viernes, 6 de abril de 2012

"La vieja munición" de José María Castrillón

Hace ya unos cuantos años, con motivo de la publicación de su poemario La vieja munición, el compañero y amigo José María Castrillón me pidió que presentase el libro en el instituto de Cangas del Narcea, del que había sido profesor durante bastantes años. Este es el texto que preparé en aquel momento.


Antes de comentar este poemario, cabría hacer una advertencia, más que nada para curarme en salud. Toda lectura, toda interpretación de una obra literaria, es en cierto modo una traición. Y lo es por dos motivos fundamentales. En primer lugar, porque es ineludiblemente subjetiva. No existe, no puede existir, una lectura objetiva del texto literario. Puede haber lecturas más o menos canónicas o consensuadas por un mayor o menor número de lectores, e incluso pueden contar con el asentimiento del autor (algo que, por cierto, no sé si sucederá en este caso). Pero es el lector, en última instancia, quien elige desde el territorio de su subjetividad la vía de acceso y el camino que seguirá en su recorrido por la materialidad del texto que se le ofrece.  Roland Barthes decía, en una afirmación ya clásica en la hermenéutica literaria, que al texto "se accede por múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con seguridad la principal". El lector, por tanto, selecciona, recorta, ilumina unas zonas y deja otras a oscuras, deambula, en ocasiones sin demasiada certeza, por los senderos que va desbrozando y re-crea el texto, fabrica otro texto en que pueda reconocerse.

Y por otro lado, y este es el segundo motivo al que me refería, no podemos olvidar que la ambigüedad es un constituyente esencial del signo literario, y más aún del poético, en el que aquel se ahonda e intensifica. En la palabra poética, la dimensión comunicativa del lenguaje, sin dejar de ser uno de sus componentes, pasa a un segundo plano, es relegada en favor de ese momento creativo, vertiginoso, en que la lengua se aventura por territorios donde experimentar con sus límites y sus capacidades. La poesía es el lugar donde la palabra se sueña a sí misma. Y pocas cosas hay más ambiguas y más resbaladizas que los sueños.

El título del libro La vieja munición, un título espléndido, nos pone ya sobre la pista de los recorridos que van a transitar sus poemas. Memorial de la experiencia, individual y también colectiva; diorama de presencias, personas y lugares, esa munición del título es la que constituye el suelo existencial del sujeto, su hogar, su espacio nutricio. En ella el poeta se reconoce, y también se desconoce. Recuerdo que en una película de Woody Allen, el Woody Allen de los buenos tiempos, Otra mujer, el personaje principal terminaba preguntándose y preguntándonos a los espectadores, si un recuerdo era algo que se tenía o algo que se había perdido. El pasaje de la memoria es también un pasaje de pérdidas, de ausencias, de huecos. El tiempo, protagonista secreto de este poemario, presenta una doble faz: articula el tránsito vital del sujeto, es el cauce de su devenir, pero -también- cancela sus posibilidades, va cerrando puertas, instaura una economía de pérdidas y ausencias. Se nos dice en un poema del libro:

[...] arderá el círculo de la tierra al descubierto
 lo que dure el desmonte de tu vida.

Difícil expresar de una manera más hermosa, más estremecedora, la conciencia de la temporalidad: la vida como desmonte, como acumulación de residuos y materiales de derribo, como escenario de una consunción. Y un horizonte irrebasable: la muerte. También ella, la Ausencia por antonomasia, nos constituye.

Es importante, creo, hacer en este punto un par de consideraciones. Si bien he hablado de un recorrido por la memoria, no podemos, sin embargo pensar que estamos ante una poesía autobiográfica o ante una poesía de la experiencia, como ha sido llamada, por lo menos no en el sentido usual del término. Aunque los poemas puedan acoger experiencias del poeta, lo hacen después de haberlas sometido a un proceso de depuración y universalización, cabe decir, de esencialización. No hallaremos aquí nombres propios, figuras o anécdotas de perfiles concretos y reconocibles. El poeta los ha despojado de toda referencialidad inmediata y puntual, los ha descarnado para dejarlos reducidos al hueso, a su núcleo duro, esencial, universal. Diríamos que hay una raíz en la experiencia, pero luego el poema se despliega y se distancia de ella.

Por otro lado, si las experiencias, los instantes, las presencias y recuerdos convocados van dibujando y recortando los contornos del sujeto que en ellos se quiere reconocer, cabría preguntarse por la naturaleza última de ese sujeto así constituido. Se produce aquí una dialéctica entre la interioridad de la conciencia y la exterioridad del mundo, entre el yo y la otredad. En esa relación, en ese anudamiento, no existe ni oposición ni preeminencia o anterioridad del uno sobre el otro, sino que, como en la cinta de Moebius, lo interior y lo exterior conforman un continuo que se materializa en el acto de la escritura.  Así leemos en el poema titulado Calles antiguas:

Si han sabido adelantarse a los ojos
 [...] tirar de mí hasta los fondos del día
 [...] si han accedido a saber de mí
 sabré yo ser digno de partir su cauce con mi voz. 

Es el mundo, pues, el que apela a la voz poética para que ella le dé cauce y presencia, pero es su presencia la que ha conformado a la mirada. Esa conciencia volcada hacia la exterioridad, esa identidad atravesada por el otro y por el desorden de la realidad, se podría homologar con la conciencia definida por el existencialismo como una nada activa, como espacio vacío que será ocupado por los sucesos externos. La intimidad, pues, queda cancelada o, dicho de otro modo, se convierte en teatro del mundo.

De hecho, los espacios que se van articulando a lo largo del libro y en los que resuena y habita la voz poética conforman diversos escenarios que se solapan entre sí, como las ondas concéntricas que se generan en la superficie del agua. Así, en algunos poemas aparece el espacio de lo social, donde un sujeto colectivo toma la palabra y hace acto de presencia una figura de resonancias casi míticas: es el herrero, protagonista de una especie de épica en su esfuerzo por dar forma a la materia, y que en cierto modo se constituye en una metáfora del empeño de la propia voz poética por dar sentido a lo real. Esta determinación, que no obtiene respuesta definitiva, adopta la forma de una pregunta siempre renovada, infinita. Del poema Los hijos:

En las fraguas bate la misma pregunta,
[…] un renovado esfuerzo contra el hierro,
otro golpe.
Aún seguimos aquí los hijos del herrero.
También aquel fuego.

En relación con lo anterior, se despliega a lo largo del libro una suerte de tentativa de hacer una historia mitológica y también cotidiana de la ciudad, del espacio urbano. En el poema Fundación de la ciudad  hay como un relato mítico, en escorzo, en forma de pregunta, sobre su origen, a partir de la quietud antes indiferenciada de la tierra. Como una especie de Génesis urbano y social:

Qué amparo cubrió lo que era quietud
qué veta del aire / se dio en palabras,
qué mineral y qué palabras nuevas.
Bajo la sola claridad
quién
de un golpe contra la tierra
consagró lo que era la entera quietud.

En otros poemas, la ciudad se va a revelar como defensa contra la intemperie, como lugar humilde en que los individuos hacen campamento y luchan contra el frío y la necesidad. No hay aquí tono celebratorio, sino reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, de nuestra condición efímera y provisional, de la cual la ciudad se convierte en espejo.

El otro espacio fundacional del sujeto es el ámbito de la familia, convocada principalmente a través de la presencia de los padres. Son lugares, instantáneas, gestos, recuerdos que recrean una geografía familiar indeterminada, los rincones de una posible memoria, más que sentimental, de sensaciones, que se convierte también en un itinerario de iniciación y aprendizaje en la ausencia y el abandono.  El espacio familiar termina diluyéndose en un espacio de soledad. En el poema titulado Madre, podemos leer:

No estabas al otro lado:
eras tú la puerta que yo abría
sin verte,
la misma puerta que se cerraba tras de mí
convocando al silencio.

Ya en el poema inaugural, Baile junto al pantano, se tematiza el silencio como una amenaza y un destino inevitable. Los padres enlazados en unos pases de baile, contemplados por los ojos entregados y enamorados del niño, son en cierto modo desplazados del centro del recuerdo, que pasa a ser ocupado por una presencia ominosa, ciega, opaca:

las aguas del pantano, agua que no ama las luces ni la música:
contra sí las deshace
como a su propio sueño.

Vemos cómo ese espejo oscuro y silencioso de las aguas espectraliza las figuras que en él se reflejan y marca un límite al mundo representado, lo contamina de irrealidad, lo enfrenta a su propia disolución. A partir de aquí, todo el libro es recorrido por una trama oculta de ausencias, por una latencia de sombra y silencio que constituye el revés de la representación y a la que no puede escapar la voz del poeta en su empeño de dar nombre a las cosas. Del último poema del libro entresaco estos versos:

El horizonte en su desconcierto
ha renunciado a que le demos nombre
y mendiga ya siquiera
el silencio infinito de las aguas. 

            Se señala así la frontera última del espacio que engloba a los demás, el propio espacio de la escritura. La tarea de nombrar el mundo, la tarea poética, siempre inconclusa, se recorta contra el fondo del silencio al que habrá necesariamente de regresar. Estos poemas de dicción densa y concentrada,  trabajados con la vocación minuciosa del orfebre, tensados en ese bastidor de silencio, son, por tanto, el testimonio de un empecinamiento, de una cierta resistencia: de una pasión, en definitiva. Una pasión sin duda inútil, pero siempre necesaria.
             
           

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