalidad de su movimiento narrativo; la habilidad de afrontar sin ambigüedades, con hiriente inmediatez testimonial pero sin asomos de panfleto, un asunto tan proclive, más en el momento de su escritura, al sectarismo de la soflama o la limpieza con que racionalidad y emoción se imbrican en una mirada capaz de apelar sin recovecos irónicos a un resto de esperanza. Esa aleación de lúcido humanismo y combativa conciencia política, que ha sido prácticamente desterrada del escenario contemporáneo por lo que podríamos llamar el nihilismo posmoderno, hace doblemente agradecida y reveladora la lectura de una novela como esta.
La línea narrativa que sostiene la base de su entramado jamás decae en su tensión: la crónica de la fuga y persecución de siete evadidos del campo de concentración de Westhofen a finales del año 37, focalizada en uno de ellos, el militante comunista Georg Heisler. A medida que los demás compañeros van siendo apresados, todas las esperanzas de abrir un hueco en la trama de terror que el régimen nazi había impuesto sobre la sociedad alemana se concentrarán en su figura. A diferencia de otras novelas de huida y persecución (y se me ocurre en estos momentos un título tan atractivo como Animal acorralado de Geoffrey Household, de la cual hizo una versión fílmica Fritz Lang en 1941), en que la acción se centra casi exclusivamente en las circunstancias inmediatas de la fuga y en la épica individual que enfrenta al sujeto inerme ante un poder tentacular, el relato de Anna Seghers abre el foco y multiplica las perspectivas para ofrecernos el retrato coral, amplio y penetrante, de una comunidad en que el totalitarismo se despliega invasivo por todos sus rincones mediante la coacción, la brutalidad o el soborno, pero también gracias a la creciente complicidad de sus habitantes.
En ese medio tan enrarecido, que pareciera impermeable a toda manifestación ajena al poder, la autora ilumina los nódulos y espacios de resistencia que todavía se mantienen en pie, una red capilar que subtiende los dispersos puntos focales y que trazará una ruta secreta que permitirá la evasión del perseguido y la persistencia de la lucha. En ese itinerario invisible y subterráneo de la esperanza no sólo participarán los compañeros del partido sino también personas de la calle, no militantes (un médico judío, un joven aprendiz, una modista, un amigo de la infancia, etc.), cuya conciencia –esta es una novela, también, sobre tomas de conciencia, expresión que hoy nos suena antigua- no les permitirá, a pesar del miedo, el desistimiento ante la injusticia.
Relacionado con este tema, hay un aspecto que se hace evidente desde el título mismo y es el de su simbología cristiana o, para ser más precisos, la utilización que se hace de símbolos y figuras del cristianismo en una operación de traslación semántica e ideológica de la esfera religiosa a la política. Detengámonos unos momentos: el título alude a las siete cruces que el comandante del campo del concentración ha ordenado levantar en el recinto para clavar a los fugitivos y la séptima, la que permanecerá vacante, simbolizará con su vacío, al igual que el del sepulcro de Jesucristo, la fe en la victoria sobre el poder de la muerte, aquí sobre el terror nazi. Pero las concomitancias se multiplican en el texto, permitiendo una interpretación de la militancia comunista clandestina (aunque el nombre del partido no se menciona, tal vez por no querer reducir el alcance de la novela o por su carácter de impronunciable, de indecible, bajo el nazismo) a la luz de la persecución del cristianismo primitivo. De hecho, es muy similar el nacimiento de la conciencia militante y el de la vocación religiosa. Como le dice Georg a su amigo Paul, su militancia derivó de "algo más fuerte que todo lo demás". ¿No vemos aquí la intervención de una fuerza, de una gracia o llamada irresistible que sobreviene y nos interpela, antes que un producto de la reflexión racional y deliberativa del sujeto?
Es muy reveladora de estos paralelismos la escena que se desarrolla en la catedral de Maguncia, en la que el Georg Heisler permanecerá escondido una noche entera. En un principio se nos presenta como un simple lugar de acogida que le permitirá refugiarse y descansar, sin descubrir su carácter hasta la aparición del sacristán:
Mas pensó de pronto que en un edificio tan grande no faltarían sillas donde sentarse. [...] Se dejó caer en el extremo de un banco. “Aquí puedo descansar.” Lanzó una ojeada a su alrededor. Nunca se había visto tan pequeño bajo el ancho cielo. [...] pero lo más sorprendente de todo fue que se olvidó por un momento de sí mismo.

Una vez que ha logrado escapar a la vigilancia del sacristán y quedarse solo, se enfrentará a las figuras sombrías y amenazantes que pueblan el ámbito que le rodea, representantes de un poder similar al que le persigue:
A cinco metros de distancia, desde la columna, le fulminó la mirada de un hombre que se recostaba con báculo y mitra en la losa sepulcral. [...] Atravesó la nave lateral bajo la mirada de seis archicancilleres del Sacro Imperio, con una mano rajada como un perro que se ha lastimado la pata.

Sin embargo, frente a la pesantez muerta y ominosa de la piedra, frente a la gelidez del espacio catedralicio (“Un mundo gélido, como si nunca lo hubiera tocado una mano humana ni un pensamiento humano. Como si estuviera atrapado en un glaciar”), se despliega una luz cuyas traslúcidas y vivas imágenes relatan una historia original distinta a la genealogía mitrada del poder eclesial:
Por la nave lateral corría el reflejo de una vidriera [...]: un enorme tapiz multicolor desplegado de pronto en la oscuridad, extendido cada noche y para nadie por las losas de la catedral vacía [...] Aquella luz exterior, que sirvió quizá para tranquilizar a un niño enfermo o para despedir a una persona, despertó también, mientras siguió brillando, todas las imágenes de la vida. “Sí –pensó Georg-, esos deben ser la pareja expulsada del paraíso. Y eso, las cabezas de las vacas que miran el pesebre donde yace el niño que no halló otro refugio. Y eso, la cena del Señor, cuando sabía que iba a ser traicionado. Y eso, el soldado que le traspasó con la lanza cuando ya pendía de la cruz”. [...] No solo lo que otros sufren en el presente puede consolar, sino también lo que sufrieron en el pasado.

Es la identidad en el sufrimiento y la persecución lo que Seghers pone de relieve. Despojado de su lectura trascendente, el relato crístico aparece como una matriz cultural y simbólica del extrañamiento y la soledad del sujeto, pero también de ese fuste insobornable, de esa sustancia íntima de que están hechas todas las resistencias frente al poder:
Todos sentimos hasta qué punto, qué atrozmente, pueden penetrar los poderes externos en el hombre, en su ser más íntimo; pero sentimos también algo que había en la intimidad que era inaccesible e invulnerable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario