domingo, 22 de marzo de 2009

"El lémur" de Benjamin Black


Tercera incursión que el irlandés John Banville, con el diáfano seudónimo de Benjamin Black, hace en el territorio del género negro, El lémur, que fue en origen un folletín por entregas publicado por el New York Times, ofrece significativas diferencias con respecto a sus dos predecesoras, las estupendas El secreto de Christine y El otro nombre de Laura. Si en aquellas el escenario era el brumoso Dublín de los años 50 y su protagonista el desencantado forense Quirke, esta última traslada la acción al vibrante Nueva York actual y su peso recae en John Glass, antiguo reportero comprometido e irlandés exiliado en la vertiginosa metrópoli norteamericana, casado con Louise, hija del ex-agente de la CIA y millonario Bill Mulholland. Cuando John acepta el encargo de su suegro de convertirse en su biógrafo oficial, entrará en contacto con el joven investigador Dylan Riley (el lémur  que da título a la novela), cuyos descubrimientos en torno al magnate conducirán imprevistamente a su asesinato.
El método compositivo de que hace uso aquí Black/Banville es menos complejo y la andadura narrativa mucho más leve y ágil, como si se hubiese decantado más por el boceto rápido que por la minuciosa recreación al óleo (atmosférica, social y dramática) de las dos primeras novelas. Ligereza que, en todo caso, no debemos confundir con superficialidad: aunque en este caso los personajes carezcan de una amplitud de desarrollo semejante, adquieren un relieve extraordinario a través del matiz y el sombreado, del trazo que introduce profundidad y sugiere volumen, algo que sin duda debe considerarse un logro remarcable.
Así, sobre Louis, John Glass y los restos de su matrimonio:
Un buen día, más o menos a la vez que renunció a su profesión de periodista, todo cuanto había sentido por ella, toda la pasión desvalida, a medias atormentada, descendió al grado cero. Era como si la mujer de carne y hueso, igual que una princesa hechizada en un cuento de hadas, se hubiese vuelto de piedra cada vez que la estrechaba entre sus brazos. Allí seguía, donde siempre había estado: una belleza matizada, esbelta, broncínea, ante la mera visión de la cual en otros tiempos algo clamaba en su interior pidiendo clemencia, una suerte de angustia feliz, cuya presencia ahora solo despertaba en él una melancolía tenue y desdibujada.
O en la misma escena, con sutileza "insondable" a lo Henry James, después de que él hubiese declarado su incapacidad para escribir en su casa:
-¿Es por la casa? –el silencio que siguió a su pregunta fue un abismo al que ambos se asomaron un momento antes de dar un rápido paso atrás.
Lo cierto es que no cabe decir más (y mejor) con menos palabras.
Sobre John Glass y su amante Alison:
A su manera la amaba, y creía que ella le amaba a él, aunque por alguna razón que a ambos escapaba no era ninguno de los dos capaz de aferrar al otro con fuerza suficiente. Era posible que para él y para ella, fuese una manera que no llegaba a ser suficientemente directa, y por eso era como si ambos se esquivasen mutuamente dando bruscos volantazos.
O cómo una frase retrata, y sentencia, a un personaje, en este caso su hijastro David Sinclair: "El joven tenía tantas personalidades como vestimentas."
Pero es al ajustar su foco sobre el centro de gravedad del relato, no otro que Mulholland, el Gran Bill, donde Black/Banville muestra sus auténticos poderes como metteur en scène. Aludido desde el primer capítulo, no es hasta el décimo que hace su aparición, minuciosamente anticipada por los escorzos que desde ángulos diversos se han hecho de su figura: valedor de la transparencia democrática en su oficio de espía, personaje capaz de aplicar una rígida moral católica a su vida privada y familiar o arrogante representante del poder económico cuyas dobleces esperan ser desveladas por una mirada inquisitiva. Su simple presencia transforma el espacio, convertido en un escenario cuyas luces realzan los contornos y magnifican -al tiempo que velan- su silueta:
En el ambiente ocurría algo cuando el Gran Bill Mulholland ocupaba una parte del espacio […] todas las lámparas apantalladas proyectaban una luminosidad matizada y descendente, como en un gesto de deferencia ante la presencia del gran hombre.
El narrador se hace eco de “su apostura imposible”, pero también menciona su único defecto: sus ojos "se hallaban demasiado juntos, lo cual le daba el aire de hallarse perpetua, mezquinamente sumido en algún cálculo complejísimo, artero, maligno."
Esa tara, esa resquebrajadura del espejo, nos hace asomarnos, siquiera brevemente, a una profundidad en cuyas temblorosas refracciones su imagen quedará apresada definitivamente bajo el signo de la dualidad y la sospecha, que no hará sino adensarse progresivamente:
Tenía un aspecto espectral, de pie con la mitad superior del cuerpo envuelta en la penumbra, por encima de las luces, como si fuese un individuo trunco.
El espesor escénico, la destreza en la distribución de luces y sombras y en la composición del cuadro, apuntan al corazón mismo de la ficción: la representación y el engaño como atmósfera existencial de los personajes y signo definitorio de su identidad, una de las recurrencias temáticas de Banville. Pareciera, tanto en esta como en otras novelas (y podríamos citar El intocable, Eclipse, Imposturas o El mar), que la elaborada mise en scène de los personajes tuviera como único objetivo encubrir y proteger el dolor por la pérdida o la conciencia aguda del fracaso, aunque ninguna máscara es perfecta y en sus grietas y desajustes hurga su deslumbrante prosa.
No hay en el fondo tanta distancia entre las densas y enrarecidas indagaciones existenciales de John Banville y los relatos de género de Benjamin Black. Si en las primeras una conciencia fracturada se interna en los laberintos fantasmales de la memoria para diluirse entre sus reflejos, en los segundos las revelaciones guardan siempre dobles o triples fondos en los que terminan por sumirse perplejos y afligidos sus personajes, incapaces de soportar el peso abrumador de la culpa. La felicidad, si la hubo, ocurrió en el pasado y apenas alcanzamos a ver un vislumbre difuso:

Los recuerdos que tenía de aquellos tiempos estaban todos desdibujados, desvaídos tras una bruma de felicidad, como si los contemplase a través de un cristal que alguien hubiera empañado de tanto reír.
Solo el brillo metafórico del estilo, su nitidez iridiscente (parece querer decirnos, con mirada penetrante y media sonrisa irónica, Black o Banville), resplandecen entre las cenizas de un presente condenado.

2 comentarios:

  1. Confieso que cuando hojeé por vez primera "El lémur" me sentí un poco decepcionado ante la ausencia de ese "brumoso Dublín" y, por supuesto, del querido borrachín Quirke, a quien ya estaba cogiéndole cariño. Pero tu detallada invitación a la increíble prosa y la no menos increíble pericia narrativa de Banville/Black, cuyo descubrimiento siempre te agradeceré, me reconcilia; así que me apresto a ello en cuanto -por no romper tradiciones- me lo prestes...

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  2. Mañana mismo. Con respecto a la anteriores no deja de ser una faena rápida, pero sirve para entretener la espera de otro Quirke o del próximo Banville/Banville,"The Infinities", de la cual dice que "transcurre a lo largo de un día de verano, en una casa en el campo en la que un anciano en coma agoniza. Su familia se ha reunido para despedirlo y, con ellos, también acuden los dioses junto al lecho del moribundo. Espero, como mínimo, que sea una obra maestra, un éxito de ventas y que me lleve hasta las puertas del Nobel, ¡ja!». Lo siento por Banville, pero lo último espero que no se cumpla. Aunque si solo es a las puertas...

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