En 1982 Jacques Abeille, escritor francés en la órbita del surrealismo tardío e inédito hasta ahora en España, publica "Los jardines estatuarios", obra con la que inauguró "Le Cycle des Contrées", un ciclo novelesco que transcurre en países imaginarios, y que en su momento fue escrupulosamente ignorada, hasta que reediciones posteriores han terminado por consagrar a su autor como una de las voces más poderosas y singulares de la literatura francesa contemporánea.
Un viajero entra en la
provincia de los jardines estatuarios, una geografía indefinida cuyos
habitantes son en su mayor parte jardineros que se dedican al cultivo de las estatuas
de piedra que crecen en la tierra, entregados a un trabajo absorbente que
combina las exigencias de la escultura y la botánica. La extrañeza se instala
con naturalidad desde su inicio en el relato en primera persona de ese viajero
que, sin nombre ni antecedentes, es apenas
una mirada extranjera empeñada, entre la fascinación y la sospecha, en el
registro minucioso del mundo autárquico y replegado en sí mismo que lenta y
oblicuamente se despliega ante él.
Se va construyendo, así, una
etnografía imaginaria, centrada en primera instancia en el arte de las estatuas
cultivadas (de hecho, la intención inicial del autor consistía en escribir una
breve fábula que reflexionase sobre la obra de arte como proceso de emergencia
matérica, más que como producto de un saber técnico), que paulatinamente va
abriendo el foco hasta abarcar no solo la legalidad visible de la comunidad
(liturgias, leyes, jerarquías, matrimonios, estructuras de parentesco,
topografía, literatura memorialística…), sino también su gramática secreta de
interdicciones, miedos, exilios o insurrección. La fundación, en suma, de un
universo geográfico, simbólico y político, aquí sorprendido en un periodo de
crisis y decadencia.
No hay, sin embargo, una
acomodación genérica clara y precisa. Conforme el narrador penetra en el norte
de la región y va cobrando conciencia de las turbulencias cada vez más
evidentes de un cosmos sacudido por la amenaza fronteriza de los bárbaros, se
abandona progresivamente el registro descriptivo de esa suerte de “antropología
fantástica” –que inscribiría la novela en la genealogía del “viaje imaginario”
de cariz más o menos filosófico, utópico o satírico, en cuyas obras, desde La Nueva
Atlántida de Francis
Bacon hasta Los viajes de Gulliver de
Jonathan Swift, se recurría a la exploración de la alteridad como pretexto para
la reflexión crítica sobre la propia sociedad- para mutar a una “épica de la
suspensión o la espera” que, en el acecho de los signos de una otredad
imprecisa y amenazante, no hace sino pulsar las aporías del crepúsculo de una
civilización. Si bien aquí se imponen los referentes ineludibles de En el mar de las Sirtes de Julien Gracq
y El desierto de los tártaros de Dino
Buzzati, no es menos cierto que la férrea estructura novelesca
que los sostiene en el filo de una inminencia nunca resuelta es transgredida al
traspasar ese horizonte irrebasable de los dos clásicos de “la espera de los
bárbaros” e internarse en los confines habitados por las tribus nómadas,
otorgando así voz y rostro a la leyenda del príncipe rebelde que amenaza la
perdurabilidad de un mundo.
Otra modelo subyacente reconocible
en el trasfondo del relato y que lo atraviesa con sus figuras, motivos y
trayectos, es el del western, ya no
entendido como mitología del avance colonial norteamericano en un lugar y una época
concretos, sino como deshistorizado y abstracto conjunto de rasgos que acaban
impregnando otras formas discursivas. Sin duda, es perceptible ese débito en el
concepto de frontera como línea imaginaria, movediza y ambigua en torno a la
cual se ordenan una serie de oposiciones binarias (orden/caos, civilización/barbarie,
cultura/naturaleza…), cuya tajante separación termina poniéndose en crisis y
disgregándose en un territorio indefinible donde atracción y rechazo, seducción
y condena, confunden con frecuencia sus valencias emocionales. Al igual que
reconocemos a ese viajero, personaje que transita entre dos mundos, buscador
errante por un espacio desértico (“el lugar donde ni siquiera podían nacer los
signos”) que solo pareciera poder ser habitado por la presencia difusa y
ominosa del salvaje. En fin, también en la novela se juega con esa dialéctica, tan
vital al género, entre historia y leyenda, en la que esta última se convierte
en la sustancia del imaginario político y en la fuente de legitimidad del poder.
Más que de una mímesis, no obstante, se trataría de la gravitación conceptual
de determinados signos disponibles para armar una cierta configuración épica,
aunque esta se refleje aquí en un espejo empañado por la atmósfera de una
fábula fantástica.
Al margen de la diseminación de
las filiaciones genéricas, hay una imantación por lo que queda en la sombra,
una decisión por explorar y fijar la mirada en las rugosidades del reverso del
contrato social. “Hay que abismar la mirada”, se nos exhorta en el íncipit
de la novela. En cierto modo, una
voluntad de abismo, indistinguible de la pasión por la verdad, que no solo
lleva al narrador a indagar en las bambalinas del teatro social, haciendo
emerger las latencias reprimidas, los silencios, las zonas oscuras (la
invisibilidad subalterna de las mujeres, la vileza del comercio con “las
mujeres perdidas”, la incapacidad de restañar la brecha generacional), sino que
impulsa su viaje al norte de la región y hacia el mito brumoso del jardinero
renegado que, más allá de las fronteras, se ha convertido en un príncipe
guerrero al frente de una gran coalición de tribus nómadas dispuesta a la
invasión del país de los jardines estatuarios.
Se pone así en marcha un
movimiento narrativo que discurre por una doble vía pasional y política. La
primera lo conduce al conocimiento y relación amorosa que termina vinculándolo
a una superviviente de uno de los dominios abandonados; la segunda culmina en
la entrevista con el príncipe, que acaba convirtiéndose, tras desvelar los
orígenes de su resentimiento y hurgar dolorosamente en los mecanismos de
exclusión y estigmatización del orden social, en ejemplo magistral de
meditación sobre la naturaleza ilusoria del poder y en el esbozo de una escéptica
(si se quiere, reaccionaria) “historia natural” de la política:
“Él mismo [el príncipe] no era más que el juguete de fuerzas tan incontrolables, tan naturales y brutas como esos vientos que se levantaban inesperadamente del rostro devastado de los arenales para […] propagar en el corazón de los hombres el espejismo mentiroso de un destino deslumbrante como una espada”.
Importa
señalar, en todo caso, que en este tránsito por los límites que cercan los
dominios de los jardineros, enfrentándolos a la idea de su disolución, el
narrador se embarca en un itinerario que, de su posición de testigo, lo
convertirá en héroe de su propia aventura iniciática a través de pruebas y experiencias
de muerte que son, al tiempo, la cifra de un colapso civilizatorio.
Para tramar lingüísticamente este
mundo, Abeille se ha servido del extrañamiento y la (auto)reflexividad como
gestos decisivos de una escritura que no cesa de interrogarse y cuestionarse a
sí misma. Una prosa suntuosa en la que cristaliza litúrgicamente, con aromas
arcaizantes, la ceremonialidad de la escena social, pero que también fulgura en
el despliegue de su potencia metafórica para abrirse al acontecer prodigioso
del mundo. En última instancia, su vocación fundamental, como nos recuerda el
protagonista de este viaje, es la de “filtrar el tiempo” y levantar acta
imaginativa de la transitoriedad de lo humano (“una bestialidad soñadora y
desollada entre el caos”), no desde una mirada melancólica, sino en la
celebración de lo que más íntimamente podemos reclamar como nuestro: la
soberanía descarnada y pródiga del presente.
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