sábado, 15 de junio de 2013

"El palacio D... y" de Walter Benjamin

"Si en los años que van desde 1875 a 1885 el barón X llamaba la atención en el Café de París y se le repu­taba por uno de los clientes más distinguidos, inmedia­tamente después del conde de Caylus, el mariscal Fécamts y el caballero Raymond Grivier, no era en razón de su elegancia, su abolengo, o sus indiscutibles méritos depor­tivos, sino que se trataba sencillamente del reconocimien­to, más todavía, la admiración que despertaba la fideli­dad que durante tantos años había guardado hacia el établissement. Sentido de la fidelidad que posteriormen­te habría de demostrar también en un caso bien diferen­te, insólito, pero conmovedor. De ello trata esta historia...

Que se inicia —para ser exactos— con la herencia que durante treinta años esperó el barón que llegara a sus ma­nos y con la que se hizo, por fin, en septiembre de 1884. El heredero rondaba casi la cincuentena y hacía ya tiem­po que había dejado de ser un viveur. Pero, ¿lo fue algu­na vez? Lo cierto es que la pregunta llegó a plantearse. Si bien por una parte podía afirmarse que su nombre no había aparecido ni una sola vez en las crónicas scandaleuses de París, que nunca estuvo en boca de contertu­lios deslenguados y ni siquiera las cocottes más audaces se permitiesen aludirlo en lo más mínimo, tampoco po­día negarse, por otra parte, que el barón, con sus panta­lones de raso y su hinchada corbata Lavalliere, era algo más que un figurín elegante. Su rostro lo surcaban unas arrugas que delataban a las claras a cualquier entendido en mujeres que había pagado con creces sus saberes. En fin, que el barón seguía siendo un enigma y que el hecho de ver en sus manos la considerable herencia tan larga­mente esperada despertaba en sus amigos junto a un afec­to exento de envidia, la más discreta y maliciosa de las curiosidades. Todos confiaban en que esta repentina ri­queza revelaría lo que ni las largas veladas de charla frente a la chimenea, ni las muchas botellas de borgoña habían conseguido: desvelar el secreto de su vida.

Sin embargo, pasados dos, tres meses, todos coinci­dían también en que la decepción no podía ser mayor. Nada —ni el atuendo, ni el humor ni la rutina, ni siquie­ra el presupuesto o la residencia del barón experimenta­ron el menor cambio. Seguía siendo el elegante poltrón cuyo tiempo parecía tan lleno como un buzón de recla­maciones. Cuando abandonaba el club, se dirigía a la garçonnière de la avenida de Víctor Hugo, y ni uno solo de los amigos que por la noche pretendieron acompañarle a casa, puede decir que no fuera despedido con uno u otro pretexto banal. Lo que ocurría era sencillamente que hasta las cinco de la mañana, e incluso hasta más tarde, el señor de la casa ponía la banca en una mesa verde si­tuada en el recibidor, precisamente en el lugar que antes ocupara un magnífico armario chippendale. Al barón le gustaba jugar, lo que se adivinaba por las contadas ve­ces en que demoró su incorporación a la partida. Ni los jugadores más veteranos recordaban una racha de suerte como la que les deparó el invierno de 1884. Se mantuvo los primeros meses del año y duró hasta que el verano extendió su torrente de sombras sobre los bulevares. ¿Cómo se explica entonces que el barón fuese ya pobre en septiembre? Quizá no pobre del todo, pero tan en el aire, en una situación tan imprecisa entre pobre y rico como antes, y apenas más pobre que cuando estaba a la espera de la gran herencia. El caso es que empezó a reducir gastos y sólo se acercaba por el club para tomar una taza de té o jugar una partida de ajedrez. Nadie se atrevió a preguntarle nada al respecto. Por otra parte, qué tenía de particular una existencia que a ojos de to­dos transcurría en un ambiente cerrado y elegante, desde el matinal paseo a caballo, la hora de florete y el lunch, hasta que, al sonar las campanadas de las seis menos cuar­to, el barón abandonaba el Café de París, para dos ho­ras más tarde cenar en Delaborde. Entre tanto no tocaba un naipe y, sin embargo, fueron justamente esas dos ho­ras diarias las que le despojaron de toda su fortuna.

Lo que en verdad sucedió no se supo en París hasta pasados varios años, cuando el barón se retiró quién sabe adónde —¿qué ganaríamos sacando a relucir aquí el nom­bre de algún lejano señorío rural en Lituania?— y una mañana lluviosa, uno de sus amigos, callejeando sin rum­bo fijo, quedó atónito, sin saber en un primer momento si lo que le hizo estremecer fue la escena o su mera apari­ción. En realidad ambas cosas, porque el monstruo que bajaba tambaleante las escalinatas del palacio D... ya hombros de tres mozos de cuerda, no era otro que aquel valioso mueble chippendale que un día cediese su puesto a la venturosa mesa de juego. Era un armario magnífi­co, inconfundible. Pero aquel viejo amigo no lo recono­ció sólo por ello. En otra ocasión se entrevieron igual­mente vacilantes y temblorosas las anchas espaldas de su propietario cuando, para la despedida, se asomó por úl­tima vez al umbral y desapareció.

El desconocido apremió con brusquedad a los mozos que bajaban los últimos escalones, franqueó la cancela que estaba abierta y quedó en pie, turbado, en el enorme y desnudo vestíbulo. Frente a él subía hasta el primer piso una escalera en espiral, cuya rampa no era sino un único e ininterrumpido relieve marmóreo. Faunos, ninfas; nin­fas, sátiros; sátiros, faunos. El recién llegado procuró se­renarse y exploró las salas, los distintos recintos. Por to­das partes se abrían ante él paredes vacías. Ni rastro de persona alguna, hasta que llegó a un boudoir igualmente solitario pero atestado de pieles y cojines, figuras de jade e incensarios, suntuosos jarrones y tapices gobelinos; pero todo cubierto por una fina capa de polvo. La habitación no invitaba a entrar, por lo que el visitante se disponía a continuar sus indagaciones, cuando, a sus espaldas, apa­reció una muchacha hermosa y todavía joven, con uni­forme de sirvienta, quien, como única conocedora de lo que sucedía, le contó que hacía ya un año que el barón había alquilado el palacio por una elevadísima cantidad a su propietario, un duque montenegrino, y cómo ella se incorporó al servicio el mismo día en que entraba en vigor el contrato; que durante dos semanas su trabajo ha­bía consistido en supervisar a los operarios que remoza­ban el edificio y recibir los suministros; que a esto siguie­ron nuevas instrucciones, órdenes escuetas pero estrictas que en su mayor parte se referían al cuidado de las flo­res, cuyo aroma aún era perceptible en la habitación don­de ambos se encontraban. Aparte de todo esto, sólo re­cibió una última indicación, precisamente la que parecía justificar la fabulosa retribución que se le había asigna­do. Día tras día, ni un minuto antes, ni un minuto des­pués de las seis —prosiguió—, el barón aparecía al pie de la escalinata y subía despaciosamente hasta la puerta. Llevaba siempre un ramillete de flores, aunque parecía un secreto el orden que guardaban en su aparición or­quídeas, lilas, azaleas y crisantemos, así como su rela­ción con las estaciones del año. Tiraba de la campanilla, se abría la puerta y la sirvienta —precisamente la que nos relata los hechos— se presentaba para recoger las flores y responder a la pregunta que constituía la clave de su discretísimo trabajo. «¿Está la señora en casa?» «Lo sien­to —contestaba la doncella—, acaba de marcharse.» A continuación, el enamorado volvía, ensimismado, so­bre sus pasos, para al día siguiente repetir su protocola­ria aparición en el solitario palacio.

Y así se llegó a saber cómo las riquezas, que con tan­ta frecuencia atienden a la vulgar finalidad de atizar pa­siones ajenas, en este único caso se aplicaron a mantener encendidos los últimos rescoldos de un viejo amor."


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