lunes, 17 de diciembre de 2012

"¿Qué caballos son aquellos que hacen sombra en el mar?" de António Lobo Antunes

Fantasmas del lenguaje
La novela ha sido siempre para António Lobo Antunes una práctica fronteriza y experimental, inscrita con determinación indeclinable en la estela de las experiencias vanguardistas que en las primeras décadas del siglo pasado signaron la crisis del modelo realista. La desarticulación de sus instancias narrativas propició la apertura de un espacio de indeterminación poética como territorio idóneo para la exploración de las fracturas del sujeto y el vértigo de una realidad refractaria a las categorías explicativas (fuesen sociológicas o psicológicas) tradicionales. De un modo semejante, podríamos decir que en la novelística de Lobo Antunes la investigación formal en los límites de las estructuras y significaciones narrativas sirve para dar cuenta del destino de unos personajes cuya identidad se somete un riguroso proceso de vaciamiento entre los mecanismos enajenantes de un universo ideológico, institucional y afectivo en descomposición. 


¿Qué caballos son aquellos que hacen sombra en el mar? se revela coherente con esta poética y con unos procedimientos formales cuya exacerbación conduce a la crisis de la conciencia narrativa. ¿Cómo entender, por tanto, la pretensión declarada del autor de “escribir una novela a la manera clásica, que destruyese todas las novelas hechas de esa manera”? Más allá de la ampulosidad de su formulación, se apunta aquí a una latencia paradójica en los pliegues de la propia novela, elaborada a partir de una materia de cuyos mimbres podría salir una narración convencional de cariz melodramático, que conjugase la decadencia y final desintegración de una familia perteneciente a la burguesía terrateniente con elementos canónicos como las fricciones de clase, la relación entre amos y criados, el adulterio, las tensiones paterno-filiales o los conflictos de una sexualidad sofocada por el peso muerto de las interdicciones religiosas, sin olvidar el ocultamiento de un hijo bastardo.
La destrucción de ese modelo clásico viene por la vía de la exasperación de sus materiales dramáticos (solo hace falta enumerar los modos patológicos en que se degrada el extrañamiento de los personajes para sospechar que en el pesimismo de la mirada se agazapa un filo de oscura parodia: la singular ludopatía del padre, obsesionado con el numero 17; la nostalgia de la infancia transmutada en pedofilia en uno de los hijos o la drogadicción como refugio del rechazo en otra hija) y por una aproximación lírica que experimenta en las fronteras de la inteligibilidad: en las horas previas a la muerte de la madre, las voces de los miembros de la familia (incluidos algunos ya muertos) se relevan en el uso de la palabra para desgranar la memoria turbulenta de su declive en un flujo verbal de sintaxis fragmentaria y dislocada, una corriente de conciencia que en su magmática heterogeneidad no solo distorsiona y confunde las categorías de tiempo y espacio, sino que emborrona los contornos de los personajes con deslizamientos abruptos e inesperados de una voz a otra. Más que una secuenciación narrativa, hay una formalización según pautas rítmicas de recurrencias léxicas y sintagmáticas que germinan en embriones fracasados de narratividad, a través de cuya repetición obsesiva entrevemos atisbos de un paisaje vital decadente.
La pulsión destructiva que alienta en la novela se manifiesta también en la utilización de la corrida de toros como clave ordenadora, al agrupar los capítulos según las fases del rito sacrificial, convertido de este modo en metáfora estructural que declina la vida en términos barrocos y fatalistas. Un artefacto, pues, que ritualiza los fastos de la muerte y que no duda tampoco en exhibir su propia precariedad constitutiva en la intensa visibilidad de su gesto autorreferencial: las criaturas de ficción interpelan con frecuencia al autor y no dejan de ser conscientes de su condición de meras voces, presencias emergentes de la deriva textual. Una de ellas nos avisa que “esta es una novela de fantasmas”: efectivamente, fantasmas del lenguaje. De ahí la persistencia de su murmullo entre las cenizas mismas de la realidad y el sentido.

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