"Si en los años que van desde 1875 a 1885 el barón
X llamaba la atención en el Café de París y se le reputaba por uno de los
clientes más distinguidos, inmediatamente después del conde de Caylus, el
mariscal Fécamts y el caballero Raymond Grivier, no era en razón de su
elegancia, su abolengo, o sus indiscutibles méritos deportivos, sino que se
trataba sencillamente del reconocimiento, más todavía, la admiración que
despertaba la fidelidad que durante tantos años había guardado hacia el établissement. Sentido de la fidelidad que posteriormente
habría de demostrar también en un caso bien diferente, insólito, pero
conmovedor. De ello trata esta historia...
Que se inicia —para ser exactos— con la herencia que durante treinta
años esperó el barón que llegara a sus manos y con la que se hizo, por fin, en
septiembre de 1884. El heredero rondaba casi la cincuentena y hacía ya tiempo
que había dejado de ser un viveur. Pero, ¿lo fue alguna
vez? Lo cierto es que la pregunta llegó a plantearse. Si bien por una parte
podía afirmarse que su nombre no había aparecido ni una sola vez en las
crónicas scandaleuses de París, que nunca estuvo en boca de contertulios
deslenguados y ni siquiera las cocottes más audaces se
permitiesen aludirlo en lo más mínimo, tampoco podía negarse, por otra parte,
que el barón, con sus pantalones de raso y su hinchada corbata Lavalliere, era
algo más que un figurín elegante. Su rostro lo surcaban unas arrugas que
delataban a las claras a cualquier entendido en mujeres que había pagado con
creces sus saberes. En fin, que el barón seguía siendo un enigma y que el hecho
de ver en sus manos la considerable herencia tan largamente esperada
despertaba en sus amigos junto a un afecto exento de envidia, la más discreta
y maliciosa de las curiosidades. Todos confiaban en que esta repentina riqueza
revelaría lo que ni las largas veladas de charla frente a la chimenea, ni las
muchas botellas de borgoña habían conseguido: desvelar el secreto de su vida.
Sin embargo, pasados dos, tres meses, todos coincidían también en que
la decepción no podía ser mayor. Nada —ni el atuendo, ni el humor ni la rutina,
ni siquiera el presupuesto o la residencia del barón experimentaron el menor
cambio. Seguía siendo el elegante poltrón cuyo tiempo parecía tan lleno como un
buzón de reclamaciones. Cuando abandonaba el club, se dirigía a la garçonnière de la avenida de Víctor Hugo, y ni uno solo de
los amigos que por la noche pretendieron acompañarle a casa, puede decir que no
fuera despedido con uno u otro pretexto banal. Lo que ocurría era sencillamente
que hasta las cinco de la mañana, e incluso hasta más tarde, el señor de la
casa ponía la banca en una mesa verde situada en el recibidor, precisamente en
el lugar que antes ocupara un magnífico armario chippendale. Al barón le gustaba jugar, lo que se adivinaba
por las contadas veces en que demoró su incorporación a la partida. Ni los
jugadores más veteranos recordaban una racha de suerte como la que les deparó
el invierno de 1884. Se mantuvo los primeros meses del año y duró hasta que el
verano extendió su torrente de sombras sobre los bulevares. ¿Cómo se explica
entonces que el barón fuese ya pobre en septiembre? Quizá no pobre del todo,
pero tan en el aire, en una situación tan imprecisa entre pobre y rico como
antes, y apenas más pobre que cuando estaba a la espera de la gran herencia. El
caso es que empezó a reducir gastos y sólo se acercaba por el club para tomar una taza de té
o jugar una partida de ajedrez. Nadie se atrevió a preguntarle nada al
respecto. Por otra parte, qué tenía de particular una existencia que a ojos de
todos transcurría en un ambiente cerrado y elegante, desde el matinal paseo a
caballo, la hora de florete y el lunch, hasta que, al sonar las campanadas de las seis menos cuarto, el barón
abandonaba el Café de París, para dos horas más tarde cenar en Delaborde.
Entre tanto no tocaba un naipe y, sin embargo, fueron justamente esas dos horas
diarias las que le despojaron de toda su fortuna.
Lo que en verdad sucedió no se supo en París hasta pasados varios
años, cuando el barón se retiró quién sabe adónde —¿qué ganaríamos sacando a
relucir aquí el nombre de algún lejano señorío rural en Lituania?— y una
mañana lluviosa, uno de sus amigos, callejeando sin rumbo fijo, quedó atónito,
sin saber en un primer momento si lo que le hizo estremecer fue la escena o su
mera aparición. En realidad ambas cosas, porque el monstruo que bajaba
tambaleante las escalinatas del palacio D... ya
hombros de tres mozos de cuerda, no era otro que aquel valioso mueble chippendale que un día cediese su puesto a la venturosa mesa de juego. Era un
armario magnífico, inconfundible. Pero aquel viejo amigo no lo reconoció sólo
por ello. En otra ocasión se entrevieron igualmente vacilantes y temblorosas
las anchas espaldas de su propietario cuando, para la despedida, se asomó por
última vez al umbral y desapareció.
El desconocido apremió con brusquedad a los mozos que bajaban los
últimos escalones, franqueó la cancela que estaba abierta y quedó en pie,
turbado, en el enorme y desnudo vestíbulo. Frente a él subía hasta el primer
piso una escalera en espiral, cuya rampa no era sino un único e ininterrumpido
relieve marmóreo. Faunos, ninfas; ninfas, sátiros; sátiros, faunos. El recién
llegado procuró serenarse y exploró las salas, los distintos recintos. Por todas
partes se abrían ante él paredes vacías. Ni rastro de persona alguna, hasta que
llegó a un boudoir igualmente solitario pero atestado de pieles y
cojines, figuras de jade e incensarios, suntuosos jarrones y tapices gobelinos;
pero todo cubierto por una fina capa de polvo. La habitación no invitaba a
entrar, por lo que el visitante se disponía a continuar sus indagaciones,
cuando, a sus espaldas, apareció una muchacha hermosa y todavía joven, con uniforme
de sirvienta, quien, como única conocedora de lo que sucedía, le contó que
hacía ya un año que el barón había alquilado el palacio por una elevadísima
cantidad a su propietario, un duque montenegrino, y cómo ella se incorporó al
servicio el mismo día en que entraba en vigor el contrato; que durante dos
semanas su trabajo había consistido en supervisar a los operarios que remozaban
el edificio y recibir los suministros; que a esto siguieron nuevas
instrucciones, órdenes escuetas pero estrictas que en su mayor parte se
referían al cuidado de las flores, cuyo aroma aún era perceptible en la
habitación donde ambos se encontraban. Aparte de todo esto, sólo recibió una
última indicación, precisamente la que parecía justificar la fabulosa
retribución que se le había asignado. Día tras día, ni un minuto antes, ni un
minuto después de las seis —prosiguió—, el barón aparecía al pie de la
escalinata y subía despaciosamente hasta la puerta. Llevaba siempre un
ramillete de flores, aunque parecía un secreto el orden que guardaban en su
aparición orquídeas, lilas, azaleas y crisantemos, así como su relación con
las estaciones del año. Tiraba de la campanilla, se abría la puerta y la
sirvienta —precisamente la que nos relata los hechos— se presentaba para recoger
las flores y responder a la pregunta que constituía la clave de su discretísimo
trabajo. «¿Está la señora en casa?» «Lo siento —contestaba la doncella—, acaba
de marcharse.» A
continuación, el enamorado volvía, ensimismado, sobre sus pasos, para al día
siguiente repetir su protocolaria aparición en el solitario palacio.
Y así se llegó a saber cómo las riquezas, que con
tanta frecuencia atienden a la vulgar finalidad de atizar pasiones ajenas, en
este único caso se aplicaron a mantener encendidos los últimos rescoldos de un
viejo amor."
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